domingo, 28 de febrero de 2016

Jornadas León Rozitchner: contra la servidumbre voluntaria



Celebración de un pensamiento
Por Cristian Sucksdorf y Diego Sztulwark

Antes que nada quizás sea necesario confesar que partimos de una enorme alegría. No sólo de la alegría que nos produce la posibilidad de presentar este libro, que reúne las ponencias leídas en las jornadas León Rozitchner: contra la servidumbre voluntaria organizadas durante agosto de 2014 por el Departamento de investigación del Museo del libro y de la lengua de la Biblioteca Nacional, sino también de una alegría anterior, que ahora la alegría de este libro prolonga. Pues estas jornadas sobre León Rozitchner (1924-2011) han sido fundamentalmente un ejercicio alegre y colectivo de reflexión. No se intentó un reglamentado homenaje a su figura, sino la celebración desbordante de su pensamiento. Pues la celebración, en palabras del propio Rozitchner, es “la alegría que el cuerpo siente cuando la verdad pensada nuevamente destella...” El (re)encontrarse, entonces, con una verdad que los cuerpos pueden, pero aún no saben; llegar a saber esa verdad en el destello que actualiza el poder ignorado del cuerpo en un poder colectivo, en esa cooperación de los cuerpos que llamamos pensamiento. Celebrar un pensamiento es inervarlo en un cuerpo colectivo, sostenerlo para prolongar esa verdad pensada en la soledad de un solo cuerpo en el campo más amplio de un saber colectivo. Hacer entonces del pensamiento una política; y de la política alegría o emancipación: tal la aspiración última de la celebración.
Y es en este sentido que el título mismo de las jornadas, la apelación a Etiénne de la Boitié y a su preocupación libertaria por la producción de un deseo de obediencia como componente de la dominación política, constituyó un marco adecuado para celebrar el pensamiento de Rozitchner.
Las jornadas constituyeron un momento importante, junto a la publicación de sus proliferas Obras, en el proceso iniciado hace ya unos años de puesta en consideración pública de un trabajo prolifero y original, como es el de Rozitchner, cuya importancia se medirá por las apropiaciones que de él puedan hacerse en adelante. Y es por esto que estas apropiaciones posibles llevan implícito el desafío del acercamiento del pensamiento del autor a las nuevas generaciones.  

Los textos que aquí se recogen reproducen el orden de las mesas de ponentes convocadas por el museo. En ellas se recogen aspectos diferentes de la obra y la personalidad de León Rozitchner, y, como es de esperar, desde los más variados sitios de enunciación. 

