lunes, 28 de enero de 2013

Adversus Christianos: escatología, ritmo e historia en Walter Benjamin


       ¿Cómo recoger un pensamiento que se propone a sí mismo como inaprensible y fugaz? Si el pensamiento de Benjamin sobre la historia es apenas ese “relampaguear”, ese “relumbrar del recuerdo en el instante de un peligro”, ¿cómo, entonces, podríamos pretender retenerlo en nuestras palabras? ¿Congelar un rayo, disecarlo, clavarlo con alfileres en las taxonomías del pensamiento de la historia? Quizás esta imposibilidad no sea más que uno de los perfiles de ese pensamiento. Porque además del rayo está la oscuridad o la noche. El silencio inicial en que se debate la melodía, y en el que más tarde o más temprano se apagará. Si queremos entonces respetar ese pensamiento que se niega a pensar el acontecimiento pasado en el decorado de cartón pintado de un tiempo “vacío y homogéneo”, ¿por qué nosotros deberíamos actuar de otro modo y asilar ese pensamiento de su constelación de sentido, empeñándonos en pensar el rayo sin la oscuridad que este desgarra?
Cuando en el Fragmento político-teológico dice Benjamin: “el Mesías constituye la consumación del devenir histórico”, esta claridad que abre el tiempo mesiánico como un tiempo-ahora (Jetztzeit), ¿tendremos que pensarla en sí misma, en la incestuosa relación con su concepto? ¿O es acaso en la oscuridad de la Historia, concebida como continuum, dónde se nos presentaría la posibilidad de intuir como se consume es claridad?  Y si como plantea en las Tesis sobre la Filosofía de la Historia, la revolución misma entendida por Marx se da como un “salto de tigre” hacia el pasado, ¿cómo comprender ese salto? Pues si no intentamos pensarlo en relación con su punto de partida, con el territorio del que despega, ese salto se vuelve apenas un gesto desproporcionado, una sobreactuación de la historia.
 Para poder retener la imagen de la luz deberemos focalizar la penumbra de su contorno. Entonces este tiempo mesiánico, este tiempo-ahora, nos remitirá, para comprenderlo, al fundamento del continuum histórico que aniquila. La punta del iceberg es el progreso, pero se estaría muy lejos de agotar toda esta concepción de la historia en la crítica de ese concepto. Su fundamento, creemos, se asienta en la estructuración mitológica de nuestra subjetividad, es decir en la visión cristiana del mundo.
En este sentido creemos que la discusión de Benjamin con las posturas cristianas de Schmitt es una respuesta a la teologización de la política, respuesta que toma como primera determinación la forma de una politización de la teología, pero cuyo movimiento final sea quizá el de una descristianización de la política.
 Por ello no enfrentaremos esta concepción de la historia en su manifestación más visible y externa que es la idea de progreso, sino lo abisal del fundamento cristiano que la hace posible. Para ello repondremos algunos conceptos constituyentes del fundamento de esta concepción de la historia como progreso.
I
Teología-política y teología-económica.
Agamben señala en El Reino y la gloria dos paradigmas fundamentales que, presentándose como antinómicos, funcionan como la doble articulación del Ordnung cristiano: la teología-política y la teología-económica u oikonomía. Ensayaremos la articulación de dos de los mayores exponentes de estas tradiciones en el siglo pasado - Carl Schmitt para la teología-política y Erik Perterson para teología-económica. Intentaremos con ello dar cuenta de las particularidades de la construcción de la historia que hace el cristianismo.
El planteo de la teología-política de Schmitt es quizás un intento de desandar el movimiento de la modernidad: devolver la política a la esfera de la teología señalando que los conceptos de la política moderna no son otra cosa que conceptos teológicos secularizados. Por supuesto, sus consecuencias no estarían dadas en la esfera del pensamiento de dichos conceptos, sino en el fundamento que permite este desplazamiento. Así, en Schmitt, la política se plantea la cuestión de la soberanía y su continuidad con el poder de Dios. Los derechos, entonces, de una teología un tanto escéptica de la “desacralización de este mundo”.
Peterson[1], por su parte,  negó contra Schmitt, basándose en la imposible figura de la Trinidad, toda posibilidad de una teología-política al interior de los límites del cristianismo. La analogía como puente que comunicaba la forma eterna del poder con su reflejo temporal estaba, para Peterson, cortado para siempre. El poder de la divinidad trina no podría continuarse en el poder del soberano, puesto que la forma de la trinidad no tendría correlato posible en la limitación de una forma mundana: su imposibilidad desbordaría los estrechos márgenes del mundo. La abstracción de todo referente material en la imagen de la divinidad cristiana la mantendría siempre alejada de la posibilidad de ser re-presentada por un poder terrenal.
