¿Cómo recoger un pensamiento que se propone
a sí mismo como inaprensible y fugaz? Si el pensamiento de Benjamin sobre la
historia es apenas ese “relampaguear”, ese “relumbrar del recuerdo en el
instante de un peligro”, ¿cómo, entonces, podríamos pretender retenerlo en
nuestras palabras? ¿Congelar un rayo, disecarlo, clavarlo con alfileres en las
taxonomías del pensamiento de la historia? Quizás esta imposibilidad no sea más
que uno de los perfiles de ese pensamiento. Porque además del rayo está la
oscuridad o la noche. El silencio inicial en que se debate la melodía, y en el
que más tarde o más temprano se apagará. Si queremos entonces respetar ese
pensamiento que se niega a pensar el acontecimiento pasado en el decorado de
cartón pintado de un tiempo “vacío y homogéneo”, ¿por qué nosotros deberíamos
actuar de otro modo y asilar ese pensamiento de su constelación de sentido,
empeñándonos en pensar el rayo sin la oscuridad que este desgarra?
Cuando
en el Fragmento político-teológico
dice Benjamin: “el Mesías constituye
la consumación del devenir histórico”, esta claridad que abre el tiempo
mesiánico como un tiempo-ahora (Jetztzeit),
¿tendremos que pensarla en sí misma, en la incestuosa relación con su concepto?
¿O es acaso en la oscuridad de la Historia, concebida como continuum, dónde se
nos presentaría la posibilidad de intuir como se consume es claridad? Y si como plantea en las Tesis sobre la Filosofía de la Historia, la revolución misma
entendida por Marx se da como un “salto de tigre” hacia el pasado, ¿cómo
comprender ese salto? Pues si no intentamos pensarlo en relación con su punto
de partida, con el territorio del que despega, ese salto se vuelve apenas un
gesto desproporcionado, una sobreactuación de la historia.
Para poder retener la imagen de la luz
deberemos focalizar la penumbra de su contorno. Entonces este tiempo mesiánico,
este tiempo-ahora, nos remitirá, para comprenderlo, al fundamento del continuum histórico que aniquila. La
punta del iceberg es el progreso, pero se estaría muy lejos de agotar toda esta
concepción de la historia en la crítica de ese concepto. Su fundamento,
creemos, se asienta en la estructuración mitológica de nuestra subjetividad, es
decir en la visión cristiana del mundo.
En
este sentido creemos que la discusión de Benjamin con las posturas cristianas
de Schmitt es una respuesta a la teologización de la política, respuesta que
toma como primera determinación la forma de una politización de la teología,
pero cuyo movimiento final sea quizá el de una descristianización de la
política.
Por ello no enfrentaremos esta concepción de
la historia en su manifestación más visible y externa que es la idea de
progreso, sino lo abisal del fundamento cristiano que la hace posible. Para ello
repondremos algunos conceptos constituyentes del fundamento de esta concepción de
la historia como progreso.
I
Teología-política y teología-económica.
Agamben
señala en El Reino y la gloria dos
paradigmas fundamentales que, presentándose como antinómicos, funcionan como la
doble articulación del Ordnung
cristiano: la teología-política y la teología-económica u oikonomía. Ensayaremos la articulación de dos de los mayores
exponentes de estas tradiciones en el siglo pasado - Carl Schmitt para la
teología-política y Erik Perterson para teología-económica. Intentaremos con
ello dar cuenta de las particularidades de la construcción de la historia que
hace el cristianismo.
El
planteo de la teología-política de
Schmitt es quizás un intento de desandar el movimiento de la modernidad:
devolver la política a la esfera de la teología señalando que los conceptos de
la política moderna no son otra cosa que conceptos teológicos secularizados.
Por supuesto, sus consecuencias no estarían dadas en la esfera del pensamiento
de dichos conceptos, sino en el fundamento que permite este desplazamiento.
Así, en Schmitt, la política se plantea la cuestión de la soberanía y su
continuidad con el poder de Dios. Los derechos, entonces, de una teología un
tanto escéptica de la “desacralización de este mundo”.
Peterson[1],
por su parte, negó contra Schmitt, basándose
en la imposible figura de la Trinidad, toda posibilidad de una teología-política al interior de los
límites del cristianismo. La analogía
como puente que comunicaba la forma eterna del poder con su reflejo temporal
estaba, para Peterson, cortado para siempre. El poder de la divinidad trina no
podría continuarse en el poder del soberano, puesto que la forma de la trinidad
no tendría correlato posible en la limitación de una forma mundana: su
imposibilidad desbordaría los estrechos márgenes del mundo. La abstracción de
todo referente material en la imagen de la divinidad cristiana la mantendría
siempre alejada de la posibilidad de ser re-presentada por un poder terrenal.