lunes, 22 de febrero de 2016

Homosexualización de la sexualidad

El gran mensaje de Foucault en el primer tomo de Historia de la sexualidad radica en el rechazo de la “hipótesis represiva” de Reich, Marcuse y Reiche: según Foucault la sexualidad no es algo que “en el capitalismo” sea reprimido, sino algo que en esa época principalmente es producido. “En realidad, se trata más bien de la producción misma de la sexualidad, a la que no hay que concebir como una especie dada de naturaleza a la que el poder intentaría reducir… [sexualidad] es el nombre que se puede dar a un dispositivo histórico: no una realidad por debajo... sino una gran red superficial, donde la estimulación de los cuerpos, la intensificación de los placeres, la incitación al discurso, la formación de conocimientos, el refuerzo de los controles (…) se encadenan unos con otros.”[2]Las cuatro figuras principales de este dispositivo, creadas en el siglo XIX, son la mujer histérica, el niño que se masturba, la pareja que planifica la familia y el adulto perverso. A esta constelación histórica -y sólo a esta- la señala Foucault como el dispositivo de la sexualidad, y lo coloca entonces, algo vagamente y con un préstamo de Levi-Strauss que no menciona, frente del “dispositivo de alianza”[3]de las formaciones sociales anteriores.
De la vinculación del concepto de dispositivo de sexualidad con estas cuatro figuras surge una limitación del concepto a la época cultural que va desde el siglo XIX hasta -dicho grosso modo- mediados del XX. Pues en la segunda mitad del siglo XX, a más tardar en su final, el conjunto de estas cuatro figuras se disuelve y en su lugar aparecen la mujer igualada al hombre, el hombre igualado a la mujer, la pareja que se masturba, el niño abusado… ¿Qué nombres podemos dar al dispositivo que se prepara, si el nombre “sexualidad” se adjudica a una formación extinta? Cuando Foucault escribe Historia de la sexualidad, las cuatro figuras principales del dispositivo de sexualidad estaban completamente descompuestas y se disponían desaparecer de la escena histórica. Hay una cierta comicidad en este desencanto: la hipótesis de Foucault que en los años ‘80 asumió como discurso dominante, operaba con una figura que en ese momento histórico ya estaba tan agotada como la hipótesis de la represión, en cuyo lugar había sido colocada.
Foucault en verdad no había concebido el dispositivo de sexualidad como un diagnóstico epocal, pero sus efectos sí se desplegaban como si lo fuera. Más acertado me hubiese parecido designar para cada época su propio dispositivo de sexualidad. En Sexualidad y lucha de clases[4] de 1968, libro al que Foucault se refiere varias veces sin nombrarlo,[5] yo había diferenciado -como representante de lo que Foucault llamó “hipótesis represiva”- entre represión de la sexualidad en el alto capitalismo (Hochkapitalismus) y su integración manipulada en elcapitalismo tardío (Spätkapitalismus). Sin duda una construcción errónea que vivió del espíritu de aquellos tiempos, pero así y todo una construcción que restringe por su parte fuertemente la “hipótesis represiva” de la que con tanta vehemencia se aparta Foucault.
Historia de la sexualidad comienza en La voluntad de saber con una gran promesa, casi presuntuosa en la pose y finalmente agotada como un co-disertante de estudios antiguos de la Escuela de los Annales. Ninguna otra obra de Foucault es tan convencional como El cuidado de sí, tercera parte de la trilogía Historia de la sexualidad. Y es ésta, al mismo tiempo, la obra que trata más directamente del cuerpo que se observa a sí mismo.
¿Por qué Foucault renuncia a la tan rica y exitosa cosecha de ese prometedor concepto de dispositivo de sexualidad -aunque también podría decirse que la cede a la teoría del sistema? A pesar de todo se podía esperar del recurso de Foucault a la sexualidad antigua en Historia de la sexualidad II y III una respuesta a la pregunta sobre los antecedentes del dispositivo de sexualidad. Foucault, como más de un post-estructuralista después de él, debió abandonar ese concepto apenas encontrado porque poseía una fuerza integradora, ordenadora. Es que precisamente como concepto integrador y ordenador desmentiría el núcleo más íntimo del discurso o de la doctrina de Foucault como una “anticiencia”, de modo que los discursos/prácticas surgirían eruptivos[6] e inexplicables de la avasalladora contingencia de las cosas. Obviamente el dispositivo de sexualidad como concepto funcionaba demasiado bien; por eso inmediatamente advierte Foucault en sus lecciones de 1976 sobre “los efectos de poder centralizadores… que están [en el] discurso científico organizado”.[7] Conservar el concepto dispositivo de sexualidady con ello reconocer una cadena genealógica de conocimiento, debería desembocar más tarde o más temprano en un reconocimiento de cierta paternidad del marxismo y del estructuralismo. Contra esto, como contra cualquier tipo de afiliación, Foucault lucha sin embargo furiosamente. En el prólogo a la edición alemana de Las palabras y las cosas, fue importante para Foucault injuriar a todos lo que lo tildaban de estructuralista. “Yo no podía hacer entrar en sus pequeñas cabezas -exclamaba allí- que no había utilizado el método, los conceptos o las palabras clave que caracterizan los análisis estructuralistas”.[8] Con esto ofrece una manera significativa de reconocer cuán afecto es él a grabar una escritura en el cuerpo (aquí: en las pequeñas cabezas de sus lectores y oyentes). Él mismo es esa inscripción. Esto repentinamente -y de ningún modo a través de un hilo generacional- facilita la aparición de nuevos discursos y prácticas de una violenta masa de poder que se corresponde con la imagen de sí de su propio corpus teórico: no estar sujetado en una cadena significante de predecesores… Marx, Freud, Levi-Strauss y Lacan. Nos volvemos testigos de una fantasía de auto-creación sexual.
¿Se puede considerar a esta posición como sustituta de aquella negada a Marx por Foucault? Marx describe la acumulación originaria capitalista como un doloroso proceso de apropiación y transformación del cuerpo pre-proletario al servicio y con el fin del poder [de la forma] D-M-D [dinero-mercancía-dinero]. Cuando Marx habla por ejemplo de los “poros de la jornada laboral”, y desde allí, de que el nuevo régimen invade todo para poder convertir en una segunda naturaleza el orden de la temporalidad capitalista, usa la metáfora corporal de los poros como el quid pro quo [esto por aquello] del poder: el ritmo de la producción maquinizada penetra con su nueva medición del tiempo en todos los “poros” de la jornada, y de este modo atraviesa los poros de la piel del trabajador. Que la metáfora foucaultiana de la inscripción del poder en el cuerpo haya sido percibida como algo tan fenomenalmente nuevo en los años 70, se debe a una práctica de poder en la producción del saber: para que el mensaje de Foucault pudiese ser leído como lo nuevo, debía el de Marx ser cancelado como lo viejo.
En todo diagnóstico epocal se condensa una tendencia y esto oculta su carácter paradójico, su pertenencia a un contramovimiento. Todo diagnóstico epocal manejable, mediáticamente exitoso, vive de la condensación y del consiguiente ocultamiento de la complejidad. Esto no es válido sólo para Marcuse o para Foucault. En el momento en que el libro La incapacidad para el duelo de Alexander Mitscherlich diagnosticaba la imposibilidad de hacer duelo, Alemania ya se preparaba para reelaborar su propio crimen de una manera sin precedentes y sospechosa. Los alemanes demostraron, en el momento en que su incapacidad era diagnosticada, una peculiar capacidad para el luto. No es la última causa para esto el hecho de que duelo es un concepto sistemáticamente erróneo para el tema que se debe comprender. Los seres humanos pueden hacer duelo, los pueblos pueden inventar y mantener rituales de duelo. En una visión histórica retrospectiva el diagnóstico epocal de Mitscherlich funcionó como un preludio que medió en la formación de nuevos modos de rituales de duelo en Alemania; justamente en su falsedad este diagnóstico epocal fue exitoso. Esto vale para todos los diagnósticos epocales en general: para los hombres flexibles, para la sociedad del riego, para elsexismo, para la debilidad del yo, y en todo caso para todo lo que aparezca con el predicado “nuevo”.
Con esta carga de preconceptos, decliné sin embargo mi resistencia contra el asunto de los diagnósticos epocales e intenté traer el entero dispositivo de la sexualidad a la línea de fuga empírica del presente y darle un nombre:homosexualización de la sexualidad. Esto no se refiere a una indeterminada igualación de los sexos entre sí, sino a un acercamiento del mundo heterosexual al homosexual, de la cultura de la mayoría a la de la supuesta minoría. El modo de vida homosexual, tal como ha sido conformado en las metrópolis del mundo occidental desde los años setenta, da forma al estilo de vida heterosexual y se vuelve -sin ser reconocido como tal- su modelo. La subcultura homosexual había tenido aquí, como a menudo es característico de las culturas minoritarias y marginales, una función pionera para la sociedad en su conjunto.
Que esto es así puede verse también en el destino del significado de la palabra “homosexual”, que está en camino de desaparecer de la lengua. En el sistema de clasificación medico internacional en vigor, el ICD-10, la homosexualidad como diagnóstico ha sido anulada; la fórmula registrada como “concubino del mismo sexo” rehúye la palabra en el nivel jurídico, tanto como los “Schwulen” (gays) o las “lesbianas” la evitan para designarse a sí mismos. Las nuevas designaciones son entusiastamente adoptadas por la cultura de la mayoría, como si quisiese con esa adopción librarse de la sombra de los prejuicios. En este destino del sentido de la palabra también está contenido un destino de pulsiones: Schwul (marica) era la palabra con que la cultura de la mayoría expresaba su desprecio, hasta que el movimiento homosexual alemán que comenzó en la década de los ’70 se designó como Schwulbewegung (“movimiento marica”) e hizo del desprecio un arma. Mientras la cultura de la mayoría adoptó el nuevo uso -y los Schwulen (gays) lo toleraron- la huella de la persecución fue eliminada. La palabra homosexual quedó libre para un nuevo uso.
¿Cómo es esta línea de fuga empírica? Cinco marcas la definen:
1. Transformación de la estabilidad en movilidad. La autorrealización de cada individuo al interior de la pareja -Foucault hablaría de “técnicas de sí”- requiere una alta movilidad geográfica, que es preferida a la estabilidad de la alguna vez exitosa forma de vida patrilocal. Martin Dannecker y yo diagnosticamos esta modalidad ya en 1973, en una investigación empírica sobre la forma de vida de los hombres homosexuales, en la que entre otras cosas reconstruimos su biografía profesional. Sabíamos que de la superficie estática de nuestra investigación devendría un sesgo de clase media, es decir, una sub-representación de las clases bajas, y reconstruimos -en parte para debilitar la esperada crítica a nuestro relevamiento de datos- el enorme potencial de movilidad vertical y horizontal de los homosexuales. Con ayuda del concepto de Marx de la esfera de la circulación(Zirkulationssphäre) parafraseamos a los homosexuales como precursores de un “frente de circulación” (Zirkulatiosfront). La tendencia podía leerse de un modo particularmente notable en dos indicadores: una inédita movilidad ascendente profesional -y por ello mismo social-, y la predisposición, en caso de necesidad, a sacrificar para ese ascenso la relación de pareja.
2. Transformación de la monogamia en monogamia secuencial. La ética del matrimonio reconocible -“hasta que la muerte los separe”- pierde su estatus de incondicionalidad y palidece como una función orientadora junto a otras. El lugar de las viejas formas -matrimonio más vida de soltero como forma residual- es ocupado por una pluralidad de formas de soltería y de pareja. Para denominar esta línea de desarrollo ya han sido inventadas varias palabras-clave sociológicas y de mundos de la vida: familias de fin de semana, madre soltera o padre soltero, actual pareja, formas de socialización matrilocal o bilocal, concubinos de pensión, matrimonios secuenciales. La pareja sólo permanece junta mientras los valores comunes, negociados y postconvencionales trazan una intersección común. Antony Giddens habla con euforia afirmativa de “pure relation[9] [relación pura], y ve esta tendencia realizada particular y ejemplarmente por los homosexuales.
Junto a esto, entretanto, no asoman ya nuevos tipos de relaciones y familias, sino últimas formas de asociación y auto-estilizaciones, que entran en escena como formas de vida con sus propios derechos, y que se podrían denominar, junto a Slavoj Žižek, como “identidades híbridas”. Un ejemplo sería: una pareja de lesbianas sordas -que no consideran su sordera como una discapacidad, sino como la pertenencia a una minoría cultural- busca en un banco de esperma un donante anónimo que sea sordo para realizar la inseminación artificial y fundar así una familia de sordos, y con ello anular desde un punto de vista totalmente autojustificatorio el Diagnóstico Genético Preimplantacional (DGP). Es de hecho un “niño de diseño” el que viene al mundo, al que se le evitan los “matadores” del DGP, vanagloriándose de su buena acción a favor de la cultura: un niño de anti-diseño. En tanto, Gauvin -que así se llama el niño- ha nacido y sus dos madres lesbianas, Sharon Duchesneau y Candace McCullough, aclararon repetidas veces que “ellas se hubiesen alegrado de un niño que pudiese oír, de modo que en ningún caso hubiesen eliminado el embarazo si hubiese sido indicada esa posibilidad en el informe prenatal”.
Además de esto, se da en las parejas homosexuales -tanto en las “uniones civiles” como en las “parejas de hecho”- una tendencia masiva al deterioro -o a la “recodificación”- de la determinación de que la monogamia tiene que ser monogamia sexual. Cada vez más se negocia qué prácticas sexuales, en qué lugares, con qué frecuencia y con quién, no ponen en peligro la pareja y, por lo tanto, son permitidas y qué tipos de pareja, prácticas y encuentros están prohibidos. Esta tendencia no retrocederá ante el mundo heterosexual.
3. Transformación a parejas sin hijos. Tener hijos pierde su antiguo carácter de imperativo cultural universal y absoluto. La palabra clave para esto fue acuñada ya en los años ’70: “dinky” (double income, no kids) [doble ingreso sin hijos]. Esta tendencia no sólo puede leerse estadísticamente, sino también, y de un modo drástico, en la transformación, dentro de las humanidades y los estudios culturales, del sentido de “sex” [sexo] por el de “gender” [género]. Dondequiera que el concepto de gender [género] se convierta en la metáfora principal en la que se da la negociación de la autoreferencia sexual y de los ideales de una post-identidad performativa, la crianza de hijos no tiene más posibilidades, toda vez que no se puede tener hijo solamente con el gender [género], sino únicamente con el sex[sexo], en forma elaborada tecnológicamente o cómo sea.
Para Judith Butler, el cuerpo, por decirlo así, se deshizo de cada memoria de su historia biológica, que desde la infancia, juventud mediante, alcanza la adultez y de allí continúa a la vejez y la muerte. Para Butler el sex [sexo] en su triple sentido de tener sexo (o hacer el amor), ser sexy y la función procreativa, no tiene más lugar. La excitación y el orgasmo aparecen en su obra tan poco como la crianza de hijos o la procreación. Ella piensa en y para un mundo de juventud-adultez duradera, en el que no tienen hijos y no envejecen, en el que están fuera del ciclo biológico. Son los seres humanos de la tabla central de El jardín de las delicias de El Bosco o los hombres y los homínidos de Matrix. Por este camino Butler hace una oferta atractiva a todos lo que no quieren comprometerse o “atarse” sexualmente. Esta oferta es especialmente interesante para las mujeres que -respetuosas de la moral convencional- están en el conflicto de coming-out [salir del closet]. Debajo del nuevo manto protector de la degendering [des-generización], como en la nueva autoatribución alrededor de las teorías de género y el feminismo, ese conflicto tradicional, como en las generaciones anteriores, puede quedar implícito en el futuro. Esto tiene también un lado positivo: para la mujer, en la dimensión histórico-cultural, objeto sexual y fin sexual no están tan fuertemente soldados como para el hombre. En el volverse reflexiva de la moral en la historia reciente, esa soldadura se muestra, por primera vez por derecho propio, cada vez más suelta, y se vuelve visible ahora como nueva forma de expresión cultural. Tal organización es la siguiente: mujeres mayores de 40 o 45, o incluso más años, comienzan una relación de pareja homosexual. No deben sufrir necesariamente por ello una salida del closet comparable en nuestra cultura a la del hombre -y puede ser más fácil para ellas que, luego del fin de esa relación homosexual, no se comprometan nuevamente en un vínculo homosexual y no se reconozcan autoperformativamente como lesbianas.
4. Transformación del coito en onanismo y en ejecución de prácticas para-coitales. Casi todas las investigaciones científicas serias de los comportamientos sexuales coinciden en el hecho de que en las sociedades industriales desarrolladas el mundo heterosexual se vuelve cada vez más inactivo: decreciente frecuencia del coito, decrecientes relaciones extramatrimoniales, descenso relativo del sentido del coito al interior del total sexual outlet[10] [mercado sexual total]. El tabú sobre la masturbación se vuelve cada vez más permeable. El mandato del coito como constitutivo de las parejas -acatar los deberes conyugales- pierde fuerza. Lo que “corre” sexualmente, llega cada vez más al ámbito de una negociación moral discursiva. Esto ha sido siempre así para los homosexuales. En el mundo heterosexual esta tendencia comenzó con la igualación de las primeras experiencias coitales y masturbatorias de las mujeres a las de los hombres. Aquí son legibles dos efectos sorprendentes y estadísticamente representativos del ’68. El salto estadístico “hacia arriba” tiene lugar con los nacidos entre 1950 y 1954, esto es con las mujeres que en 1968 tenían entre 14 y 18 años. Las mujeres ya no son “iniciadas en el amor” por los hombres; ellas se inician a sí mismas.
Al mismo tiempo surgen las comunicaciones sexuales, designadas como cibersexo o sexo virtual. Principalmente, no consisten en otra cosa que en la autosatisfacción con la ayuda de presentaciones de imágenes tecnológicamente avanzadas. Pero, sin embargo, esto no queda aquí. Bosquejo cuatro casos límites debido a su claridad:
a) A pone una imagen/palabra en la red y B se excita sexualmente por esto. Pero A puede ser también una persona particular actuando sexualmente o un proveedor profesional de porno no-excitable. Las técnicas modernas de procesamiento y edición de imágenes hacen posible, además, que cada uno pueda crear una nueva imagen del (propio) cuerpo a partir de las fotografías.
b) A+B son personas -por cierto, en su abrumadora mayoría hombres- y se “encuentran” en una sala de chat. Cada uno subió una imagen/palabra de sí mismo a la red, y entonces se citan en una comunicación sexual vía internet. Probablemente se exciten mutuamente hasta que cada uno por separado se aboque al placer final de la masturbación.
c) A+B se citan fuera del chat a continuación de la comunicación (sexual) en el teléfono o en algún otro lugar “real”. Esto tendría poco que ver con lo virtual ocyber aunque sea llamado así.
d) De cibersexo se podría hablar, en sentido estricto, sólo para el sexo interactivo y retroconectado con cascos y aparatos que conecten el pene o el clítoris, que midan la excitación sexual (por ejemplo a través de las fluctuaciones del volumen del pene o de un registro de la lubricación) y tomen los datos de medición como base para regular el flujo de imágenes online.
Más interesante y desconocida es, sin embargo, una tendencia que no puede ser expresada en números. El orgasmo como criterio de “placer final” (Freud) probablemente pierda significado. Luego de la “obsesión del orgasmo”, que la revolución sexual de los años ‘60 había condenado vehementemente al tiempo que con la misma vehemencia la practicaba, era esperable en algún momento una distención de este campo. La tendencia de la que hablo consiste, no obstante, en otra cosa. Son cada vez más observables formas de asociación heterosexuales, en las cuales dentro de un modo convencional de valoración claramente tiene lugar algo sexual, pero que el punto cumbre que alcanzan o al que en general aspiran es obviamente no sexual. Al respecto, por caso, pertenecen los proyectos de los grupos sadomasoquistas que, planeados exhaustivamente, acordados en detalle y meticulosamente realizados, pueden llevar un fin de semana completo sin que tenga que tener lugar una descarga en el orgasmo. En el discurso del saber, por cierto, esta tendencia encuentra su expresión en que, especialmente en el contexto teorético y sistemático, es exigida una “abolición del orgasmo”, porque no existiría tal cosa como lo que esa obsoleta palabra designa.
5. Transformación de la regla del fetiche. Ambos integrantes de la pareja, ya no sólo la mujer, deben mostrarse sexys; esto significa imponer atributos fetichistas al propio cuerpo. Anteriormente quizás había un agregado de belleza si el hombre era atlético, pero de no ser así, el hombre podía de todos modos ser atractivo. Ahora ambos integrantes de la pareja deben tener cuerpos estilizados, perfumados y vestidos de un modo que enfatice los atributos sexuales. La frase de Lacan “El hombre tiene el falo, la mujer es el falo (de los hombres)” si bien mantiene su verdad comprensible, pierde sin embargo cada vez más su sostén empírico. El hombre a partir de ahora debe darse forma a sí mismo en función de la imagen con la que él, en la época cultural pasada, había formado a la mujer como fetiche. Si como resultado de esta transformación la tensión de los sexos [Geschlechterspannung], concebida como una tensión en el hombre y en la mujer, disminuye, o si solamente es debilitada la polarización de los roles de los sexos, suscrita por la fuerza, es una pregunta apasionante a la que aún no puede darse respuesta. El concepto de “tensión de los sexos”[11] [Geschlechterspannung] alude en todo caso a un juego internalizado de relaciones de objeto y, por lo tanto, a una estructura psíquica. El concepto de roles de los sexos [Geschlechtsrollen] remite a estilos de comportamiento, de percepción y de regulaciones afectivas. Estas últimas, naturalmente, están asimismo ancladas en “profundidad”; los modelos interpretativos basados en estereotipos de género se remontan lejos en la historia, pese a esto los roles sexuales pueden modificarse, sin que por esto se vea afectada la estructura psíquica.
La transformación de la regla del fetiche se deja ver de un modo especialmente representativo en las tres etapas micro-históricas de la imposición de los Fitness-Centers [gimnasios]: este movimiento comienza con los homosexuales, que aquí también cumplen la función de vanguardia. Hacia fines de los años ’70 la “autoexpulsión de la feminidad”, como lo había llamado Martin Dannecker, se volvió para los homosexuales un deber. Incluso los Tücken [maricas] van al gimnasio. La línea conduce, entonces, en los años ’80 más lejos, hacia las mujeres; el viejo ideal de delgadez es gradualmente modificado y cobra un claro acento de necesidad de entrenamiento y de una musculación trabajada y andrógina. Sólo por último, el movimiento alcanza al hombre heterosexual promedio.
¿Bajo qué línea común -más allá del nombre homosexualización- pueden resumirse estos cinco rótulos? El gran logro democratizante en el campo de lo sexual en el siglo XX fue la separación de la función de placer de la función reproductiva, y con ello el acompañamiento de la implementación cultural de la función de placer como un dominio del propio derecho. Hoy, mayormente, este proceso se ha cerrado. Ambas viejas funciones, placer y reproducción, ahora en gran medida separadas, ya no pueden estorbarse mutuamente, pero tampoco apoyarse. El mundo heterosexual debe ahora resolver un problema, ante cuya resolución los homosexuales ya habían estado confrontados: la auto-estabilización de lo sexual. Esto no saldrá de escena sin muletas, pero Eros nunca tuvo solamente alas, sino que siempre ha tenido, además, muletas.
Ya mucho antes de Herbert Marcuse era una estrategia confiable medir la sexualidad de cada presente con un utópico Eros. En tal confrontación la sexualidad tenía las peores cartas. “Eros y civilización” de Marcuse vive de ese dualismo de superficial, pervertida, vacía sexualidad del entonces actual capitalismo de los años ’50 y de los límites corporales superados por completo por parte del prometedor Eros del futuro.[12] Y quién lo hubiese pensado, también Foucault recurrió a esta figura bicéfala del malvado sexo y el buen Eros. El primer tomo de Historia de la sexualidad culmina en una utopía: contraponer “los cuerpos y los placeres” a “el sexo” -y por lo tanto al dispositivo de sexualidad-. De pronto “los cuerpos y los placeres” fueron considerados tareas de guerrilla, bien conocidas para nosotros en el ‘68. Se habla entonces de un “punto de apoyo del contraataque” y de la “capacidad de resistencia contra el acceso del poder”[13] del dispositivo de sexualidad.  Aquí, en las últimas dos páginas, los cañones de la “revolución sexual” tienen una retardada aparición en escena, esa artillería a la cual Foucault tan elocuentemente se había enfrentado.
Contra toda semántica del dualismo bueno-malo en conexión con la sexualidad es recomendable una ardua desconfianza. La oposición Eros-contra-sexualidad sirvió para hacer peor todavía o escindir la sexualidad, la cual, por decirlo así, se mantiene para lo más bajo, malvado, violento y despreciable o insípido, plano y adaptado. Los frentes escalofriantes de los años ‘50 y ‘60 fueron llamadoshomoerotismo contra homosexualidadamor contra sexoerotismo contrasexualidad. Su inquebrantable resto resuena en la ridícula distinción entre arte erótico y pornografía. En la era del movimiento feminista ese dualismo adoptó la forma semántica de todo el cuerpo contra penetración y esa tensión se acerca bastante a eso que Foucault aquí nos ofrece y a lo que entonces los discursos feministas sobre el género de los años ’90 se aferrarán.
Volkmar Sigusch indaga en su diagnóstico epocal de la revolución neosexual el mismo proceso que también yo he querido comprender, y lo presenta en estas tres líneas: disociación de la esfera sexual, dispersión de los fragmentos sexuales y diversificación de las relaciones sexuales. Muchas de sus observaciones son también mías, pero no me libro de la impresión de que él además piensa y escribe desde un IN ILLO TEMPORE [en aquel tiempo]. “La herida de Eros todavía sangra”, proclama, y da con ello una voz a su esperanza del resurgimiento del -alguna vez vital- Eros. Yo aún no he comprendido para qué además de la sexualidad necesitamos un Eros. En muchas perspectivas críticas, que aquí represento en las de Marcuse, Foucault y Sigusch, se encuentran ecos de una utopía sexual. La contracara de esta utopía es la angustia ante una entropía de lo sexual. Seguramente en los próximos años seremos testigos de violentos procesos de transformación, que en el esquema de las cinco líneas de la homosexualización que esbocé, aún no aparecen en absoluto. Foucault en las lecciones de 1976, encontró para esto con oscura clarividencia la palabra Bio-poder. Desde entonces la medicina reproductiva, la cirugía cosmética, la genética y la sexualidad por internet han conquistado grandes dimensiones del campo de lo sexual, que en 1976 eran completamente impensables. Repetidamente me preguntan si no siento miedo ante eso que se nos avecina, y repetidas veces sólo puedo decir que no, y creer sin utopías en lo bueno del ser humano.