Pero lo que Peterson persigue con este cuestionamiento al fundamento del poder terrenal no es la negación de su acción, es decir el gobierno sobre los hombres, sino el exilio a los trasmundos de la soberanía. Lo que cae fuera de este mundo, entonces, no es el poder ni su acción, sino su fundamento. En efecto que habría poder terrenal para Peterson, pero sus contornos serían los de una administración –bajo la forma de un servicio de Dios- que dejaría oculta en la trascendencia todo sentido y dirección de dicha administración, es decir la soberanía. El ámbito de lo público (Öffenlichkeit) -en el sentido más amplio de lo político- ya no será escenario del tormentoso despliegue de la soberanía, mucho menos el de una disputa por ella, sino el de la cansina administración de la gracia. La burocracia del servicio domestico de Dios[2].
Como podemos ver estos planteos son opuestos, irreductibles uno a otro. Ambos autores, sin embargo, han sido catalogados con un título común: “apocalípticos de la contrarrevolución”. Y pensamos, precisamente, que es en este sentido que sus posiciones pueden articularse. Un solo pensamiento de carácter doble: la apocalíptica como el arco en que confluyen las columnas del edificio cristiano de la historia: la economía y la política. Y en este sentido es también la articulación de las tensiones de la historia: el decurso como detención, como contrarrevolución.
El núcleo de esta visión de la historia esta dada por un concepto fundamental que articula ambas posturas y constituye el centro de este decurso de la historia en su vocación contrarrevolucionaria. Surge de la Segunda carta a los tesalonicenses, y da las pautas del modo en que Pablo estructurará la política teológica del naciente cristianismo en función de un “fin de los tiempos” que no llega. Este concepto es el de katechón. Significa en griego “lo que detiene”; es el dique que frena la llegada del anticristo, cuyo acontecer anunciaría el comienzo del fin de los tiempos y la segunda venida del Cristo. Es un intento de Pablo de tranquilizar los ánimos de la comunidad cristiana de Tesalónica que impacientaba los tiempos de la redención. Dice Pablo en la segunda carta a los Tesalonicenses:
6: Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene [al anticristo] a fin de que a su debido tiempo se manifieste.7: Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad; sólo que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea quitado de en medio.
Así, aquello que detiene al anticristo será también la garantía de que la historia no transcurrirá. Como al pasar se nos presenta una consecuencia nada desdeñable de este eterno diferir, y es que esta dilación de la llegada del anticristo es también la de la segunda venida de Cristo, la parusía, que iniciaría la restauración del Reino de Dios. Por lo que al evitarse la llegada del anticristo se evita también la de la redención, es decir la restauración del Reino de Dios.    
Ahora bien, lo que constituya el katechón, qué cosa sea eso “que detiene” la venida del anticristo variará en función de cuál sea el perfil del continuum histórico -esto es de la constitución cristiana de la historia- que se ilumine. Mientras que para Schmitt, desde le punto de vista de la “teología política”, el katechón, “lo que detiene” y garantiza el curso de la historia, es constituido por el Imperio Cristiano, para Peterson lo constituye la no conversión de los judíos, y la Iglesia como su consecuencia inmediata - puesto que sólo puede haber Iglesia en tanto los judíos rechazaron al Mesías-.
Así, aquello que se presentaba en la teoría bajo la forma de los opuestos, teología-política y teología-económica, asume en la práctica este carácter doble al que nos referíamos, puesto que es la Iglesia el fundamento del Imperio Cristiano, como así también es la contraparte de “la no conversión de los judíos” -si ellos hubiesen reconocido al Cristo se hubiese producido el advenimiento del Reino y no el de la Iglesia. En este punto es fundamental una salvedad que introduce Peterson y que es el contenido mismo de 2 Tesalonicenses: la Iglesia sólo es posible porque la parusía no es inminente. Es decir que el tiempo de la redención, que debe darse siempre como un presente (ya que la redención no es la promesa sino su cumplimiento), es transformado en un futuro infinito, en una sumatoria lineal de tiempo. Se articula así la “doble llave” de la apocalíptica cristiana: la Iglesia como Imperio y la Iglesia como administración, es decir como economía y liturgia.
Las fronteras del mundo cristiano se cierran, toda experiencia posible caerá dentro de estas coordenadas. Veamos ahora cuál es la forma específica que toman estos límites cristianos a la experiencia del mundo.