Pero
lo que Peterson persigue con este cuestionamiento al fundamento del poder terrenal no es la negación de su acción, es
decir el gobierno sobre los hombres, sino el exilio a los trasmundos de la soberanía. Lo que cae fuera de este mundo,
entonces, no es el poder ni su acción, sino su fundamento. En efecto que habría
poder terrenal para Peterson, pero sus contornos serían los de una administración –bajo la forma de un
servicio de Dios- que dejaría oculta en la trascendencia todo sentido y dirección
de dicha administración, es decir la soberanía. El ámbito de lo público (Öffenlichkeit) -en el sentido más amplio de lo político- ya no será escenario del tormentoso despliegue de la
soberanía, mucho menos el de una disputa por ella, sino el de la cansina administración
de la gracia. La burocracia del servicio domestico de Dios[2].
Como
podemos ver estos planteos son opuestos, irreductibles uno a otro. Ambos
autores, sin embargo, han sido catalogados con un título común: “apocalípticos
de la contrarrevolución”. Y pensamos, precisamente, que es en este sentido que
sus posiciones pueden articularse. Un solo pensamiento de carácter doble: la
apocalíptica como el arco en que confluyen las columnas del edificio cristiano
de la historia: la economía y la política. Y en este sentido es también la
articulación de las tensiones de la historia: el decurso como detención, como
contrarrevolución.
El
núcleo de esta visión de la historia esta dada por un concepto fundamental que
articula ambas posturas y constituye el centro de este decurso de la historia en
su vocación contrarrevolucionaria. Surge de la Segunda carta a los
tesalonicenses, y da las pautas del modo en que Pablo estructurará la
política teológica del naciente cristianismo en función de un “fin de los
tiempos” que no llega. Este concepto es el de katechón. Significa en griego “lo que detiene”; es el dique que
frena la llegada del anticristo, cuyo acontecer anunciaría el comienzo del fin
de los tiempos y la segunda venida del Cristo. Es un intento de Pablo de
tranquilizar los ánimos de la comunidad cristiana de Tesalónica que
impacientaba los tiempos de la redención. Dice Pablo en la segunda carta a los
Tesalonicenses:
6: Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene [al anticristo] a fin de que a su debido tiempo se
manifieste.7: Porque ya está en
acción el misterio de la iniquidad; sólo que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea
quitado de en medio.
Así,
aquello que detiene al anticristo será también la garantía de que la historia
no transcurrirá. Como al pasar se nos presenta una consecuencia nada desdeñable
de este eterno diferir, y es que esta dilación de la llegada del anticristo es
también la de la segunda venida de Cristo, la parusía, que iniciaría la restauración del Reino de Dios. Por lo
que al evitarse la llegada del anticristo se evita también la de la redención,
es decir la restauración del Reino de Dios.
Ahora
bien, lo que constituya el katechón, qué
cosa sea eso “que detiene” la venida del anticristo variará en función de cuál sea
el perfil del continuum histórico -esto es de la constitución cristiana de la historia-
que se ilumine. Mientras que para Schmitt, desde le punto de vista de la “teología
política”, el katechón, “lo que
detiene” y garantiza el curso de la historia, es constituido por el Imperio Cristiano,
para Peterson lo constituye la no conversión de los judíos, y la Iglesia como
su consecuencia inmediata - puesto que sólo puede haber Iglesia en tanto los
judíos rechazaron al Mesías-.
Así,
aquello que se presentaba en la teoría bajo la forma de los opuestos, teología-política y teología-económica, asume en la práctica este carácter doble al que
nos referíamos, puesto que es la Iglesia el fundamento del Imperio Cristiano,
como así también es la contraparte de “la no conversión de los judíos” -si
ellos hubiesen reconocido al Cristo
se hubiese producido el advenimiento del Reino y no el de la Iglesia. En este
punto es fundamental una salvedad que introduce Peterson y que es el contenido mismo
de 2 Tesalonicenses: la Iglesia sólo es posible porque la parusía
no es inminente. Es decir que el tiempo de la redención, que debe darse
siempre como un presente (ya que la redención no es la promesa sino su
cumplimiento), es transformado en un futuro infinito, en una sumatoria lineal
de tiempo. Se articula así la “doble llave” de la apocalíptica cristiana: la
Iglesia como Imperio y la Iglesia como administración,
es decir como economía y liturgia.
Las
fronteras del mundo cristiano se cierran, toda experiencia posible caerá dentro
de estas coordenadas. Veamos ahora cuál es la forma específica que toman estos
límites cristianos a la experiencia del mundo.
Lo sagrado y lo profano
En
una primera instancia podríamos ver en esta limitación cristiana del mundo la demarcación
dos territorios: lo sagrado y lo profano. Pero si miramos detenidamente veremos
algo más. La palabra “sagrado”, del latín sacer,
separar, mienta aquello que se separa
de la experiencia y funciona como su fundamento, lo más allá de lo humano; “profano”, del latín profanum: pro, “más allá”,
fanum, lugar sagrado: aquello que se
encuentra “más allá de lo sagrado”. Entonces en lugar de una delimitación que
señalase dos territorios opuestos, tenemos la demarcación, en la experiencia,
de un doble límite. Lo sagrado como esa experiencia que encuentra su fundamento
más allá de lo humano, y lo profano
como un resto más allá de lo sagrado.