Traducción de Cristián Sucksdorf
[1] Título original: Homosexualisierung der Sexualität.
[2] Michel Foucault, La voluntad de saber. Historia de la sexualidad I (1976), México, Siglo XXI, 1991, p. 129.
[3] Ibíd.
[4] Reimut Reiche, Sexualidad y lucha de clases, Barcelona, Seix Barral, 1969.
[5] En Historia de la sexualidad I, Foucault utiliza la palabra “Spätkapitalismus” [capitalismo tardío] en alemán (p. 139.). En las lecciones de 1976 en un solo aliento me nombra junto a Wilhelm Reich. Quisiera retener esto por la siguiente razón: Foucault casi nunca citaba a alguien vivo por su nombre. Creo que no quería él mismo estar en la cadena de pensamientos. El quería ser lo que su propio pensamiento había creado. En 1970 Sexualidad y lucha de clases apareció en francés a través de Gallimard y durante un buen tiempo fue un libro sumamente discutido. Ver, Michel Foucault, Defender la sociedad (1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 39.
[6] Ver: Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1993, pp. 299, 303, 328.
[7] Michel Foucault, Defender la sociedad, cit., p. 23.
[8] Michel Foucault, Die Ordnung der Dinge (1966), Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1971, p.15.
[9] Anthony Giddens, La transformación de la intimidad [1992], Madrid, Cátedra, 1998.
[10] Una discusión exhaustiva del tema se encuentra en: Reimut Reiche, Eine sexualwissenschaftliche Zeitdiagnose - 70 Jahre nach Freud. [Un diagnóstico epocal sexológico- 70 años después de Freud] en: Zeitschrift für psychoanalytische Theorie und Praxis, 15.Jg, 2000, p. 1-32. El sexólogo K. Starke sostiene la idea de que el decreciente significado del coito es, sin embargo, un mito científico. Ver: K.Starke: Partner- und Sexualverhalten ostdeutscher Jugendlicher.
[11] Reimut Reiche: Gechlechterspannung. Eine psychoanalytische Untersuchung.[Tensión de los sexos. Una investigación psicoanalítica] Frankfurt a.M. (Fischer TB) 1990.
[12] Véase mi artículo enciclopédico a la entrada Herbert Marcuse, Triebstruktur und Gesellschaft [Estructura pulsional y sociedad], en Axel Honneth (comp.),Schlüsselwerke der kritischen Theorie,[Obras clave de la Teoría Crítica] Opladen (Westdeutscher Verlag) 2004.
[13] Michel Foucault, La voluntad de saber, cit., p. 191.

Artículo escrito para el libro Espejos rotos, de próxima aparición en la editorial Topía.
Traducción: Cristián Sucksdorf

Nota bibliográfica
Reimut Reiche nació en Berlín en 1941; es sociólogo, psicoanalista didacta de la Deutschen Psychoanalytischen Vereinigung (DPV) [Asociación Psicoanalítica Alemana] e investigador en temáticas relacionadas con la sexualidad. Formó parte activamente de la vida política desde los años sesenta dentro de organizaciones estudiantiles de la “nueva izquierda” como la Sozialistischer Deutscher Studentenbund (SDS) [Asociación de Estudiantes Socialistas Alemanes] de Berlín, de la que fue presidente, o Revolutionärer Kampf [Lucha revolucionaria] en Frankfurt. Fue redactor a partir de 1965 de la influyente revista marxista de filosofía y ciencias sociales Das Argument.
En el marco de las actividades políticas de los movimientos estudiantiles de los años sesenta realizó una investigación sobre la forma manipulada de integración de la sexualidad en el “capitalismo tardío”. Esta integración manipulada de la sexualidad suponía una ruptura con la forma represiva del “alto capitalismo”, y por este motivo se hacía imprescindible el estudio del modo diferencial en que se articulaba con las diversas manifestaciones de la lucha de clases. El resultado de este trabajo fue el libro Sexualidad y lucha de clases, publicado en Frankfurt en 1968 (Seix Barral: 1969), ampliamente discutido y traducido a varios idiomas. Entre las discusiones que el libro suscitó, no es la menos relevante la crítica de Michel Foucault, que lo toma -junto a la obra de Wilhelm Reich- como ejemplo de la llamada “hipótesis represiva” de la sexualidad.
Reimut Reiche se doctoró con una investigación de base empírica llevada a cabo junto al sexólogo Martín Dannecker sobre la forma de vida de los homosexuales corrientes, Die gewönliche Homosexuelle, en el marco del surgimiento de las primeras organizaciones políticas y contestatarias de la subcultura homosexual de los años ’70. En 1991 realizó su tesis de habilitación con un importante trabajo crítico sobre el concepto de “género”, atacando la solución imaginaria que este concepto aporta al conflicto que desata la “tensión de los sexos”. Este trabajo ha sido publicado como Geschlechterspannung [“La tensión de los sexos”]. Ha publicado además una gran cantidad de libros y artículos de temática psicoanalítica y sociológica.
El artículo que aquí presentamos ha sido enviado por el autor exclusivamente para Topía, y forma parte de un libro en torno a diversos aspectos de los procesos de subjetivación que esta editorial publicará en 2014 junto a trabajos de León Rozitchner, Juan Carlos Volnovich, Esther Díaz y Cristián Sucksdorf.
El artículo en sí es un diagnóstico de época, que a partir del concepto de “dispositivo de sexualidad” de Michel Foucault intenta dar cuenta del modo en que se constituye dicho dispositivo en las sociedades post-industriales. El movimiento general de este dispositivo será el de una subsunción creciente de las pautas sexuales de la “cultura de la mayoría” a las de la subcultura homosexual, especialmente a los parámetros identificados en los años 70, cuando la lucha política de esos sectores en Alemania era aún incipiente. Esta tendencia creciente como rasgo distintivo del dispositivo de sexualidad contemporáneo es lo que el autor llama “homosexualización de la sexualidad”.
Un desafío -acaso también de inspiración foucaultiana- parece preceder este diagnóstico: evitar a toda costa la moralización metafísica de la sexualidad. No es un riesgo baladí; toda proclama de “liberación” de la sexualidad la supone. Pero también la idea misma de un “sexo” que existe más allá de la sexualidad, o incluso la más nominalista -pero no menos metafísica- noción de “los placeres y los cuerpos” enfrentados a la “sexualidad”. Esta apuesta por un conocimiento que no ceda la realidad a cambio de utopías, es quizás una de las más notables persistencias de este artículo.