Lo sagrado y lo profano
En una primera instancia podríamos ver en esta limitación cristiana del mundo la demarcación dos territorios: lo sagrado y lo profano. Pero si miramos detenidamente veremos algo más. La palabra “sagrado”, del latín sacer, separar, mienta aquello que se separa de la experiencia y funciona como su fundamento, lo más allá de lo humano; “profano”, del latín profanum: pro, “más allá”, fanum, lugar sagrado: aquello que se encuentra “más allá de lo sagrado”. Entonces en lugar de una delimitación que señalase dos territorios opuestos, tenemos la demarcación, en la experiencia, de un doble límite. Lo sagrado como esa experiencia que encuentra su fundamento más allá de lo humano, y lo profano como un resto más allá de lo sagrado. Así, la limitación del mundo entre lo sagrado y lo profano, lejos de implicar un doble territorio, señala una doble distancia. Una huida, estática o circular, de una parte de la experiencia, a la que no habría acceso: a saber aquella que es fundamento de toda experiencia humana.
No hablamos, entonces, de un “más allá” y de un “más acá”. En tal caso el límite de la experiencia sería sólo uno; una frontera, quizás intransitable como un cordón montañoso, pero una y otra vez intentada, pues detrás de ella la plenitud de la experiencia se agazaparía como un valle. Pero no. De lo que se trata es de una pura distancia, de un caminar en sueños con las piernas petrificadas, recorriendo una ruta de Moebius.
Marx se refirió a esta doble distancia cuando enfrentó la reducción política de la emancipación humana, en Sobre la cuestión judía. La oposición entre el hombre como burgués de la sociedad civil y el ciudadano de la esfera política está sostenida en esta doble distancia de lo sagrado y lo profano.
El ciudadano es la  abstracción del hombre existente, la destilación de su materialidad específica; su producto es una idealidad indiferenciada, equivalente. De modo que la ley y los derechos pueden ser iguales para personas que en la existencia real no lo son. Es aquella célebre ilustración de Anatole France: la ley francesa es igualitaria, prohíbe tanto al rico como al pobre dormir bajo los puentes de París. Pero lo fundamental no está en la sombra del absurdo que se dibuja en los rasgos de la legalidad, sino ese corazón de plomo de la diferencia, que late mudo en la bella estatua de la igualdad. Es esa desigualdad de los hombres existentes que el orden político no puede modificar. Y esto no sólo porque no se lo proponga, sino porque constituye su más íntimo presupuesto. Este devenir presupuesto de lo que en el orden teológico feudal era premisa explícita, es el movimiento fundamental de la emancipación meramente política que Marx critica en Bauer.  
 Por su parte el hombre de la sociedad civil no es tampoco una totalidad concreta, sino el residuo de la destilación anterior. Sus determinaciones no son accesibles desde su propio orden, es decir, desde la economía. El fundamento de este hombre de la sociedad civil está puesto fuera del orden de lo económico; y más allá también de la esfera de la política, puesto que constituye su presupuesto. La lucha al interior de la esfera económica, es decir profana, no podrá jamás cruzar más allá de los límites sagrados que dictan su destino.      
De modo que lo sagrado -fundamento del poder del soberano- estaría más allá de la experiencia humana, en el orden de lo divino; lo profano, más allá de esta esfera divina. Su realidad, por tanto, estaría determinada por un curso inaccesible. La experiencia humana y su fundamento se ven así doblemente desplazados, ya sea tanto en la sacralidad –es decir separación- del fundamento del poder teológico-político, como así también en esa segunda distancia, allende lo sagrado, de la esfera profana de la economía. Esta estructura de doble distancia constituye, en tanto límite de la experiencia, un campo histórico y un horizonte de la experiencia que ya hemos visto: la apocalíptica como marco cristiano de la historia.
Apocalipsis e Historia
 La historicidad cristiana se estructura, entonces, como la administración del suceder entre la muerte y resurrección del Cristo y su segunda venida, o, en otras palabras, entre la nueva alianza y el advenimiento del Reino. El modo en que el advenimiento del Reino se emplaza en el pasado es como renovación de la alianza. Y lo hace a través de la lectura alegórica. Los libros sagrados hebreos pasan, sin más, a convertirse en una escritura griega: “La Biblia”[3]. Pero lo fundamental es la lucha que da el cristianismo por apropiarse del sentido de ese pasado, sentido que no es otra cosa que el futuro. Este pasado, “botín de guerra” por el que lucha el cristianismo, está constituido por las Escrituras hebreas como cristalización espiritual de esa experiencia; y su sentido, es decir su futuro, por la Promesa.
En la Promesa Dios había constituido el sentido de la experiencia pasada como la alianza con Israel. El combustible del tiempo era el pasado que se consumía para consumarse, cuando la promesa se hiciese presente, cuando el Mesías se convierta en ahora. Un tiempo que estaba siempre “a la vuelta de la esquina”.