Así, la limitación del mundo entre lo sagrado y lo profano, lejos de implicar
un doble territorio, señala una doble distancia. Una huida, estática o circular,
de una parte de la experiencia, a la que no habría acceso: a saber aquella que
es fundamento de toda experiencia humana.
No
hablamos, entonces, de un “más allá” y de un “más acá”. En tal caso el límite de
la experiencia sería sólo uno; una
frontera, quizás intransitable como un cordón montañoso, pero una y otra vez
intentada, pues detrás de ella la plenitud de la experiencia se agazaparía como
un valle. Pero no. De lo que se trata es de una pura distancia, de un caminar
en sueños con las piernas petrificadas, recorriendo una ruta de Moebius.
Marx
se refirió a esta doble distancia cuando enfrentó la reducción política de la emancipación humana, en Sobre
la cuestión judía. La oposición entre el hombre como burgués de la sociedad civil y el ciudadano de la esfera política está sostenida en esta doble
distancia de lo sagrado y lo profano.
El
ciudadano es la abstracción del hombre existente, la
destilación de su materialidad específica; su producto es una idealidad
indiferenciada, equivalente. De modo que la ley y los derechos pueden ser
iguales para personas que en la existencia real no lo son. Es aquella célebre
ilustración de Anatole France: la ley
francesa es igualitaria, prohíbe tanto al rico como al pobre dormir bajo los
puentes de París. Pero lo fundamental no está en la sombra del absurdo que
se dibuja en los rasgos de la legalidad, sino ese corazón de plomo de la
diferencia, que late mudo en la bella estatua de la igualdad. Es esa
desigualdad de los hombres existentes que el orden político no puede modificar.
Y esto no sólo porque no se lo proponga, sino porque constituye su más íntimo
presupuesto. Este devenir presupuesto de lo que en el orden teológico feudal era
premisa explícita, es el movimiento fundamental de la emancipación meramente
política que Marx critica en Bauer.
Por su parte el hombre de la sociedad civil no
es tampoco una totalidad concreta, sino el residuo de la destilación anterior.
Sus determinaciones no son accesibles desde su propio orden, es decir, desde la
economía. El fundamento de este hombre de la sociedad civil está puesto fuera
del orden de lo económico; y más allá también de la esfera de la política, puesto
que constituye su presupuesto. La lucha al interior de la esfera económica, es
decir profana, no podrá jamás cruzar más
allá de los límites sagrados que dictan su destino.
De
modo que lo sagrado -fundamento del poder del soberano- estaría más allá de la experiencia humana, en el
orden de lo divino; lo profano, más allá de
esta esfera divina. Su realidad, por tanto, estaría determinada por un curso
inaccesible. La experiencia humana y su fundamento se ven así doblemente
desplazados, ya sea tanto en la sacralidad
–es decir separación- del fundamento del poder teológico-político, como así
también en esa segunda distancia, allende lo sagrado, de la esfera profana de
la economía. Esta estructura de doble
distancia constituye, en tanto límite de la experiencia, un campo histórico y
un horizonte de la experiencia que ya hemos visto: la apocalíptica como marco
cristiano de la historia.
Apocalipsis e Historia
La historicidad cristiana se estructura,
entonces, como la administración del suceder entre la muerte y resurrección del
Cristo y su segunda venida, o, en otras palabras, entre la nueva alianza y el advenimiento del Reino. El modo en que el advenimiento del Reino se emplaza en el
pasado es como renovación de la alianza.
Y lo hace a través de la lectura
alegórica. Los libros sagrados
hebreos pasan, sin más, a convertirse en una
escritura griega: “La Biblia”[3].
Pero lo fundamental es la lucha que da el cristianismo por apropiarse del
sentido de ese pasado, sentido que no es otra cosa que el futuro. Este pasado,
“botín de guerra” por el que lucha el cristianismo, está constituido por las Escrituras hebreas como cristalización
espiritual de esa experiencia; y su sentido, es decir su futuro, por la Promesa.
En
la Promesa Dios había constituido el
sentido de la experiencia pasada como la alianza
con Israel. El combustible del tiempo era el pasado que se consumía para
consumarse, cuando la promesa se hiciese presente, cuando el Mesías se
convierta en ahora. Un tiempo que estaba
siempre “a la vuelta de la esquina”.
En el cristianismo, el ahora del Mesías se transfigura en pasado. La promesa ha sido
cumplida. Y con ella la presencia del tiempo se ha cerrado. Surge entonces un
nuevo pasado; de modo que el pasado de las Escrituras
es absorbido por el futuro de la lectura
alegórica de ese segundo pasado: la temporalidad repliega su presencia:
todo ha sido consumado. El pasado interpretado
queda, así, igualado al futuro. Y no al modo de una proyección del presente,
sino como meta, como telos; algo que
nos sugiere la imagen con que mostraba Benjamin su idea del transcurso de la
historia, ese “huracán que sopla desde el paraíso”. Es decir, ese arremolinarse
del pasado en el futuro.