Cristián Sucksdorf

jueves, 18 de febrero de 2016

El narrador
Conceptos y afectos en Los cuatro peronismos

(Fragmento del libro Qué queda de los cuatro peronismos)
I
Hume notó –y Borges dijo acaso para siempre– que había argumentos que no admitían la menor réplica y no producían la menor convicción; es decir que la persuasión y la solidez de los razonamientos podían caminar veredas contrarias. Nuestras grandes disputas nacionales suelen adolecer de este paso dividido. Y no es poco frecuente, entonces, que la consistencia argumental poco se condiga con las realidades vitales, que el corpus de palabras lógicamente entrelazadas nada le diga a los cuerpos y sus afectos de ese ordenamiento de la vida y la historia que llamamos política.
No pretendo proponer que las razones deban vestir retóricas que las embellezcan o las hagan más aceptables; apenas intento sugerir que los argumentos, lejos de ser verdades inmateriales, son la trabajosa síntesis de un cuerpo en el cuerpo colectivo del pensamiento. Y por lo tanto, para que una verdad política destelle, la verdad de la pasión debe acompañar a la pasión por la verdad. O dicho de un modo más sencillo: en política las verdades sólo pueden existir cuando son capaces de inervarse en afectos colectivos.[1] De modo que los argumentos desnudos de afectos serán políticamente inexistentes (y no sólo políticamente) por más solidez formal que ostenten. No es suficiente crear conceptos capaces de contener la representación formal de los hechos si esos conceptos no logran cuajar constelaciones con los afectos colectivos en los que se entreteje nuestra realidad. Es así que la “verdad política” no es una inmutable y contemplativa adecuación entre conceptos y representaciones de la realidad, sino la esforzada unidad, en un cuerpo común, de afectos y conceptos.
Todo análisis político que produzca ese raro acontecimiento, que a falta de mejor nombre podemos llamar “verdad política”, deberá ser, él mismo, un hecho político. Estas páginas intentarán mostrar algunos de los sentidos en los que, según la particular mixtura de conceptos y afectos, podemos considerar a Los cuatro peronismos un libro enteramente político…



[1] 1. Lo que no significa, evidentemente, que cualquier idea inervada en afectos colectivos sea, por esa sola causa, una “verdad política”. Pues entendemos por “verdad política” la capacidad de ciertos conceptos, que forman cuerpo común con afectos colectivos, de expandir la formación de ese cuerpo común, de potenciar su prolongación en los demás cuerpos. Es por ello que una idea que inervada en afectos colectivos sea contradictoria con la expansión de ese cuerpo común no podría constituirse como una “verdad política”.

viernes, 12 de febrero de 2016

La vida secreta de los símbolos

Igual que flores que tornan al sol su corola…
Walter Benjamin
Los nombres grandes de la literatura, las famas universales, viven en la historia a través de los símbolos que les fue dado crear o de aquéllos con los que han sabido toparse. Al menos así se explica Borges la llamativa falta de un sitio para Quevedo en el parnaso universal. Quevedo no habría dado con un símbolo “que se apodere de la imaginación de la gente”;[1] en cambio los otros, los eternos, tendrían, cada uno de ellos, sus símbolos: “Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; (…) Dante, los nueve círculos del infierno y la Rosa; Shakespeare, sus orbes de violencia y música; Cervantes, el afortunado vaivén de Sancho y de Quijote…”. Borges mismo, acaso, se ahonda para nosotros infinitamente en esa llanura amarillenta y dilatada de su biblioteca ciega.
Pero los símbolos no son sólo la morada de los grandes nombres, también masas anónimas los habitan. Para Elías Canetti, el fuego incontrolable y los cristales que explotan en mil pedazos no son simples espejos en los que las masas contemplan aleladas su fuerza destructiva, sino los símbolos de su más íntimo destino: el camino que va desde el crecimiento de la masa a la descarga repentina de su tensión, para apagarse luego en el silencio de las cenizas y la soledad compartida. También el mar, el trigo o la lluvia, los tesoros, las multitudes de estrellas o los bosques pueden ser cabales símbolos de masa.
Dentro de toda masa late siempre, visible o invisible, un símbolo. Las naciones se fundan sobre ellos. Pertenecer a una nación es formar parte de una masa, pero de la que ignoramos sus contornos reales. Son entonces los símbolos los que permiten a esas masas abstractas, apenas delineadas en una experiencia cotidiana, cuajar su improbable perfil. Y entre los símbolos de masa sobre los que las naciones se fundan siempre hay algunos más pregnantes y que de algún modo condensan a los demás. Así, para Canetti, el mar sería el símbolo de masa de los ingleses en su era imperial, (algo de esto habrá movido a Hobbes a hablar del Estado como Leviatán: monstruo marino que no sólo es “señor de los orgullosos” sino también del mar). Para los alemanes supuso Canetti al bosque, y su articulación nacionalista habría dado lugar a la masa como ejército (la idea del bosque como ejército no es tampoco extraña a otros imaginarios, pensemos en el ejército que derrota a Macbeth: camuflados con ramas del bosque de Birnam, los soldados cumplen la inviable profecía que decretaba la derrota del tirano cuando el bosque se levantara contra él).
Pero estos símbolos de masa nacionales no son jamás unánimes. Pues el establecimiento de uno u otro símbolo de masa no se da sin enfrentamiento. Diferentes masas disputan por imponer su propio símbolo, y con él establecer un tipo de masa u otro. La oligarquía argentina propuso distintos símbolos de masa: la multitud de vacas (propias) o el interminable trigo no fueron los menos importantes; el peronismo, su irrefutable “aluvión” del 17 de octubre. Más recientemente los 30.000 desaparecidos fueron el símbolo que vertebró la lucha contra la impunidad del genocidio (acaso por esto mismo los genocidas privilegiaron en su defensa la merma de aquel número antes que esconder sus acciones criminales).
Pero los símbolos de masa pueden también ser abandonados como la piel vieja de una serpiente, y quedar disponibles para nuevas masas, como esos caparazones que utilizan los cangrejos ermitaños. Marx vio en la revolución francesa la tendencia a vivir de símbolos ajenos y perimidos como los de la república romana. El fascismo italiano intentó otro tanto, pero como señaló acertadamente Canetti, ese ropaje les quedaba grande y sus contracciones y gesticulaciones desorbitadas terminaron por transformarlo en un disfraz ridículo.
En estos últimos años hemos asistido en nuestro país a no pocos intentos de reapropiación de símbolos de masa. Hemos visto el intento de establecer masas artificiales, de criadero, engordadas con símbolos ajenos y algo descompuestos. El uso de un símbolo de masa fuera de su contexto, es decir por fuera de las masas que lo han habitado (y hasta en contradicción con ellas), es hoy casi una regla. Funcionarios de variado pelaje aparecen entonces blindados de símbolos demasiado pesados para sus flacas fuerzas; en la otra vereda (pero de la misma calle) la hipocresía “opositora” blande con igual desparpajo palabras como “dictadura” para hablar de un gobierno elegido. En ambos casos esos símbolos descompuestos huelen a cinismo y podredumbre. Sólo la irrupción de las masas puede despertar esos símbolos y devolverles la vida secreta que en otros tiempos los movía. Como ese secreto heliotropismo que adivinaba Benjamin, que hace que cada nuevo día el pasado vuelva su rostro al sol de la historia.       

(Columna publicada en la Revista Topía)



[1] Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos, Madrid, Alianza, 1998, pp. 181-192

jueves, 11 de febrero de 2016



Prólogo


Esto no es un homenaje. Al menos no en lo que esa palabra
tiene de quietud y beatificación. Se trata, antes bien, de la
reflexión inquieta que la relectura de Los cuatro peronismos
despertó en trece personas desafiadas a decir algo del libro al
cumplirse treinta años de su primera edición.

Conviene partir de una aclaración: no hay en la elección de
las diversas edades de quienes escriben estas páginas un mero
pluralismo generacional, sino el intento de evocar el carácter
múltiple del público que Los cuatro peronismos logró en
sus tres décadas de discusión política sobre nuestra historia.
Ahora bien, ¿por qué centrarnos en algo externo al libro como
es el público? Porque construir un público es lo que hacen lo
clásicos. Nadie ignora que aquello que hace a un clásico (en
este caso uno de los pocos con los que contamos para comprender
el peronismo) no consiste en lo que el libro dice, sino 
fundamentalmente en lo que hace, en los discursos que el
libro es capaz de producir y soportar como constelaciones que
prolongan de modo inesperado su sentido originario.

Las reflexiones que aquí reunimos son apenas una muestra
del modo en que Los cuatro peronismos ha logrado prolongarse
durante treinta años en distintos ámbitos del sentido,
desde la crítica literaria hasta el análisis político, económico
o filosófico. Pero también, y fundamentalmente, de esa congregación
de distintas generaciones en torno suyo que lo ha
convertido en un clásico.

Cristián Sucksdorf

miércoles, 10 de febrero de 2016

Introducción al libro Espejos rotos de próxima aparición en Editorial Topía
El sujeto en cuestión