 En el cristianismo, el ahora del Mesías se transfigura en pasado. La promesa ha sido cumplida. Y con ella la presencia del tiempo se ha cerrado. Surge entonces un nuevo pasado; de modo que el pasado de las Escrituras es absorbido por el futuro de la lectura alegórica de ese segundo pasado: la temporalidad repliega su presencia: todo ha sido consumado. El pasado interpretado queda, así, igualado al futuro. Y no al modo de una proyección del presente, sino como meta, como telos; algo que nos sugiere la imagen con que mostraba Benjamin su idea del transcurso de la historia, ese “huracán que sopla desde el paraíso”. Es decir, ese arremolinarse del pasado en el futuro.  
Estos límites histórico-apocalípticos quedan así separados de toda experiencia humana. Su articulación es la Iglesia, orden y lugar en que pasado y futuro coinciden. Esta confluencia del pasado y el futuro se da, hemos visto, como exclusión del presente. El papel de la Iglesia es entonces el de ser “la que retiene”, la administración del poder en su fundamento “teológico-político”. Un pasado que se precipita hacia un porvenir que nunca se concreta, pero del que recibe su curso como “economía de la salvación”, como advenimiento del Reino.
El sentido alegórico-cristiano del pasado, es decir de la Escritura, esta dado en función entonces del advenimiento, no del Reino. La fórmula escatológica consigue excluir así este vértice y vórtice de la unidad temporal que es el presente. Sólo queda el pasado como advenir, la huella futura y eterna de este “pagadios” del advenimiento del Reino.
Pero teniendo en cuenta la distinción benjaminiana entre alegoría y símbolo deberíamos aclarar algunos puntos sobre esta “lectura alegórica” que hace el cristianismo. Recordemos que para Benjamin la alegoría tenía un particular carácter destructivo, y en esto se oponía radicalmente a los románticos, quienes veían en la alegoría una forma superficial del sentido poético. Para Benjamin el rescate de la alegoría era  una forma de hacer saltar por los aires las pesadas determinaciones de los símbolos que sostenían la perennidad del sentido poético osificado. Esto lo hacía mediante la caducidad, la fugacidad y la muerte que la alegoría introducía en la creación poética como su más puro, aunque siempre último, brillo.
Pero con respecto a la alegoría cristiana estaríamos en presencia de algo opuesto a esta alegoría benjaminiana. En primer lugar podríamos decir que la alegorización cristiana del símbolo judío es, a un mismo tiempo, simbolización de la alegoría. La alegoría cristiana, lejos de actuar sobre la naturaleza mostrando su “fugacidad eterna”, trabaja sobre la promesa judía de redención y su contraparte, la amenaza profética.
 La amenaza profética recaía especialmente sobre la fugacidad, sobre el dolor y lo malogrado de la Alianza; la redención entonces se escondía. Todo esconder, podríamos decir con Benjamin, es esencialmente dejar huellas. ¿Cuál es la huella que deja la amenaza profética? Siguiendo a Martin Buber podríamos decir que es la alternatividad. Una posibilidad fugaz, un instante súbito, intempestivo, en que el peligro podría evitarse. Algo como una salida de emergencia que brilla en un futuro que siempre se está cerrando. Pero nada más. Puesto que esta alternativa no implica la ruptura de la profecía. No es el presente saltando sobre su propia estatura, sino una estructura interna a ese futuro, que incluiría una apertura última en su proceso constante de cierre. Esta apertura en lo que se cierra es lo que diferenciaría la vivencia “profética” de la vivencia “apocalíptica”.
Pero también dice Buber respecto del segundo Isaías: “cuando la historia retiene el aliento la alternatividad calla”. Y es que allí el futuro ha caído ineluctable. Ya no hay nada que decidir, el presente se ha obturado. Sobre esta tendencia interna de la profética judía es que crecerá el cristianismo, no ya como profecía, sino como alegoría de ella: como “historia de la salvación”. Así la alegoría cristiana se erige sobre este simbolismo de la redención; no sobre la fugacidad de la naturaleza, del mundo o de la Alianza. Entonces, el presente de la alternatividad, que implica la profecía mesiánica, se repliega en lo sucedido; un presente antiguo en que se jugaría la salvación: la eternidad fugaz de los tiempos que separan las dos venidas del Siervo de Dios –como cordero sufriente primero, como vencedor y restaurador del Reino después- que propone el segundo Isaías . Entonces, como señala Jacob Taubes, la alternatividad no desaparece, sino que se internaliza. Y podríamos agregar que lo hace al volverse pasado. La alternativa ya no es vértigo y decisión, sino sosiego y reconocimiento. Plantea –dice Taubes- si el hombre ve un cambio de eón en el futuro o si se cierra a lo nuevo que se presenta en la historia[4].  
La alegoría cristiana, entonces, no desvía el curso de la redención profética, sino que construye un dique, y la administra. El tempestuoso curso temporal de la redención, que desbordaba cíclico toda acción, frustrándola, es ahora la eternidad de un presente ido; una temporalidad sin pendiente, un pasado que se une en la lejanía a un futuro interpretado.