Estos
límites histórico-apocalípticos quedan así separados de toda experiencia
humana. Su articulación es la Iglesia, orden y lugar en que pasado y futuro
coinciden. Esta confluencia del pasado y el futuro se da, hemos visto, como exclusión
del presente. El papel de la Iglesia es entonces el de ser “la que retiene”, la
administración del poder en su
fundamento “teológico-político”. Un pasado que se precipita hacia un porvenir
que nunca se concreta, pero del que recibe su curso como “economía de la
salvación”, como advenimiento del Reino.
El
sentido alegórico-cristiano del pasado, es decir de la Escritura, esta dado en
función entonces del advenimiento, no
del Reino. La fórmula escatológica
consigue excluir así este vértice y vórtice de la unidad temporal que es el
presente. Sólo queda el pasado como advenir, la huella futura y eterna de este
“pagadios” del advenimiento del
Reino.
Pero
teniendo en cuenta la distinción benjaminiana entre alegoría y símbolo
deberíamos aclarar algunos puntos sobre esta “lectura alegórica” que hace el cristianismo.
Recordemos que para Benjamin la alegoría tenía un particular carácter
destructivo, y en esto se oponía radicalmente a los románticos, quienes veían
en la alegoría una forma superficial del sentido poético. Para Benjamin el
rescate de la alegoría era una forma de
hacer saltar por los aires las pesadas determinaciones de los símbolos que
sostenían la perennidad del sentido poético osificado. Esto lo hacía mediante
la caducidad, la fugacidad y la muerte que la alegoría introducía en la
creación poética como su más puro, aunque siempre último, brillo.
Pero
con respecto a la alegoría cristiana estaríamos en presencia de algo opuesto a
esta alegoría benjaminiana. En primer lugar podríamos decir que la
alegorización cristiana del símbolo
judío es, a un mismo tiempo, simbolización de la alegoría. La alegoría cristiana, lejos de actuar sobre la
naturaleza mostrando su “fugacidad eterna”, trabaja sobre la promesa judía de
redención y su contraparte, la amenaza profética.
La amenaza profética recaía especialmente
sobre la fugacidad, sobre el dolor y lo malogrado de la Alianza; la redención entonces
se escondía. Todo esconder, podríamos decir con Benjamin, es esencialmente dejar
huellas. ¿Cuál es la huella que deja la amenaza profética? Siguiendo a Martin
Buber podríamos decir que es la alternatividad. Una posibilidad fugaz, un
instante súbito, intempestivo, en que el peligro podría evitarse. Algo como una
salida de emergencia que brilla en un futuro que siempre se está cerrando. Pero
nada más. Puesto que esta alternativa no implica la ruptura de la profecía. No
es el presente saltando sobre su propia estatura, sino una estructura interna a
ese futuro, que incluiría una apertura última en su proceso constante de
cierre. Esta apertura en lo que se cierra es lo que diferenciaría la vivencia “profética”
de la vivencia “apocalíptica”.
Pero
también dice Buber respecto del segundo Isaías: “cuando la historia retiene el
aliento la alternatividad calla”. Y es que allí el futuro ha caído ineluctable.
Ya no hay nada que decidir, el presente se ha obturado. Sobre esta tendencia
interna de la profética judía es que crecerá el cristianismo, no ya como
profecía, sino como alegoría de ella: como “historia de la salvación”. Así la
alegoría cristiana se erige sobre este simbolismo de la redención; no sobre la
fugacidad de la naturaleza, del mundo o de la Alianza. Entonces, el presente de la alternatividad, que implica la
profecía mesiánica, se repliega en lo sucedido; un presente antiguo en que se
jugaría la salvación: la eternidad fugaz de los tiempos que separan las dos
venidas del Siervo de Dios –como
cordero sufriente primero, como vencedor y restaurador del Reino después- que
propone el segundo Isaías . Entonces, como señala Jacob Taubes, la
alternatividad no desaparece, sino que se internaliza. Y podríamos agregar que
lo hace al volverse pasado. La alternativa ya no es vértigo y decisión, sino
sosiego y reconocimiento. Plantea –dice
Taubes- si el hombre ve un cambio de eón
en el futuro o si se cierra a lo nuevo que se presenta en la historia[4].
La
alegoría cristiana, entonces, no desvía el curso de la redención profética,
sino que construye un dique, y la administra. El tempestuoso curso temporal de
la redención, que desbordaba cíclico toda acción, frustrándola, es ahora la
eternidad de un presente ido; una temporalidad sin pendiente, un pasado que se
une en la lejanía a un futuro interpretado.