¿Qué es el Hombre? En esta obstinada pregunta Kant veía condensarse las tres cuestiones fundamentales de la filosofía: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me es permitido esperar? La metafísica, la moral y la religión, que respectivamente respondían a cada una de estas cuestiones, dibujarían en su confluencia una antropología: cada una de ellas sería al mismo tiempo una respuesta (aunque parcial) a la pregunta por el ser del “Hombre”. Y se soñó entonces que con esta antropología se había edificado su morada definitiva. Pero, implacables, los trabajos y los días no olvidaron roerla, y hoy esta antropología que preguntaba por el “ser del Hombre” se nos antoja, absurda y grandiosa, como esas ruinas antiguas que la imaginación sólo condesciende animar habitadas por dioses o por bestias. Ya no nos reconocemos en el “Hombre” (ese claro objeto de estudio de las humanidades, a cuyos atributos debía adaptarse nuestra oscura vida individual), y nos parece más una figura evadida de obsoletos bestiarios que la interpelación más urgente de nuestra realidad.
El siglo XX fue el encargado de tal liquidación. Pero este justo despertar que abolía al “Hombre” como vórtice de todo saber sobre nuestra vida, fue la clausura también de ese íntimo ámbito del sentido que es el sujeto, vale decir, de esa premisa oculta e incontestable de que cada uno de nosotros es, en cada caso, el lugar donde necesariamente se anuda todo sentido para existir. Pues al identificarse al sujeto con los centros metafísicos de la “interioridad”, el “yo”, el “alma” o la “persona”, la liquidación de estas abstracciones evaporó con ella toda idea de sujeto. Oscuros efectos de estructura o esencialismos de diversa estirpe ocuparían su lugar. Como si por ejemplo la ciencia (léase: los científicos) hablase desde afuera de ese entrevero de los muchos cuerpos que es el mundo (por lo demás, tal había sido la más secreta y enloquecida añoranza de un Althusser),[1] o como si alguna esencia -desde el Habla[2] o el Lenguaje hasta las Relaciones de Producción- pudiese existir por sí misma, y elevarse entonces como el barón de Münchhausen tirando de sus propios cabellos. Se destronaba así un esencialismo (el Hombre) para encumbrar otros. Y aquello que hacía de esa abstracción del “Hombre” algo que obturaba la cabal pregunta sobre nosotros mismos quedó intacto. Contribuir a formular preguntas que nos interpelen como el lugar donde el sentido se anuda es, finalmente, la motivación de este libro. Pues con esto no se trata de mera teoría, sino de una condición para la eficacia de toda acción colectiva.
Pero para ello hay tres cuestiones ineludibles a las que debemos atender: en primer lugar preguntarnos cómo llegamos a ser ese lugar del sentido, es decir, de qué modo se da la vivencia de devenir sujetos, o en otros términos, cuáles son los dispositivos en que se enmarca dicha vivencia. En segundo lugar debemos preguntarnos cuáles son las posibilidades y los límites para referirnos a esas vivencias, cuál es la relación entre la vivencia y la representación, y por lo tanto, la relación entre nosotros mismos y el sentido que encarnamos. En tercer lugar debemos interrogarnos sobre cuáles son los límites de esa representación, cuáles los bordes de silencio que rodean todo decir, pero más aún, qué puede la representación cuando lo que impera es el desnudo terror.
En función de estas cuestiones cardinales, entonces, se estructura este libro: la primera parte tratará de lo vivido y sus dispositivos de subjetivación (los artículos de Reimut Reiche y de León Rozitchner); de lo representable en el sujeto, la segunda parte (artículos de Esther Díaz y de Cristián Sucksdorf); y finalmente, la tercera, de lo irrepresentable (artículo de Juan Carlos Volnovich).
Los textos
Homosexualización de la sexualidad, el texto de Reimut Reiche, parte de la hipótesis de que el concepto foucaultiano de dispositivo de sexualidad ha quedado esencializado, osificado en ciertas características que no condicen ya con la realidad de las sociedades post-industriales. Recurre entonces a un diagnóstico epocal para recuperar la potencia de dicho concepto, a fin de dar cuenta de los parámetros históricos en los que se vive la sexualidad en las sociedades post-industriales. Ese nuevo dispositivo de sexualidad, que el autor denomina “homosexualización de la sexualidad”, consiste en la subsunción creciente de las pautas sexuales de la “cultura de la mayoría” a las de la subcultura homosexual, especialmente a los parámetros identificados en los años 70, cuando la lucha política de esos sectores era aún incipiente.
En su texto Edipos León Rozitchner analiza el papel que desempeña la matriz mitológica en el proceso de subjetivación. Para ello analiza las diferencias entre las teorías de Freud y de Lacan a la luz de las constelaciones mítico-afectivas (no meramente religiosas) de las que surgen: el judaísmo en Freud y el cristianismo en Lacan. De modo que a partir de estas matrices mitológicas se constituirán no solo teorías diferentes, sino también complejos parentales, es decir modos de subjetivación, diversos. Así, puede identificarse (entre otros) un “Edipo” o complejo parental griego, otro judío y otro, el de nuestras sociedades, cristiano. Preguntar entonces por el modo en que devenimos sujetos será hacerlo al mismo tiempo por la mitología de la cultura en que la que nacemos, aunque ésta sea laica.
Esther Díaz en Juego de espejos entre subjetivaciones colectivas y entornos animales, desarrolla el papel de la representación como mediación entre la comunidad como sujeto colectivo, el individuo y el mundo circundante, y más específicamente el mundo animal. A partir del film La cacería, de Thomas Virtenberg la autora desarrolla un análisis del lugar de la representación en el modo de devenir sujeto y la relación con la categoría deleuziana de devenir animal.
El texto que lleva mi firma, Don Quijote y Sade, entre el delirio y la representación, se ocupa de la relación entre el sujeto -ese cuerpo enredado con los otros que cada uno es- y el sentido. A partir del modo opuesto en que se constituye el sentido en el Quijote y en la obra de Sade (la relación entre ambos es de origen foucaultiano) se establecen dos parámetros para comprender todo sentido y nuestra relación con él; estos parámetros serán el deseo y la representación.
El texto de Juan Carlo Volnovich, Lo no dicho, se interroga sobre el preciso lugar en que la representación y el sujeto aparecen más distanciados. No se trata de aquello sobre lo que nada puede decirse, y por lo tanto (como aconsejaba Wittgenstein) sobre lo que es mejor callar, sino sobre aquello que se ha vivido pero desborda tan monstruosamente los recintos de la representación que no puede acabar de ser dicho, y quizá tampoco de ser escuchado. Ese lugar es el del terror, ejemplificado en este texto por los campos de exterminio nazis y los vuelos de la muerte. Pero el terror, que no puede ser dicho, es también, y antes que nada, aquello sobre lo que no se debe callar.
Solo nos resta alegar que la congregación de estas páginas dispares no pretende reconstruir con fragmentos de reflejos ese espejo que fue el “Hombre”, sino apenas contribuir a preguntarnos, de una vez por todas, por ese mundo que está más acá de los espejos.

 Buenos Aires, marzo de 2014



[1] Ver Louis Althusser, El porvenir es largo, Barcelona, Ed. Destino, 1992, pp. 54 y ss.
[2] Ver: Henri Meschonnic, Heidegger o el nacional-esencialismo, Madrid, Arena, 2009.
La verdad de las máscaras
De la escisión cristiana del mundo a los derechos humanos