Nihilismo y escatología: Pablo y Benjamín
Ahora bien, habría que entender, además, cómo se articula esta temporalidad estática con el nihilismo, cuasi gnóstico, que puede encontrarse en Pablo. ¿El “gemido de la creación” del que habla en Romanos 8:18, es, como dice Taubes, similar al nihilismo como método de la política mundial que propugna Benjamin? Esa “decadencia de lo terreno” de Benjamin, ¿es equivalente a los “dolores de parto de la creación” de Romanos 8:22?
La distinción anterior sobre la alegoría cristiana nos servirá para comprender este punto. Ese nihilismo que plantea Pablo en Romanos, esta caducidad, no se refiere a la naturaleza ni al mundo, del mismo modo en que la alegoría cristiana no se apuntaba al mundo sino a las Escrituras hebreas. Lo dice el propio Taubes:
Pablo se preocupa aquí muy especialmente de la naturaleza. No se trata, por cierto, de una preocupación ecologista. No había visto un árbol en su vida. (…) Intenten encontrar en una carta paulina alguna pausa en esta pasión, en este estar poseído por el único tema que lo mueve. No podrán: lo impregna todo.
(…) A pesar de lo cuál “naturaleza” es una categoría importantísima, una categoría escatológica.
Aquí está el punto central: esa caducidad gira en torno a este “único tema que lo mueve”, ¿cuál es este tema? La redención, y en tal sentido “la Historia”. Naturaleza, lejos de referir entonces al mundo, lo hace, como bien lo señala Taubes, a la escatología.
De modo que cuando Pablo nombra esta caducidad no lo hace refiriéndose, como Benjamin, a la “eterna fugacidad” de la presencia, sino a la continuidad de lo pasado abstracto en la escatología. El “sufrimiento presente” se nombra siempre en función de la “gloria futura”, de modo que la caducidad no afecte al mundo sino a la tradición judía que intenta fagocitar con la interpretación escatológica.
Un ejemplo podría ser la referencia de Pablo al Eclesiastés en Romanos 8:20: Porque la creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza. La caducidad del mundo, que era vanidad de vanidades en el Eclesiastés y que instauraba la presencia en el instante como fugacidad, es ahora apenas un efecto de la esperanza futura, del advenimiento del Reino. Esta esperanza trabaja directamente sobre el pasado conectándolo, como espera, con el Reino por venir. La caducidad en Pablo no es, entonces, la aparición repentina de una grieta, de una fisura en la que podría crecer la alternativa, sino el lacre escatológico que sella la “historia de la salvación”.
Así, el sentido de las Escrituras ya no se encuentra en sí mismo. Tampoco, como en los profetas, está en función del vértigo cíclico de la alternativa, sino que se condensa en el futuro -que es también pasado a través de la interpretación- como despliegue infinito del continuum histórico de la salvación, y cuyo nombre secular hoy es progreso.
II
Benjamin y la historia
Sobre fondo de esta concepción cristiano-capitalista de la historia intentaremos ahora capturar algunos fulgores, invocar esos conceptos demoníacos -ángeles terribles como los que crecen en Duino-  que iluminan la noche de lo que ha sido en tanto que es.
En el Fragmento Político-Teológico encontraremos algunas pautas para acercarnos al modo en que Benjamin piensa la historia; lo demás vendrá de las “Tesis sobre la filosofía de la historia”, y de esa sombra trágica que las camina: la catástrofe.
Sobre el comienzo de el Fragmento político-teológico remarca Taubes un temblor: la presencia de lo concreto. “El Mesías” -dice Benjamin- y no “lo mesiánico”. A esto contrapone Taubes la indiferencia del “como sí” estético de Adorno, donde “lo mesiánico” podría no existir y eso no importaría. En Benjamin no habría lugar para la indiferencia. Las cosas en Benjamin no son “como sí”. De lo que se habla es de la concreción de la presencia del presente. Por eso es “el Mesías” esa consumación del tiempo: está en juego la materialidad de la presencia.
 Pero más significativo aún, sea quizás lo que predica Benjamin de ese Mesías, es decir esta consumación en él del suceder histórico. ¿Por qué? Porque implica que el Reino de Dios no es el telos, la meta al final del “camino amarillo”, de la dynamis histórica. Desde la segunda línea encontramos ya el ataque a la tradición de la escatología cristiana. Esta dynamis histórica implicaría tanto a lo “teológico-político” como a lo “teológico-económico” o “administrativo”, y de este modo a la articulación eclesiástica del katechón, es decir de la Iglesia como dique, se posicionaría como opuesta al Mesías.