Nihilismo y escatología: Pablo
y Benjamín
Ahora
bien, habría que entender, además, cómo se articula esta temporalidad estática
con el nihilismo, cuasi gnóstico, que puede encontrarse en Pablo. ¿El “gemido
de la creación” del que habla en Romanos
8:18, es, como dice Taubes, similar al nihilismo como método de la política
mundial que propugna Benjamin? Esa “decadencia de lo terreno” de Benjamin, ¿es
equivalente a los “dolores de parto de la creación” de Romanos 8:22?
La
distinción anterior sobre la alegoría cristiana nos servirá para comprender
este punto. Ese nihilismo que plantea Pablo en Romanos, esta caducidad, no se refiere a la naturaleza ni al mundo,
del mismo modo en que la alegoría cristiana no se apuntaba al mundo sino a las Escrituras hebreas. Lo dice el propio Taubes:
…Pablo se preocupa aquí muy especialmente de
la naturaleza. No se trata, por cierto, de una preocupación ecologista. No
había visto un árbol en su vida. (…) Intenten
encontrar en una carta paulina alguna pausa en esta pasión, en este estar
poseído por el único tema que lo mueve. No podrán: lo impregna todo.
(…)
A pesar de lo cuál “naturaleza” es una
categoría importantísima, una categoría escatológica.
Aquí
está el punto central: esa caducidad gira en torno a este “único tema que lo
mueve”, ¿cuál es este tema? La redención, y en tal sentido “la Historia”. Naturaleza, lejos de referir entonces al
mundo, lo hace, como bien lo señala Taubes, a la escatología.
De
modo que cuando Pablo nombra esta caducidad no lo hace refiriéndose, como
Benjamin, a la “eterna fugacidad” de la presencia, sino a la continuidad de lo
pasado abstracto en la escatología. El “sufrimiento presente” se nombra siempre
en función de la “gloria futura”, de modo que la caducidad no afecte al mundo
sino a la tradición judía que intenta fagocitar con la interpretación
escatológica.
Un
ejemplo podría ser la referencia de Pablo al Eclesiastés en Romanos 8:20: Porque la creación fue sujetada a vanidad,
no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza. La
caducidad del mundo, que era vanidad de
vanidades en el Eclesiastés y que
instauraba la presencia en el instante como fugacidad, es ahora apenas un
efecto de la esperanza futura, del advenimiento
del Reino. Esta esperanza trabaja directamente sobre el pasado conectándolo,
como espera, con el Reino por venir. La caducidad en Pablo no es, entonces, la
aparición repentina de una grieta, de una fisura en la que podría crecer la
alternativa, sino el lacre escatológico que sella la “historia de la salvación”.
Así,
el sentido de las Escrituras ya no se encuentra en sí mismo. Tampoco, como en
los profetas, está en función del vértigo cíclico de la alternativa, sino que
se condensa en el futuro -que es también pasado a través de la interpretación-
como despliegue infinito del continuum histórico de la salvación, y cuyo nombre
secular hoy es progreso.
II
Benjamin y la historia
Sobre
fondo de esta concepción cristiano-capitalista de la historia intentaremos
ahora capturar algunos fulgores, invocar esos conceptos demoníacos -ángeles
terribles como los que crecen en Duino- que iluminan la noche de lo que ha sido en
tanto que es.
En
el Fragmento Político-Teológico
encontraremos algunas pautas para acercarnos al modo en que Benjamin piensa la
historia; lo demás vendrá de las “Tesis sobre la filosofía de la historia”, y de
esa sombra trágica que las camina: la catástrofe.
Sobre
el comienzo de el Fragmento
político-teológico remarca Taubes un temblor: la presencia de lo concreto. “El
Mesías” -dice Benjamin- y no “lo mesiánico”. A esto contrapone Taubes la
indiferencia del “como sí” estético de Adorno, donde “lo mesiánico” podría no
existir y eso no importaría. En Benjamin no habría lugar para la indiferencia.
Las cosas en Benjamin no son “como sí”. De lo que se habla es de la concreción
de la presencia del presente. Por eso es “el Mesías” esa consumación del tiempo:
está en juego la materialidad de la presencia.
Pero más significativo aún, sea quizás lo que
predica Benjamin de ese Mesías, es decir esta consumación en él del suceder
histórico. ¿Por qué? Porque implica que el Reino de Dios no es el telos, la meta al final del “camino
amarillo”, de la dynamis histórica. Desde
la segunda línea encontramos ya el ataque a la tradición de la escatología
cristiana. Esta dynamis histórica implicaría
tanto a lo “teológico-político” como a lo “teológico-económico” o “administrativo”,
y de este modo a la articulación eclesiástica del katechón, es decir de la Iglesia como dique, se posicionaría como
opuesta al Mesías.