Introducción
Las verdades de la metafísica
son las verdades de las máscaras
Oscar Wilde
Este trabajo intenta un análisis de las configuraciones que sobre el concepto de persona y su dispositivo traza Roberto Esposito en su libro Tercera persona. Pretendemos mostrar ciertas limitaciones en la reconstrucción que este autor realiza de los avatares del dispositivo de persona, que irían desde una deconstrucción de su concepto a partir del discurso de la biología a comienzos del siglo XIX y la posterior organización de una biopolítica en torno a estos saberes, hasta su reconversión en tanatopolítica durante el nazismo.
Remitiendo el dispositivo de la persona a su origen teológico, especialmente a la solución trinitaria que en el Concilio de Nicea se dio a los conflictos del dogma cristiano, intentaremos enmarcarlo en un campo de funcionamiento más amplio a partir del cual éste cobraría sentido, operando entonces como efecto de una estructura que lo excede y de la cual es sólo un momento. Ese ámbito de funcionamiento más amplio que contiene en su interior al dispositivo de la persona y define su sentido será la escisión sobre la que se funda el mundo y la subjetividad cristiana, y que encuentra su expresión más elocuente en la oposición paulina entre carne y espíritu. Esta escisión, entonces, será lo que posibilite y haga necesaria la emergencia del concepto de persona como posibilidad de articulación de esa escisión, que en tanto negación in-materialista del cuerpo y del mundo, no podría de otro modo desarrollarse como dominio y política, puesto que quedaría reducida a una inocua espera de la muerte.
Desde aquí, según creemos, la propuesta de Esposito de desarrollar una crítica al “régimen de la persona” desde el ámbito de lo impersonal y de la tercera persona no podrá modificar su relación con el régimen más amplio de escisión inmaterial en la que se funda sino apenas reordenar sus elementos.
I
De los derechos humanos a la persona
Una perplejidad cotidiana; tal parece el vórtice a partir del cual se despliegan -o en el que confluyen- los problemas fundamentales del libro Tercera persona de Roberto Esposito: “Hoy, como nunca antes, la noción de derechos humanos aparece inmersa en una manifiesta contradicción. Un creciente éxito en el plano de la enunciación -confirmado por la multiplicación de convenciones inspiradas en ellos- se corresponde con una desconfianza cada vez más pronunciada en su efectiva actuación.” (Esposito, 2009: 101). Esta “desconfianza” que refiere el autor no denuncia meras hipocresías del decir o debilidades del hacer, tampoco un compendio de imposibilidades derivadas del desfasaje esencial entre la multiplicidad de las realidades y la unicidad de la normativa; apunta, antes bien, a un anudamiento anterior, tanto lógica como temporalmente, que englobaría como consecuencias suyas estas determinaciones. En sus propias palabras, se trata de “la aporía intrínseca del concepto de derechos humanos (…), la línea que separa en forma drástica ambos términos de la expresión: derecho y condición humana”. (Esposito, 2009: 103).
Y algo esencial de esa separación se pondría de manifiesto en el vértice cabal de su aparición como cuestión explícita -y central- de la política y la ética, cuando finalizada la carnicería nazi las potencias aliadas se vieron empujadas a la tarea inevitable de “recomponer” el vínculo entre la vida y el derecho.[1] De modo que los derechos humanos surgen como cuestión en el momento en que esa gigantesca máquina de exterminio del nazismo comienza a ser “desmantelada” y se hace visible entonces el exacto lugar de su emplazamiento: la intersección del derecho y algo que -no sin la arbitrariedad que suelen ostentar los nombres- fue llamado la “condición humana”.
La explicación era sencilla: el nazismo era la causa del abismo entre las instancias del derecho y la “vida humana”; la solución no mermaba en simplicidad: los derechos humanos serían el modo en que la buena conciencia occidental de la posguerra suturaría esa escisión. Y por si esto fuera poco, se conseguiría también con este concepto de derechos humanos superar esa vieja separación -aunque de menor profundidad que la del nazismo- que la Revolución Francesa había abierto entre los conceptos de “hombre” (entendido como bourgeois) y de “ciudadano”. La Declaración universal de los derechos humanos celebrada en 1948 sería entonces la cura definitiva de las heridas históricas del mundo occidental y cristiano.
Pero aquí es donde aparece entonces esa perplejidad que señalábamos como centro del trabajo de Esposito; pues esa sutura que los derechos humanos intentan no parece cerrar la herida abierta entre derecho y “vida humana”, sino tan sólo administrar sus efectos. Entonces salta a la vista una segunda cuestión; a saber, la de los presupuestos en que se sostiene ese intento de “recomposición”. Presupuestos que conjeturan en el nazismo una creación ex nihlo, una interrupción accidental y momentánea de la quieta gestión del “progreso histórico”; apenas una estación equivocada en su via regia, que el propio despliegue del occidente cristiano dejará atrás. Pero es también este carácter fallido y constante de la “recomposición” de la posguerra lo que expone, al intentar esconderlo,[2] el hecho de que el nazismo no es un acontecimiento aislado, sino la “coronación” de un largo y sinuoso proceso. De modo que sólo podremos comprenderlo cuajando la imagen de su movimiento en los diferentes ámbitos de su aparición en la historia europea.[3]
Esta mirada, que en líneas generales podríamos llamar “genealógica” -y a la que por su parte suscribe Esposito aunque sin desarrollarla mayormente- muestra en la articulación de diferentes “cuadros” -religiosos, jurídicos, políticos, económicos, filosóficos, etc.- el sustrato que unifica ese movimiento en un espacio común, en función del cual éste se produce y despliega. Esos “cuadros” iluminan y ahogan rasgos rimados que poco a poco emparentan un rancio linaje: oscurísimas líneas de filiación que se anudan con los más “venerables” comienzos del mundo occidental y cristiano.[4]
Lo que se pondría entonces de manifiesto al término de ese hecho excepcional del nazismo es que su existencia ya no puede admitirse como un episodio separado de la cadena de “hechos” de la historia de Occidente por su carácter único y a-normal, sino que, por el contrario, esa suerte impar sería precisamente la condensación de la verdad del funcionamiento del Estado moderno; el trazo último en que se recorta su perfil. Es aquello que describía la célebre tesis de Benjamin (1991: 697), que reformulando a Schmitt sostiene que “la tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el cual vivimos es la regla”. De modo que, desde esta perspectiva, esa distancia entre el derecho y la “vida humana” -o su “condición”- no sería ya la consecuencia contingente de un plan asesino opuesto al “estado de derecho”, sino, antes bien, su condición de posibilidad. El nazismo, entonces, ya no como la oscura raíz de la ruptura, sino como el fruto maduro y mortífero que crece en esa grieta.
Pero entonces surge nuevamente la cuestión del carácter de esa “recomposición” del vínculo entre derecho y condición humana: el concepto de derechos humanos se nos presenta ahora como una variación más de esa distancia; acaso el intento de Occidente de exorcizar su propio rostro. Una máscara, entonces. Y un afán: evitar que la vorágine de facciones del devenir del mundo occidental y cristiano se resuma en el siniestro contorno de su “caso-límite”. ¿Pero existe efectivamente, o puede existir, tal relación de exterioridad entre la “máscara” y el “rostro”, especialmente si tenemos en cuenta un registro de la realidad en que la excepción constituye el sentido, en tanto contorno, de la normalidad y de la regla? Para responder a estos interrogantes será necesario primero encontrar el pendant oculto de esa “recomposición” que significan los derechos humanos.
Y nuevamente entonces: ¿en qué consiste esa “recomposición”? Convendría ir asentando una perplejidad, pues según hemos visto hasta aquí, ese camino de “recomposición” sólo puede ser clasificado bajo la escandalosa especie de las paradojas; algo como una emulación de aquel otro camino en el que un cansado Aquiles se esfuerza vano por alcanzar a la impertérrita tortuga: sin importar la ligereza de sus pies, el derecho se quedará siempre a mitad de camino, separado de la vida por una cercanía intransitable. ¿Y qué es esa distancia eleática que nos demuestra su quietud andando y afirma a la vez la separación y la recomposición del vínculo entre el derecho y lo humano? No otra cosa que el concepto de “persona”, sobre el que esta concepción de los derechos humanos, que nos rige desde hace más de 65 años, ha sido cimentada. Este concepto de persona, cuyo origen nos remonta al derecho romano, y de allí a la teología cristiana -especialmente a la “solución” trinitaria del Concilio de Nicea-, se ha mantenido durante toda la modernidad como pivote de la filosofía política y del derecho. Los derechos humanos no serían entonces otra cosa que la expresión político-jurídica del concepto de persona; y por lo tanto, es allí donde debemos buscar el sentido de esa contradicción entre derecho y vida humana que hasta aquí se nos ha manifestado.
La “persona” y la coherencia de la contradicción
Siguiendo entonces a Esposito, podemos pensar que es por ese origen bifronte, romano-cristiano, que el concepto de persona es capaz de articularse, oscilando entre un sentido jurídico y otro teológico, como el espacio común en que se enfrentan y concilian en nuestros días las posiciones laicas y católicas de la disputa ética. Pero esto no es todo, sostiene Esposito que el concepto de persona, además, aparecería ante nuestra época como el único modo de salvar el hiato existente entre los conceptos de hombre y de ciudadano, que -como veíamos más arriba- desde la Revolución Francesa señalan el destino de exclusión o inclusión de cada cuerpo humano en la esfera del derecho. Esta subsunción total del campo semántico de los “derechos humanos” a la categoría de persona lleva a Esposito a afirmar que: “el sustancial fracaso de los derechos humanos -la fallida recomposición entre derecho y vida- se produce no a pesar de la afirmación de la ideología de la persona, sino en razón de ésta. (…) No, en suma, (…) [por el] hecho de que aún no hemos entrado plenamente en su régimen de sentido, sino a que nunca salimos en verdad de él.” (Esposito, 2009: 15).
De modo que esta contradicción entre el ámbito del derecho y la vida humana no sería otra cosa que el movimiento de sístole y diástole del concepto de persona. Así, esta contradicción externa de los derechos humanos -externa en tanto sólo aparece en su despliegue en el mundo, es decir, en ese camino intransitable que va del derecho a la vida-, no hace sino expresar su coherencia con la contradicción interna de su fundamento, es decir de la categoría de persona. Y por el contrario, esta contradicción interna que constituye a la “persona” no ha de manifestarse en el mundo como contradicción, sino como coherencia: la coherencia de un mundo en contradicción. Y es por esto que toda interrogación que apunte a la contradicción de los derechos humanos es reenviada sin más al núcleo de coherencia que la anida, es decir, a la contradicción interna de la categoría de persona.[5]
¿Pero en qué consiste esa capacidad del régimen de la persona de ser por un lado el campo en que se juega la separación más radical entre derecho y vida, y por el otro, el constante y vano intento de “recomponer” su soñada unidad? Si buscamos un poco más detenidamente en el momento en que el concepto de persona se consolida históricamente, para llegar a ser tal y como hoy lo conocemos, entre los siglos IV y V -digamos, el período de unificación definitiva del dogma cristiano, desde Eusebio de Cesaréa hasta Agustín de Hipona-, podríamos encontrar el fundamento de esa capacidad de desdoblamiento en algo más que esa alternancia de un sentido teológico y otro jurídico que señala Esposito; pues esa capacidad aparecería ya dada en el contrapunto que ejecuta desde su origen entre un fondo metafórico y otro metafísico.
Metafísica y metafórica de la persona
El primer sentido de la palabra latina persona se refiere a las máscaras que en el teatro grecolatino identificaban al actor con aquello que éste representaba, es decir su personaje. Esas máscaras, prósopon en griego, eran nombradas en latín con la palabra persona (Tursi, 2012). Y lo que aquí nos interesa para el concepto moderno de “persona” podríamos encontrarlo en algo que señala Boecio (2002: 79-108) reflexionando justamente sobre el problema de la Trinidad: la palabra latina persona aúna el sentido de “máscara” con el de otra palabra griega, hypóstasis,[6] que mienta lo que está por debajo de aquello que es accidente (hypo, debajo; stasis, posición) y que es, por lo tanto, fundamento de su existencia, esto es: la substancia. La concepción teleológica primero, y teológica después, dictaba que aquello que es fundamento quede “reservado para los seres más excelentes y nobles” (Boecio, 2002), de modo que se constituirá en función de la razón y no de la existencia. La persona será por ello “la substancia individua de la naturaleza racional” (Boecio, 2002). Así, esta conjugación de dos concepciones diferentes en el vocablo persona -una metafórica, la máscara teatral (prósopon), metafísica la otra, la substancia individual y racional (hypóstasis)-, daría lugar a la doble distancia en que se articula el concepto moderno de persona: un fundamento último y racional (hypóstasis) que como una máscara (prósopon) se adhiere sin confundirse a un “algo” que, desde ese punto de vista, no es siquiera individuo, pues sólo se constituye como un resto irracional, mero “soporte” indeterminado para la persona.
Podemos encontrar ahora, en esta articulación del sentido doble del concepto de persona -el metafórico y el metafísico-, esa misma contradicción que externamente expresaba el concepto de derechos humanos, pero no ya como una sucesión de perfiles o modalidades -como lo eran las diversas oposiciones de los ámbitos del derecho y la vida humana-, sino constituyendo la unidad de una sola dinámica de funcionamiento. Para ver en qué consiste esta contradicción interna del concepto de persona deberemos buscar en el proceso de su descomposición -o la apariencia de su descomposición- el dispositivo más amplio que lo contiene, y dentro del cual esa “descomposición” funciona.
Seguiremos a continuación algunos puntos fundamentales de ese camino genealógico trazado por Esposito -que va de una primera fase “deconstructiva” del concepto de persona, como inauguración de una posible biopolítica a fines del siglo XVIII, hasta su deformación y reconfiguración como “tanatopolítica” a partir de 1933-; intentaremos entonces una diferenciación con su planteo.
II
Bichat y la deconstrucción del concepto de persona