Esto, sin embargo, podríamos decir que no es “nada nuevo bajo el sol”. La oposición entre la Iglesia y el Mesías ya había sido planteada. Incluso al interior del cristianismo, recuerden sino al El Gran Inquisidor de Dostoievski: la Iglesia como dique que retiene estos tiempos y frena el advenimiento de los nuevos estancaría las aguas de la historia. Algo huele mal en Roma. Sin embargo en este caso la concepción de la historia es la misma; el cause del tiempo y sus aguas también. No hemos salido de ese “arco que se tensa” desde la muerte del Mesías hasta la restauración del Reino: quizás el mal olor venga de que la historia ha muerto asfixiada de tanto contener la respiración. En tal caso sólo se propondría apurar estos tiempos, una cura en salud para la Historia: “donde era el mundo que advenga el Reino”.
En Benjamin todo es diferente. El aliento mesiánico es la materia de la historia y el mundo su geografía. De allí que del tratamiento de la dynamis histórica pase Benjamin al de lo profano. Cabría pensar que esta instancia de lo profano quedaría también atrapada en el círculo mágico de la economía -y en tal caso de lo “teológico-administrativo”- flanqueada por los horizontes en fuga de lo sagrado. Pero las cosas no son tan sencillas.
Dice Benjamin luego de introducir la idea de lo profano: El orden de lo profano tiene que erigirse sobre la idea de la felicidad. Y es esto, precisamente, lo que permite a Benjamin abrir las murallas del continuum de la historia cristiana. ¿Cómo? Con la estrategia de los Aqueos: el concepto de felicidad que se concede a lo profano esconde en sus entrañas el carácter destructivo de la alegoría. Esta alegoría no es otra cosa que la felicidad como decadencia.
Dice Benjamin: En la felicidad aspira a su decadencia todo lo terreno y sólo en la felicidad le esta destinado encontrarla. Esta decadencia que instaura la felicidad es también el marco de su presencia: la aparición como eterna fugacidad. (Si la aparición de un fantasma se hiciese duradera se volvería una parodia de sí mismo, terminaríamos por acostumbrarnos, preguntarle algo y al fin por ayudarlo; no otra cosa es El fantasma de Canterville. La felicidad, entonces, debe ser siempre destello y decadencia).
Pero hay más; dice Benjamin: Pero igual que una fuerza es capaz de favorecer en su trayectoria otra orientada en una trayectoria opuesta, así también el orden profano de lo profano puede favorecer la llegada del Reino mesiánico.
 Estas fuerzas contrapuestas, la de lo profano atraído hacia la eterna fugacidad de la felicidad, por un lado, y la de la intensidad mesiánica por el otro, se contraponen y potencian al enfrentarse. Ahora bien, ¿qué ha de ser esta relación de magnitudes que en el enfrentamiento y la oposición se potencian? Lo dice el propio Benjamin: el ritmo de la naturaleza mesiánica es la felicidad. Es, pues, ritmo, la relación entre el orden “profano de lo profano” y la “naturaleza mesiánica”.
Ritmo y temporalidad  
Hemos conseguido el nombre de esta relación de lo profano y la naturaleza mesiánica. Pero el nombre no es aún la manifestación plena de algo, sino su negación invertida; su límite y su contorno. En este sentido los nombres son los últimos escondites de la identidad. Deberíamos preguntarnos entonces sobre la naturaleza de esta relación que ha sido llamada ritmo.
Todo ritmo, podríamos decir en una primera aproximación, es la instauración de una espera y su frustración. Una expectativa siempre aplazada, una promesa a punto de fallar y cumplida como excepción. La repetición en que consiste el ritmo no puede ser prevista. No puede ser esperada: si se espera se “pierde el ritmo”. Tiene que surgir irrepetible como un cartucho mojado, como el indulto en el cadalso. Un don que no se otorga porque que estuvo allí desde siempre, agazapado, escondido del futuro, del pasado; como ese despertar antes de morir en el sueño. Dice Octavio Paz: El ritmo realiza una operación contraria a la de relojes y calendarios: el tiempo deja de ser medida abstracta y regresa a lo que es: algo concreto y dotado de una dirección.[5]
El ritmo, podríamos pensar, es el cuerpo del ahora. Y en este sentido es algo fugaz, perecedero; contra el “tiempo vacío y homogéneo” del “historicismo” la fugacidad del ritmo como tiempo-ahora, como cuerpo del tiempo, como cuerpo histórico. Entonces, si el ritmo es el cuerpo del tiempo, los relojes han de ser su espíritu; es decir, la totalización abstracta de su poder encerrada en el sortilegio de la repetición esperable, calculable: la linealidad infinita de un progreso circular. Quizás por esto nos haya contado Benjamin que los revolucionarios franceses, en el crepúsculo el primer día de batalla, disparaban a los relojes de las torres. Y podríamos imaginar que no lo hicieran para amedrentar a la noche ni para sacralizar el día, sino para liberar a la corporalidad del tiempo de ese laberinto circular de la sucesión. Y esto no por bondad o compasión, sino porque necesidad; pues toda revolución no es otra cosa que un ahora estallando como un grito la noche del tiempo.