Esto,
sin embargo, podríamos decir que no es “nada nuevo bajo el sol”. La oposición
entre la Iglesia y el Mesías ya había sido planteada. Incluso al interior del
cristianismo, recuerden sino al El Gran
Inquisidor de Dostoievski: la Iglesia como dique que retiene estos tiempos
y frena el advenimiento de los nuevos estancaría las aguas de la historia. Algo
huele mal en Roma. Sin embargo en este caso la concepción de la historia es la
misma; el cause del tiempo y sus aguas también. No hemos salido de ese “arco
que se tensa” desde la muerte del Mesías hasta la restauración del Reino: quizás
el mal olor venga de que la historia ha muerto asfixiada de tanto contener la
respiración. En tal caso sólo se propondría apurar estos tiempos, una cura en
salud para la Historia: “donde era el mundo que advenga el Reino”.
En
Benjamin todo es diferente. El aliento mesiánico es la materia de la historia y
el mundo su geografía. De allí que del tratamiento de la dynamis histórica pase Benjamin al de lo profano. Cabría pensar que
esta instancia de lo profano quedaría también atrapada en el círculo mágico de
la economía -y en tal caso de lo “teológico-administrativo”- flanqueada por los
horizontes en fuga de lo sagrado. Pero las cosas no son tan sencillas.
Dice
Benjamin luego de introducir la idea de lo profano: El orden de lo profano tiene que erigirse sobre la idea de la felicidad.
Y es esto, precisamente, lo que permite a Benjamin abrir las murallas del continuum de la historia cristiana. ¿Cómo?
Con la estrategia de los Aqueos: el concepto de felicidad que se concede a lo profano esconde en sus entrañas el
carácter destructivo de la alegoría. Esta alegoría no es otra cosa que la felicidad
como decadencia.
Dice
Benjamin: En la felicidad aspira a su
decadencia todo lo terreno y sólo en la felicidad le esta destinado
encontrarla. Esta decadencia que instaura la felicidad es también el marco de su presencia: la aparición como
eterna fugacidad. (Si la aparición de un fantasma se hiciese duradera se
volvería una parodia de sí mismo, terminaríamos por acostumbrarnos, preguntarle
algo y al fin por ayudarlo; no otra cosa es El
fantasma de Canterville. La felicidad, entonces, debe ser siempre destello
y decadencia).
Pero
hay más; dice Benjamin: Pero igual que
una fuerza es capaz de favorecer en su trayectoria otra orientada en una
trayectoria opuesta, así también el orden profano de lo profano puede favorecer
la llegada del Reino mesiánico.
Estas fuerzas contrapuestas, la de lo profano
atraído hacia la eterna fugacidad de la felicidad, por un lado, y la de la
intensidad mesiánica por el otro, se contraponen y potencian al enfrentarse.
Ahora bien, ¿qué ha de ser esta relación de magnitudes que en el enfrentamiento
y la oposición se potencian? Lo dice el propio Benjamin: el ritmo de la naturaleza mesiánica es la felicidad. Es, pues,
ritmo, la relación entre el orden “profano de lo profano” y la “naturaleza
mesiánica”.
Ritmo y temporalidad
Hemos
conseguido el nombre de esta relación
de lo profano y la naturaleza mesiánica. Pero
el nombre no es aún la manifestación plena de algo, sino su negación invertida;
su límite y su contorno. En este sentido los nombres son los últimos escondites
de la identidad. Deberíamos preguntarnos entonces sobre la naturaleza de esta relación que ha sido llamada ritmo.
Todo
ritmo, podríamos decir en una primera aproximación, es la instauración de una
espera y su frustración. Una expectativa siempre aplazada, una promesa a punto
de fallar y cumplida como excepción. La repetición en que consiste el ritmo no
puede ser prevista. No puede ser esperada: si se espera se “pierde el ritmo”.
Tiene que surgir irrepetible como un cartucho mojado, como el indulto en el
cadalso. Un don que no se otorga porque que estuvo allí desde siempre,
agazapado, escondido del futuro, del pasado; como ese despertar antes de morir
en el sueño. Dice Octavio Paz: El ritmo realiza una
operación contraria a la de relojes y calendarios: el tiempo deja de ser medida
abstracta y regresa a lo que es: algo concreto y dotado de una dirección.[5]
El
ritmo, podríamos pensar, es el cuerpo del ahora.
Y en este sentido es algo fugaz, perecedero; contra el “tiempo vacío y
homogéneo” del “historicismo” la fugacidad del ritmo como tiempo-ahora, como
cuerpo del tiempo, como cuerpo histórico. Entonces, si el ritmo es el cuerpo
del tiempo, los relojes han de ser su espíritu; es decir, la totalización
abstracta de su poder encerrada en el sortilegio de la repetición esperable,
calculable: la linealidad infinita de un progreso circular. Quizás por esto nos
haya contado Benjamin que los revolucionarios franceses, en el crepúsculo el primer
día de batalla, disparaban a los relojes de las torres. Y podríamos imaginar
que no lo hicieran para amedrentar a la noche ni para sacralizar el día, sino
para liberar a la corporalidad del tiempo de ese laberinto circular de la
sucesión. Y esto no por bondad o compasión, sino porque necesidad; pues toda
revolución no es otra cosa que un ahora
estallando como un grito la noche del tiempo.