Un rol central en el trabajo de Esposito juega la idea de que un proceso de deconstrucción del concepto de persona se inicia hacia fines del siglo XVIII con la obra del fisiólogo Xavier Bichat. Este proceso iniciado en un saber de tipo biológico, que progresivamente irá deviniendo biopolítico, alcanzaría su grado de desarrollo más extremo -en el que ya no sería reconocible su fisonomía original- con la irrupción del nazismo y el reemplazo de la deconstrucción de la persona por su simple aniquilación. A partir de ese momento ya no estaríamos frente a una biopolítica, sino a una “tanatopolítica”; no ya, entonces, una organización y uso de la vida dirigido a fines que le son exteriores, sino un uso de la muerte como único medio de alcanzar esos fines. Lo que habría comenzado como una deconstrucción finalizaría así, fría y brutalmente, con el aplastamiento de la persona “sobre su escueto referente biológico” (Esposito, 2009: 18). Veamos ahora en qué consistió este punto de partida fisiológico de la deconstrucción de la persona.
Dos son las notas principales que señala Esposito en la fisiología de Bichat como planteo inicial de una deconstrucción de la categoría de persona. En primer lugar, lo que se desprende de la famosa definición de la vida en función de la muerte: “La vida es el conjunto de las funciones que resisten la muerte” (2009: 36). Lo primero que podemos notar de esta definición es que no afecta a la vida tanto como a la muerte, que dejará así de ser pensada como un acontecimiento único e infinitesimal, para convertirse en un proceso continuo que contiene en sus márgenes a la vida, y que, paradójicamente, muere cada vez con ella. De modo que la muerte dejará de tener, en esta concepción, esa acostumbrada hermandad con el no-ser que permitía a Epicuro radiarla fuera de toda experiencia posible.[7] Pero para que la muerte pueda ser la presencia constante que sostiene el contorno de la vida en ese choque de fuerzas contrarias, deberá entonces existir en acto y no ser concebida ya como mera potencia. Esas fuerzas entrópicas, repelidas provisionalmente por las fuerzas reactivas de la vida, deben poder existir por sí mismas; no, entonces, como la sombría promesa de un triunfo ulterior, sino como una victoria rutinaria, cotidiana, y por ello imperceptible; un aspecto en que la muerte le nace a la vida. Esta muerte en acto que vive y crece en el interior de la vida a pesar de contenerla, nos lleva al segundo punto que destaca Esposito en la obra de Bichat como fundamento de una deconstrucción del concepto de persona: la existencia de dos tipos de muerte, que no son en esencia más que el correlato de un doblez propio de la vida, y que es lo que hace posible la existencia en acto de la muerte. Estas dos vidas que llevan sobre sus espaldas dos muertes son la vida orgánica y la animal.
La vida orgánica es común al mundo vegetal y al animal; la vida animal, en cambio, pertenece sólo a este último mundo. Si las reacciones de la primera son continuas e involuntarias -respiración, circulación, nutrición, secreción, etc.-, las de la segunda son discontinuas y se fundan en el movimiento voluntario. La vida orgánica es interna: no se modifica respecto del entorno más que como la resistencia pasiva que ella es contra las fuerzas entrópicas de la muerte;[8] la animal, en cambio, se encuentra arrojada hacia el exterior: debe modificarse constantemente en función de su entorno como modo de resistir a la muerte; su resistencia es por tanto activa. Pero por lo mismo, la vida orgánica precede y sucede a la animal, que de ella crece y en ella también se apaga. Y es entonces la vida orgánica la que abriga en su seno a la muerte; es en ella donde ésta existe en acto, y de ella obtiene su salario cotidiano: triunfos parciales; rutinarias y moderadas muertes orgánicas, que sólo a partir de un cierto umbral fraguarán de modo definitivo la muerte de la vida animal. Entonces la vida orgánica continuará su inerte resistencia hasta apagarse, callada, en una muerte cuyo momento definitivo ya pasó.[9]
Pero además está el hecho destacable de que las pasiones mismas no tienen su asiento para Bichat en la vida animal sino en la vida orgánica; de modo que, sostiene Esposito, la persona “aparece ahora descentrada todavía más, por su escisión en dos zonas que se superponen -o se subordinan- impidiendo cualquier imagen unitaria. (…) la vida animal (…) es atravesada por un poder extraño que determina instintos, emociones, deseos, de una manera no atribuible ya a un único elemento.” (Esposito, 2009: 41). Y es entonces por esta mayor extensión de la vida orgánica respecto de la vida animal, que Esposito considera el planteo de Bichat como una deconstrucción del concepto de persona: ese racional “centro de imputaciones jurídico-políticas”, al ser excedido por el ciego ámbito de la vida orgánica, no podría tener sino en ella su referencia ulterior. Entonces lo que las tesis de Bichat pondrían en entredicho sería “el presupuesto indiscutido de la filosofía política moderna” que es “la presencia de sujetos dotados de voluntad racional que, por elección colectiva, instituyen determinado orden.” (Esposito, 2009: 40). De modo que, continúa Esposito, “si adoptamos como punto de referencia la posición de Hobbes, se pone en tela de juicio tanto el criterio de la cesura fundacional entre estado natural y estado político como el itinerario lógico que conduce al pacto”. Fundamentalmente porque “las pasiones -que Hobbes había puesto en los orígenes de la opción civil- no dependían de la vida animal sino de la vida orgánica (…) [por lo que] los actos que ellas condicionan no pueden atribuirse a motivaciones racionales.” (2009: 40)
Ciertamente la filosofía política moderna en general y la de Hobbes en particular tienen una referencia irrenunciable al concepto de persona, por lo que una deconstrucción de este concepto, como lo supone Esposito, no resultaría indiferente a su coherencia. Pero acaso el problema sea el de considerar si efectivamente las tesis de Bichat se opone tan claramente a los fundamentos de la filosofía política moderna como teorías estructuradas en torno a la categoría de persona.
Manteniendo entonces a Hobbes como referencia de la filosofía política moderna, podríamos analizar la relación de las pasiones originadas en la vida orgánica -tal como aparecen en la teoría de Bichat- con la fundación del estado civil. En el caso de Hobbes lo que encontramos es que dicha fundación no consiste en una acción motivada racionalmente como sugería Esposito, sino, precisamente, motivada por una pasión: el miedo a una muerte violenta. Y esto no podría ser de otro modo para Hobbes (2003: 63), porque la razón, entendida meramente como el “cálculo (esto es, adición y sustracción) de consecuencias de nombres generales convenidos para caracterizar y significar nuestros pensamientos”, no podría, por su constitución heterogénea determinar a la voluntad -que es concebida como un movimiento de aversión o deseo adherido, de manera inmediata y como último término, a la sucesión de deseos o aversiones de una ponderación-. (Hobbes, 2003: 77). Las pasiones, en cambio, son movimientos de aversión o de deseo dirigidas a un objeto, de modo que al tener la misma estructura que la voluntad serían el único medio adecuado para atarla a un proyecto, el pacto, y a partir de allí a una forma de vida común. Sólo entonces, dominada la voluntad por una -la única-[10] pasión común, es decir el miedo a la muerte, es que puede la razón instaurarse in foro externo. Pero hay que tener en cuenta que esto no sucede como negación o “superación” de la pasión, sino como su prolongación.
La razón no puede entonces dominar a las pasiones, sino apenas mantenerlas compensadas a través de una de ellas, y al utilizar la fuerza de esta pasión fundamental para atar las muchas voluntades a la voluntad única del soberano, consigue la razón limitar también a las demás pasiones,[11] que de otro modo recluirían a la razón en el fuero interno. Pero lo fundamental entonces es que la pasión del miedo a la muerte no está sólo en el origen del pacto, sino en la vida del Estado: es la materia misma de su funcionamiento, en tanto es sólo a través del miedo a la muerte que los súbditos pueden mantener atada su voluntad al pacto que los defiende y habilita entonces -como una segunda instancia derivada de esa primera, que se funda en el miedo- a la razón como regla de la vida civil. La razón, entonces, sólo podrá existir de un modo efectivo sostenida por el fundamento del común miedo a la muerte, que no aparecerá como el origen remoto del pacto, sino como sustrato último y materia de su vigencia.
Vemos entonces que el hecho de que para Bichat (1822: 68 y ss.) todo lo relativo a las pasiones pertenezca exclusivamente a la vida orgánica no afecta en nada a la concepción política centrada en la persona -en este caso particular la de Hobbes, pero mutatis mutandi la de la tradición moderna en general-, pues la razón como regla de vida puede, como en este caso de Hobbes, estar fundada a partir de las pasiones y sólo entonces hacerse posible. Del mismo modo en que para Bichat la “vida animal” depende de la “vida orgánica” y se produce a partir de ella como una prolongación que, diferenciándose, la supone; pues desde el punto de vista de Bichat es impensable la vida animal sin la orgánica que le sirve de fundamento.
Vayamos ahora al extremo final en el que culminaría como tanatopolítica esta deconstrucción de la persona que según Esposito iniciaba la obra de Bichat.
La raza como persona
No intentaremos aquí reconstruir la totalidad de ese camino genealógico intentado por Esposito, que va desde la deconstrucción de la persona en la fisiología de Bichat, pasando por el desplazamiento de este saber fisiológico a la filosofía -como en el caso Schopenhauer- hasta llegar a través del pasaje de la antropología al seno de la lingüística y la gramática comparada del siglo XIX y culminar en la reconversión de la biopolítica que esos saberes fundaban en la brutal tanatopolítica del nazismo. Sólo tomaremos el desenlace de ese camino, la irrupción del nazismo como final y reconversión de ese proceso, y a partir del cual, para Esposito, más “que filosóficamente deconstruida, la persona, aplastada de manera inmediata sobre su escueto referente biológico, es literalmente devastada.” (Esposito, 2009: 18).
Pero deberíamos preguntarnos aquí, antes que nada, si con el nazismo lo que se produjo fue una “devastación” del concepto de persona, como lo sostiene Esposito,[12] o si en cambio la devastación de seres humanos que produjo el nazismo se dio al interior del campo de sentido que el concepto de persona históricamente habilitaba en su dispositivo de funcionamiento. ¿Pero cuál es el punto a través del que se da para Esposito este pasaje de la deconstrucción de la categoría de persona a su aniquilación, y de allí a la reconversión de los saberes de carácter biopolítico una lisa y llana tanatopolítica? Se podrían señalar dos puntos en que la ruptura de la continuidad de ese proceso se hace explícita en el texto de Esposito.
El primero es el traslado del ámbito concreto del individuo, a partir del cual se habían constituido esos saberes fisiológicos, a la abstracción de la “especie”, y más radicalmente de la “raza”. Este pasaje del análisis centrado en lo particular al de otro centrado en lo general, implica entonces un primer alejamiento del objeto,[13] es decir, del individuo concreto y existente que es dado siempre como algo ajeno y previo al conocimiento, y por ello siempre in-determinado, y al cual el conocimiento debe entonces adaptarse. Se pasa así al estudio de una abstracción -un universal- construida unilateralmente por la práctica de conocimiento, puesto que es difícil conjeturar un universal que pueda ser dado a la experiencia. Esta modificación de los parámetros epistemológicos, operada por una cierta “antropología política”, implicó entonces la posibilidad de que ese conocimiento biológico a partir del cual Bichat construía su noción de las dos vidas y las dos muertes, sea trasladado al ámbito universal de la raza, cambiando así su contenido netamente biológico por otro biológico-político. Ya no sería entonces ese doble sustrato vital -la vida orgánica y la animal- lo que anidaría a cada ser humano como secreto fundamento de su existencia -y en una diferente gradación también a cada animal-, sino que a partir de ahora será la humanitas misma la que se constituirá en la diferenciación que sobre sí misma esa escisión opere: serán las razas, como universales jerarquizados, las que determinen la posición axiológica que cada cuerpo humano concreto ocupe en función de su mayor o menor “participación” del ideal en torno al cual esas construcciones conceptuales se definen.
El segundo punto en que se rompe esa continuidad del camino de deconstrucción de la persona que opina Esposito ya no es de orden epistemológico, sino desnudamente político. Si el primer orden en que se producía la ruptura con esa “deconstrucción” biopolítica de la persona era en el salto de la esfera de lo particular a la de lo universal a través de la antropología, constituyendo así una especie de “biología-política” -en el sentido de que esos saberes biológicos eran sometidos a una operación de lectura política-, el siguiente paso será el de la articulación sin más de una biopolítica[14] sobre la base de esa “biología-política” o biología leída políticamente. La direccionalidad de esta biopolítica estará regida también por el ideal central en torno al cual habían sido creados los universales de las “razas” a partir de los saberes biológicos, lingüísticos, antropológicos, etc. Su resolución en tanatopolítica no será entonces una alteración abrupta de la biopolítica, sino el cansino despliegue de su sentido.
Ahora bien, deberíamos ver entonces en qué consiste ese “ideal”, o para ser más precisos, eso que provisoriamente llamamos así por nombrar de algún modo al oscuro punto en el que se despliegan y confluyen las líneas de fuerza que van de la constitución de los universales racistas a la reconversión de la biopolítica en tanatopolítica. Pero es precisamente esto, según creemos, lo que en el recorrido que propone Esposito queda en silencio; pues entre la supuesta deconstrucción de la persona, el desplazamiento de los saberes biológicos del ámbito de lo individual al de universal de las razas y la posterior reconversión de la biopolítica en tanatopolítica, no hay sino una relación de contigüidad que no puede explicar de qué modo se articula con el dispositivo de la persona, que una vez finalizado el nazismo renacería mágicamente de sus cenizas.
El problema fundamental de este recorrido es precisamente que el concepto de persona -y su dispositivo- sigue siendo el modo más claro para explicar por ejemplo la relación entre el universal de la raza y el desnudo cuerpo biológico tal como se la concibe en el nazismo. Porque si se tratase de que la persona ha sido devastada y sólo quedan los simples cuerpos biológicos, el discurso de las razas perdería sentido. Pues las razas no son otra cosa que estructuras axiológicas discursivas, a partir de las cuales se intenta subsumir los cuerpos a una jerarquía que les es no sólo externa sino incluso incompatible, ya que no hay en los cuerpos “valor” alguno, y por lo tanto tampoco jerarquía. De modo que en el caso del nazismo no estamos ante una liquidación del concepto de persona, sino simplemente -y esto Esposito por momentos parece haberlo intuido, pero su tesis de la deconstrucción de la persona le oculta sus consecuencias últimas- ante el desplazamiento del fundamento de la persona al ámbito de la raza.