Pasemos ahora a analizar la articulación del ritmo y la historia.
“Tiempo común” y “cuerpo común”
Así como una base rítmica se forma en la síntesis  producida cuando cada “golpe-ahora” replica los “golpes-pasados” y compromete los “golpes-por-venir”, dando lugar a una materialidad que no se encontrará en cada sonido –por lo demás perdido irremediablemente- sino en el ahora de la totalización, así, podríamos pensar, el tiempo-ahora del Mesías se constituiría como un “tiempo común” en que se encontrarían las generaciones. De modo que este cuerpo del tiempo, que dijimos es el ritmo, se manifiesta, en cada evocación del ahora, como un cuerpo común. Cuando un ahora logra imponer su grito, siempre la suya es una voz múltiple que viene desde más allá de sí misma, y en la que no siempre sus protagonistas se reconocen. Quizás por esta razón es que Benjamin veía en la revolución una lucha por el pasado, una lucha, podríamos decir, por imponer el sentido del ritmo histórico.
Ahora bien, este “cuerpo común” que forma el tiempo-ahora debe tener, a su vez, algún tipo de resonancia en el “cuerpo propio”. Así como la música y su ritmo deben ser actualizados en cada cuerpo que escucha para que el desfile de sonidos y silencios se transforme en música. Podríamos pensar entonces que para que este “tiempo común” pueda volverse “cuerpo común” debe encontrar un modo de anclarse en la carne, de copular con el espacio. Esta resonancia del “tiempo común” en el “cuerpo propio” deberá darse entonces como apertura, es decir, como pasaje del yo al nosotros, del individuo a la masa.
Dos coordenadas regirán entonces a este “cuerpo común”: el “espacio común”, que consiste en la supresión de toda distancia -y que ha sido el perfil privilegiado del abordaje teórico sobre las masas- y el “tiempo común”, como anulación en el ahora de la sucesión temporal del continuum. La masa se constituye, así, cuando toda distancia es aniquilada en el ahora, cuando la multitud de las generaciones pasadas, presentes y futuras relumbran unánimes en el brillo efímero del aquí; es decir, cuando -y también donde- el “cuerpo propio” se prolonga en los otros y en el mundo como en un “cuerpo común”.
Ahora bien, esta formación del “cuerpo común” como resultado de la afluencia del “tiempo común” en el “cuerpo propio” debe darse no sólo en la subjetividad de ese cuerpo sentido, sino también, como hemos dicho, en el mundo. Marx ha señalado[6] a la naturaleza como el “cuerpo inorgánico” de los hombres; y sea quizás en torno a esto que la dispersión de conceptos comience a formar una constelación de sentido. A la naturaleza como “cuerpo inorgánico” podríamos pensarla entonces como contraparte objetiva de este movimiento subjetivo del “tiempo común” y el “cuerpo propio” que desemboca en la formación de un “cuerpo común”. Pero la naturaleza como “cuerpo inorgánico” no puede ser pensada por fuera del marco de nuestro “tiempo común”, tampoco como un agregado de objetos a cada individuo; sino que se constituye como fundamento y contraparte de este “cuerpo común”.
Del mismo modo en que esa totalidad concreta de nuestro cuerpo, que hemos llamado “cuerpo propio”, no surge de sí misma, elevándose por sobre la nada tomado de su propio cabello como el barón de Münchhausen, sino que lo hace a partir de la diferenciación con la madre en ese estado simbiótico en que conforman, madre e hijo, un cuerpo común arcaico -antes de toda existencia del mundo, del objeto o del yo-; así también, la naturaleza como “cuerpo inorgánico” surge de este proceso histórico de diferenciación, en que el “cuerpo común” interno del momento arcaico se actualiza como “cuerpo común” externo en la adultez.
Retornemos ahora con estas determinaciones, finalmente, al Fragmento político-teológico de Benjamin. Tenemos hasta aquí que la relación entre la naturaleza mesiánica y el “orden profano de lo profano” se constituye como un puente rítmico, cuyo extremo es el “cuerpo común”, a través de la alegoría de la felicidad. Y que la felicidad no es más que la persistencia de lo perdido, que siempre se está yendo. De modo que quedarían constituidas dos estructuras temporales opuestas. Relacionadas además a formas contrapuestas de la subjetividad: por un lado la de la inmortalidad, dada como exclusión del presente en el continuum histórico que fundaba el cristianismo bajo el nombre de apocalíptica; por el otro la eterna decadencia de la felicidad, apoyada en el tiempo-ahora del Mesías como “tiempo común”.