Pasemos
ahora a analizar la articulación del ritmo y la historia.
“Tiempo común” y “cuerpo común”
Así
como una base rítmica se forma en la síntesis
producida cuando cada “golpe-ahora” replica los “golpes-pasados” y
compromete los “golpes-por-venir”, dando lugar a una materialidad que no se
encontrará en cada sonido –por lo demás perdido irremediablemente- sino en el ahora de la totalización, así, podríamos
pensar, el tiempo-ahora del Mesías se constituiría como un “tiempo común” en
que se encontrarían las generaciones. De modo que este cuerpo del tiempo, que
dijimos es el ritmo, se manifiesta, en cada evocación del ahora, como un cuerpo
común. Cuando un ahora logra imponer
su grito, siempre la suya es una voz múltiple que viene desde más allá de sí
misma, y en la que no siempre sus protagonistas se reconocen. Quizás por esta
razón es que Benjamin veía en la revolución una lucha por el pasado, una lucha,
podríamos decir, por imponer el sentido del ritmo histórico.
Ahora
bien, este “cuerpo común” que forma el tiempo-ahora debe tener, a su vez, algún
tipo de resonancia en el “cuerpo propio”. Así como la música y su ritmo deben
ser actualizados en cada cuerpo que escucha para que el desfile de sonidos y
silencios se transforme en música. Podríamos pensar entonces que para que este
“tiempo común” pueda volverse “cuerpo común” debe encontrar un modo de anclarse
en la carne, de copular con el espacio. Esta resonancia del “tiempo común” en
el “cuerpo propio” deberá darse entonces como apertura, es decir, como pasaje
del yo al nosotros, del individuo a la masa.
Dos
coordenadas regirán entonces a este “cuerpo común”: el “espacio común”, que
consiste en la supresión de toda distancia -y que ha sido el perfil
privilegiado del abordaje teórico sobre las masas- y el “tiempo común”, como
anulación en el ahora de la sucesión
temporal del continuum. La masa se
constituye, así, cuando toda distancia es aniquilada en el ahora, cuando la multitud de las generaciones pasadas, presentes y
futuras relumbran unánimes en el brillo efímero del aquí; es decir, cuando -y también
donde- el “cuerpo propio” se prolonga en los otros y en el mundo como en un
“cuerpo común”.
Ahora
bien, esta formación del “cuerpo común” como resultado de la afluencia del “tiempo
común” en el “cuerpo propio” debe darse no sólo en la subjetividad de ese
cuerpo sentido, sino también, como hemos dicho, en el mundo. Marx ha señalado[6]
a la naturaleza como el “cuerpo inorgánico” de los hombres; y sea quizás en
torno a esto que la dispersión de conceptos comience a formar una constelación
de sentido. A la naturaleza como “cuerpo inorgánico” podríamos pensarla entonces
como contraparte objetiva de este movimiento subjetivo del “tiempo común” y el
“cuerpo propio” que desemboca en la formación de un “cuerpo común”. Pero la
naturaleza como “cuerpo inorgánico” no puede ser pensada por fuera del marco de
nuestro “tiempo común”, tampoco como un agregado de objetos a cada individuo; sino
que se constituye como fundamento y contraparte de este “cuerpo común”.
Del
mismo modo en que esa totalidad concreta de nuestro cuerpo, que hemos llamado
“cuerpo propio”, no surge de sí misma, elevándose por sobre la nada tomado de
su propio cabello como el barón de Münchhausen, sino que lo hace a partir de la
diferenciación con la madre en ese estado simbiótico en que conforman, madre e
hijo, un cuerpo común arcaico -antes de toda existencia del mundo, del objeto o
del yo-; así también, la naturaleza como “cuerpo inorgánico” surge de este
proceso histórico de diferenciación, en que el “cuerpo común” interno del
momento arcaico se actualiza como “cuerpo común” externo en la adultez.
Retornemos
ahora con estas determinaciones, finalmente, al Fragmento político-teológico de Benjamin. Tenemos hasta aquí que la
relación entre la naturaleza mesiánica y el “orden profano de lo profano” se constituye
como un puente rítmico, cuyo extremo es el “cuerpo común”, a través de la
alegoría de la felicidad. Y que la felicidad no es más que la persistencia de
lo perdido, que siempre se está yendo.
De modo que quedarían constituidas dos estructuras temporales opuestas. Relacionadas
además a formas contrapuestas de la subjetividad: por un lado la de la
inmortalidad, dada como exclusión del presente en el continuum histórico que
fundaba el cristianismo bajo el nombre de apocalíptica; por el otro la eterna
decadencia de la felicidad, apoyada en el tiempo-ahora del Mesías como “tiempo
común”.
Habíamos visto, además, que este “tiempo
común” debía objetivarse, a través de su relación con el “cuerpo propio”, en la
formación de un “cuerpo común” que fuera a su vez prolongación en el “cuerpo
inorgánico” que constituye la naturaleza. Por lo que esta doble estructura
temporal daría lugar a dos concepciones contrapuestas de naturaleza o mundo.
Por un lado la naturaleza como “cuerpo inorgánico”, infinitud cualitativa del “cuerpo
común”, estructurada en función de la fugacidad del tiempo-ahora, del tiempo
mesiánico, como “tiempo común”; por el otro el residuo de la espiritualización
escatológica, contraparte del continuum de la historia: la naturaleza como
stock, como continuum, cuantitativamente infinito, de objetos.
Catástrofe y felicidad
Pero
sobre esto hay algo más que agregar; en el final del texto dice Benjamin: la naturaleza es mesiánica por su eterna y
total fugacidad. Aspirar a ella, incluso en esos grados del hombre que son
naturaleza, es el cometido de la
política mundial cuyo método debe llamarse nihilismo.
Es
decir que existe una pertenencia primigenia de la naturaleza al mesianismo, o
por plantearlo de otro modo: el mesianismo es el modo en que le pertenecemos a
la naturaleza, es la cifra de nuestra fugacidad. De modo que esta pertenencia
es anterior a la estructura temporal del continuum.
Pero si esto es así, queda un interrogante aún en pie, ¿Cómo puede darse
entonces esta aspiración a la fugacidad,
si incluso en la propia esfera de la naturaleza, en esos grados del hombre que son naturaleza y que por tanto son
también fugacidad, debemos aspirar a ella? ¿Cómo se genera pues esa distancia
que nos compele su búsqueda desde su propio centro? Y esa distancia es
precisamente el problema. En palabras de Marx: Lo que necesita explicación, o es
resultado de un proceso histórico, no es la unidad del hombre viviente y
actuante, [[por un lado]] con las condiciones inorgánicas, naturales, de su
metabolismo con la naturaleza, sino la separación entre estas condiciones
inorgánicas de la existencia humana y esta existencia activa…
El cómo de esa separación es lo que
hemos desarrollada durante la primera parte de esta exposición:
la
estructura cristiana de la historia como apocalíptica. De modo que ese edificio
cristiano de la historia, fundado sobre las columnas de la economía (teológica) y teología-política
es la existencia misma de esa distancia, de ese paraguas puesto a la fugacidad
del tiempo común; distancia casi inexistente pero intransitable que hace de
cada cuerpo un otro. De modo que
ahora se explica por sí mismo el cierre del texto de Benjamin:
…[esa
aspiración] es el cometido de la política mundial cuyo método debe llamarse nihilismo.
Y
es que la destrucción de esta distancia, la aspiración a recuperar ese “cuerpo
común” que se prolonga en el mundo como en su “cuerpo inorgánico”, sólo es
posible allende el continuum de la historia, allende esas categorías
apocalípticas que sostienen la cúpula celeste de la Historia cristiana. Entonces
esa recuperación de la fugacidad no podrá darse más que bajo la estrella del
nihilismo. A las masas proletarias les esta destinada esta tarea. Tienen la
fuerza para destruir estas columnas, pero no lo pueden ver, encadenadas como
están, y ciegas en Gaza.
Y
es aquí dónde la catástrofe se muestra en su más terrible brillo. No con las
pesadas llamas del Dios de los ejércitos, sino con la materia ígnea del tiempo
de los astros, de la consumación de la historia en el instante del delirio, del
grito multiplicado y los cuerpos desbordados, del incendio del tiempo en esa
hora que anuncia Benjamin, en la que el
pánico y la fiesta, reconociéndose como hermanos tras una larga separación, se
abracen en un levantamiento revolucionario.
[1] Peterson, Erik: El monoteísmo como problema político, Trotta, Madrid, 1999.
[2]
La administración de lo público por un lado y el servicio de
Dios por el otro se condensan, para Peterson, en la palabra liturgia. Pues su
sentido etimológico -la palabra griega leitourgía-
es el de una acción o encargo público -como cavar una zanja-, y su sentido
actual el de servicio de Dios. Para Peterson, entonces, toda acción en el
ámbito de lo público se reduce a la
administración del mundo y a la alabanza de Dios, es decir a una liturgia.
[3] A este respecto es importante el
señalamiento de H. Meschonnic sobre la operación teológico-política en la
traducción cristiana de la Biblia judía.
[4] Taubes, Jacob: Del culto a la cultura, Katz Editores, Buenos Aires, 2008, p. 62.
[5] Paz, Octavio: El ritmo, en: El arco y la
lira, en O.C., v. I, México, Fondo de Cultura Económica, 1995.
[6] Marx, Karl: Manuscritos económico-filosóficos, Ed. Antídoto, Buenos Aires,
2006.