 Habíamos visto, además, que este “tiempo común” debía objetivarse, a través de su relación con el “cuerpo propio”, en la formación de un “cuerpo común” que fuera a su vez prolongación en el “cuerpo inorgánico” que constituye la naturaleza. Por lo que esta doble estructura temporal daría lugar a dos concepciones contrapuestas de naturaleza o mundo. Por un lado la naturaleza como “cuerpo inorgánico”, infinitud cualitativa del “cuerpo común”, estructurada en función de la fugacidad del tiempo-ahora, del tiempo mesiánico, como “tiempo común”; por el otro el residuo de la espiritualización escatológica, contraparte del continuum de la historia: la naturaleza como stock, como continuum, cuantitativamente infinito, de objetos.
Catástrofe y felicidad
Pero sobre esto hay algo más que agregar; en el final del texto dice Benjamin: la naturaleza es mesiánica por su eterna y total fugacidad. Aspirar a ella, incluso en esos grados del hombre que son naturaleza, es el cometido de la política mundial cuyo método debe llamarse nihilismo.
   Es decir que existe una pertenencia primigenia de la naturaleza al mesianismo, o por plantearlo de otro modo: el mesianismo es el modo en que le pertenecemos a la naturaleza, es la cifra de nuestra fugacidad. De modo que esta pertenencia es anterior a la estructura temporal del continuum. Pero si esto es así, queda un interrogante aún en pie, ¿Cómo puede darse entonces esta aspiración a la fugacidad, si incluso en la propia esfera de la naturaleza, en esos grados del hombre que son naturaleza y que por tanto son también fugacidad, debemos aspirar a ella? ¿Cómo se genera pues esa distancia que nos compele su búsqueda desde su propio centro? Y esa distancia es precisamente el problema. En palabras de Marx: Lo que necesita explicación, o es resultado de un proceso histórico, no es la unidad del hombre viviente y actuante, [[por un lado]] con las condiciones inorgánicas, naturales, de su metabolismo con la naturaleza, sino la separación entre estas condiciones inorgánicas de la existencia humana y esta existencia activa…
El cómo de esa separación es lo que hemos desarrollada durante la primera parte de esta exposición: la estructura cristiana de la historia como apocalíptica. De modo que ese edificio cristiano de la historia, fundado sobre las columnas de la economía (teológica) y teología-política es la existencia misma de esa distancia, de ese paraguas puesto a la fugacidad del tiempo común; distancia casi inexistente pero intransitable que hace de cada cuerpo un otro. De modo que ahora se explica por sí mismo el cierre del texto de Benjamin:
…[esa aspiración] es el cometido de la política mundial cuyo método debe llamarse nihilismo.
Y es que la destrucción de esta distancia, la aspiración a recuperar ese “cuerpo común” que se prolonga en el mundo como en su “cuerpo inorgánico”, sólo es posible allende el continuum de la historia, allende esas categorías apocalípticas que sostienen la cúpula celeste de la Historia cristiana. Entonces esa recuperación de la fugacidad no podrá darse más que bajo la estrella del nihilismo. A las masas proletarias les esta destinada esta tarea. Tienen la fuerza para destruir estas columnas, pero no lo pueden ver, encadenadas como están, y ciegas en Gaza.
Y es aquí dónde la catástrofe se muestra en su más terrible brillo. No con las pesadas llamas del Dios de los ejércitos, sino con la materia ígnea del tiempo de los astros, de la consumación de la historia en el instante del delirio, del grito multiplicado y los cuerpos desbordados, del incendio del tiempo en esa hora que anuncia Benjamin, en la que el pánico y la fiesta, reconociéndose como hermanos tras una larga separación, se abracen en un levantamiento revolucionario.
              


[1] Peterson, Erik: El monoteísmo como problema político, Trotta, Madrid, 1999.
[2] La administración de lo público por un lado y el servicio de Dios por el otro se condensan, para Peterson, en la palabra liturgia. Pues su sentido etimológico -la palabra griega leitourgía- es el de una acción o encargo público -como cavar una zanja-, y su sentido actual el de servicio de Dios. Para Peterson, entonces, toda acción en el ámbito de lo público se reduce a la administración del mundo y a la alabanza de Dios, es decir a una liturgia.
[3] A este respecto es importante el señalamiento de H. Meschonnic sobre la operación teológico-política en la traducción cristiana de la Biblia judía.
[4] Taubes, Jacob: Del culto a la cultura, Katz Editores, Buenos Aires, 2008, p. 62.
[5] Paz, Octavio: El ritmo, en: El arco y la lira, en O.C., v. I, México, Fondo de Cultura Económica, 1995.
[6] Marx, Karl: Manuscritos económico-filosóficos, Ed. Antídoto, Buenos Aires, 2006.