El ingreso de un cuerpo a la jerarquía axiológica no puede darse sino bajo la estructura metafórico-metafísica que hemos visto como constituyente de la categoría de persona. Pues, ahora podemos verlo, ese carácter metafórico de la persona entendida como máscara no da cuenta de otra cosa que de la distancia intransitable que separa el contenido metafísico de la persona -la hypóstasis en la tradición cristiana y lo que aquí vemos como el constructo de la “raza”- de los cuerpos concretos y existentes sobre los que ésta pretende regir. Esa instancia metafísica sólo podrá operar entonces sobre los cuerpos bajo la forma metafórica de la máscara, de la ficción a partir de la cual puede hacerse como si ese cuerpo desnudo de metafísica y sentido pudiese ser incluido en la idealidad de la pura razón, o en el caso nazi del “destino de la raza”. La valorización que ejerce la raza funciona también como esa máscara que se adhiere a algo para hacerlo significar e individualizarlo. Pues es claro que no se desprende del discurso fisiológico la posibilidad de establecer un “destino” de los cuerpos, sino que, por el contrario, es la idea de “destino de la raza” la que permite establecer, de ella derivada, la jerarquía valorativa de los cuerpos. Será entonces a partir de los universales de las razas, axiológicamente organizados, de donde los cuerpos obtendrán su posición de valor para la existencia. Así se construye una jerarquía axiológica que estructura los cuerpos desde la mayor valoración posible, los que “participan” de la raza “arya”[15], pasando por diferentes razas subordinadas, hasta llegar a la valoración negativa de los judíos, que junto a los cuerpos “defectuosos” -aquellos con discapacidades- serán catalogados como Unwert (sin valor) y su destino será, por tanto, a la aniquilación (Vernichtung).
Esta estructura nazi, que ordena los cuerpos humanos en función del valor derivado de su “participación” respecto de cada uno de esos universales abstractos que son las razas, no puede confundirse con una “aplastamiento de la persona sobre su escueto referente biológico”, como hace Esposito, sin perder con ello, precisamente, la posibilidad de asir su carácter más siniestro: el ordenamiento de los cuerpos en una jerarquía valorativa, de la que algunos, además, quedarán excluidos. Pues, como vimos, el valor y la jerarquía no pueden residir en los cuerpos, sino que por definición pertenecen únicamente al constructo universal, y es sólo en la referencia a éste que los cuerpos pueden ingresar a la jerarquía valorativa. Por esto la raza funciona como una “máscara” que se pone sobre una materia biológica indiferente[16] (es decir un puro cuerpo orgánico) para otorgarle el valor “racional” (o de “destino racial” en el caso nazi) y con él la verdadera individualidad.
Hemos visto cómo el pasaje de lo individual del discurso biológico a lo universal del discurso racista no podía hacerse sin el recurso -aunque ciertamente solapado- al concepto de persona, es decir, a esa articulación entre lo metafórico y lo metafísico de la máscara y la hypóstasis que vimos más arriba. Pero hay un punto más en que la persona parece mantenerse como el dispositivo dentro del cual se daría el surgimiento del nazismo: la transformación de la biopolítica racista en una tanatopolítica. Pues si miramos más atentamente, esta reconversión puede ser remitida a la distancia intransitable entre el cuerpo y la hypóstasis, que el “como si” de la máscara -el nivel “metafórico” del concepto de persona- no puede suprimir; pues siempre habrá un resto de resistencia en que los cuerpos se empeñen contra la subsunción de la hypóstasis: la obstinación última de la existencia, es decir de los cuerpos, frente a los universales. Y esta distancia intransitable desde la raza hasta los cuerpos es la misma que veíamos, en nuestros días, como el caminar asintótico entre el derecho y la vida humana, o por decirlo ahora con propiedad, entre el derecho y los vivientes. Y es en este punto que ese discurso racista debe transformar la biopolítica -es decir ese esfuerzo, siempre fallido y siempre recomenzado, de subsumir los cuerpos a su orden discursivo- en una tanatopolítica, que es el postrero intento, tras el fracaso de la biopolítica, de suturar la distancia entre los vivientes y la “raza” aniquilando el núcleo de resistencia que impide la subsunción total de los cuerpos, o en otras palabras, de aniquilar la vida en tanto inmanencia y materialidad que se resiste, por definición, a disolverse en la idealidad de la trascendencia.
De la escisión carne-espíritu a la solución de la “persona”
Quizá aquí podamos hacer aparecer una de las claves que emparentan el proceso que va de la biopolítica a la tanatopolítica con los comienzos mismos del occidente cristiano. En primer lugar cabría señalar que la tanatopolítica del nazismo no consistió en una matanza caótica y descontrolada, sino, por el contrario, en la gestión rigurosa de una muerte sectorizada y tecnificada, circunscripta a ciertos grupos humanos, pero especialmente dirigida a los judíos, que aparecen entonces como la diferencia absoluta, la particularidad par excellence que sostiene en su presencia la imposibilidad de totalización del universal de las razas.
¿Pero por qué los judíos especialmente y no cualquier grupo elegido al azar? Esta cuestión no puede responderse si no se prolonga el cuadro del discurso de las razas en el más amplio devenir del mundo occidental y cristiano, es decir, si no se busca el fundamento del antisemitismo sobre el que se cimenta la tanatopolítica nazi en el del antijudaísmo cristiano que durante casi un milenio y medio había estructurado la subjetividad occidental. Tal como lo sostiene el teólogo Erik Peterson (2007),[17] desde la visión histórica del catolicismo es la persistencia de los judíos en su identidad -es decir en el hecho de no reconocer al Christós- lo que hace posible la existencia de la iglesia como tal, pues si los judíos hubiesen reconocido en un oscuro carpintero judío -acaso esenio- al mesías, no habría surgido la Iglesia, sino el Reino de Dios; la Promesa habría sido cumplida. Mientras los judíos no reconozcan al Mesías en el Cristo, argumenta Peterson, no podrá cumplirse la Promesa, pero si así lo hiciesen la Iglesia dejaría de existir, y con ella el mundo.[18]
Esta paradoja abre la visión del drama histórico humano como un “mientras tanto”, es decir como una distancia temporal que separa dos regiones del presente que se ubican sin embargo como pasado y como futuro: la muerte y resurrección de Cristo por un lado, por el otro su segunda venida y la instauración del Reino de Dios. San Pablo apuntalará esta estructura de la historia con su concepto -acaso más político que teológico- de Kathechón (2 Ts 2: 6-7), es decir “aquello que detiene” la llegada del Anticristo primero y la del reino de Dios después.[19] Esta forma de temporalidad de la historia, devenida “Historia de salvación”, se encuentra también transida por la misma imposibilidad de una distancia irremontable: la vivencia de una Historia cuyo punto central ya ha sucedido (la muerte y resurrección) y una esperanza de consumación, la presencia puesta en un futuro siempre aplazado, que cada vez se irá haciendo menos deseable.[20]
Podríamos pensar este problema cristiano de la “cuestión judía” que menciona Peterson como la resistencia de lo particular frente a lo universal: la promesa hecha a los judíos en tanto pueblo particular contra el cumplimiento de esa promesa en modo universal, es decir para la humanidad toda. O casi toda. Porque como hemos visto, esta universalidad, no puede “cerrar”, totalizarse; porque si la salvación depende de reconocer a Cristo, los “judíos-judíos” -como decía León Rozitchner-, es decir aquellos judíos que resistían cristianizarse, quedarían fuera de los alcances del cumplimiento universal de la Promesa. No los salva ni Dios.
La oposición irreductible entre lo particular de lo judío, su “incredulidad”, y lo universal del cumplimiento cristiano, “católico” (Katholikós), de la Promesa será también expresada por Pablo en términos metafísicos, con enormes consecuencias políticas: la oposición entre la carne (sarx) y el espíritu (pneuma). Esta oposición incluye en primer término la existencia de dos sustratos heterogéneos en lo humano: uno inferior, la carne, de existencia indiferenciada y sin valor; otro superior, el espíritu, que mantendría su referencia a la “imagen y semejanza” de Dios. Pero esta oposición entre carne y espíritu no queda para Pablo reducida al mero plano de la existencia individual, sino que se prolonga en el campo más amplio de la existencia colectiva. De modo que así como hay una existencia individual de la carne, que es fundamento del pecado, a la que se debe morir (con Cristo) para acceder a la más alta vida del espíritu, habrá también una comunidad de la carne, basada en las “obras” (ergón) y en la “ley” (nómos): la comunidad judía, que al no reconocer a Cristo está destinada a morir, pues es la muerte el único destino de la “carne”. Como su opuesto existirá entonces otra comunidad, la del espíritu,[21] basada en la “fe” (pistis) en Cristo y en la gracia (cháris), y que está por tanto destinada a la vida eterna.[22] De modo que aquí también existen dos vidas y dos muertes de carácter individual y colectivo; sólo que no son conjugables entre sí, pues la vida del espíritu implica en su “conversión” la muerte a la vida de la carne: morir con Cristo a la carne para vivir con él en el espíritu.[23]
El problema fundamental de la no articulación de estas dos vidas salta entonces a la vista: si no es posible su articulación no habrá más doctrina que la inacción, el rechazo completo del mundo. Aquí podemos ver, entonces, por qué ese concepto paulino del Katechón, “lo que detiene la llegada del Reino de Dios”, cumplía un papel más político que teológico, pues sin él, es decir si el “fin del mundo” es considerado inminente, el cristianismo no podría tener política alguna, su acción no consistiría más que en una tranquila espera -de espaldas al mundo- de la muerte. Sólo esta concepción de una demora del “fin de los tiempos” pudo abrir el mundo a una política cristiana, es decir, a una “administración”[24] del mundo en que la historia se manifiesta bajo la forma de un “mientras tanto”.
Pero ese concepto con el que Pablo pretendió abrir el espacio de la acción política cristiana no fue de una efectividad inmediata; lo prueba la disputa de siglos con el gnosticismo, esa “enfermedad infantil del cristianismo”, que tomando demasiado en serio la condena del mundo y de la “carne” imponía la consecuencia de la inacción político-pastoral.[25] La superación de esta imposible articulación de la vida y el mundo, escindidos entre la materia o la carne por un lado y el espíritu por el otro, será también una superación del gnosticismo, pues implicará destruir esa distancia infinita entre los términos de la cual el gnosticismo cristiano se nutría. El triunfo definitivo del cristianismo sobre el gnosticismo cristiano se dará recién entre los siglos IV y V, es decir desde la solidificación del dogma cristiano en el Concilio de Nicea a partir de la figura de la Trinidad y la adopción de Constantino del cristianismo como religión imperial, hasta la doctrina filosófico-teológica del pecado original del ex maniqueo San Agustín.
¿Pero qué es lo que posibilitó ese triunfo sobre el gnosticismo a partir de Nicea? Ya lo hemos visto: es la categoría de la persona, que al estructurar la solución trinitaria, permitirá además la articulación -en los niveles metafórico y metafísico que hemos visto- de esa escisión fundamental que cimienta al cristianismo. Sólo entonces podrá desarrollarse sin contradicción el cristianismo como esa administración y gobierno de los cuerpos y del mundo que Pablo habilitaba a partir de su concepción de la demora del fin de los tiempos. De modo que la categoría de persona no aparece ahora como el origen del problema, sino como la solución a un problema más vasto e irresoluble, que es la administración y el gobierno de un mundo y una existencia materialmente negados, vale decir, de los ámbitos de la carne, del mundo, de la creación, etc. Y acaso haya sido este problema primero -el de la escisión en que se funda el mundo occidental y cristiano- lo que ha determinado ese particular comportamiento del dispositivo de la persona, que desaparece sin dejar de funcionar y retorna sin haberse ido jamás.
Conclusiones
Al referir entonces el concepto de persona y su dispositivo a la más amplia escisión en la que se funda la estructura del mundo occidental y cristiano, quizás se abra la posibilidad de establecer una crítica diferente a la que propone Esposito con el incipiente camino de un pensamiento de -y desde- lo impersonal y la “tercera persona”, entendido como la alteración del ámbito de la persona y “su extraversión hacia una exterioridad que pone en tela de juicio e invierte su significado prevaleciente.” (Esposito, 2009: 27). Pues, desde el punto de vista que hemos intentado alcanzar, el dispositivo de la persona no sería sino un momento, aunque fundamental, de un dispositivo mayor que lo engloba y dentro del cual funciona. Este horizonte de sentido más amplio, consistente en esa escisión fundamental entre la carne y el espíritu que podríamos entender como un in-materialismo, quedaría intocado en la “extraversión” de la crítica impersonal. De modo que la inversión de sentido de lo impersonal y de la tercera persona no sería sino un ordenamiento más al interior de la escisión, dentro de la cual ha funcionado históricamente la figura de la persona como articulación coherente de una contradicción irresoluble. Alterar el dispositivo de la persona en pos del de lo “impersonal” -sea esto lo que fuere- no alcanzará, desde este punto de vista, a superar la escisión fundamental de Occidente y sus reiteradas recidivas tanatopolíticas.


Bibliografía
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[1] Huelga decirlo, independientemente del papel nada menor que ellas mismas habían jugado como condición de posibilidad de esa carnicería; o acaso a causa de ese papel.
[2] Pues como nos advertía Walter Benjamin, esconder significa esencialmente dejar huellas.
[3] Una muestra particularmente interesante de estas génesis del nazismo es la que aparece en el libro de Maurice Olender (2009) Las lenguas del paraíso, en el que se muestra la interrelación entre la teología cristiana, la búsqueda de la “lengua originaria” y filología clásica en la construcción del tema de lo “ario”.
[4] Al respecto remitimos nuevamente al ya citado trabajo de Maurice Olender. También véase León Rozitchner (2006); Pierre Legendre (2008).
[5] Y esto porque el mismo concepto de contra-dicción no puede ser referido a la facticidad desnuda del mundo, sino a la estructura que sostiene su sentido y que presupone ya al lenguaje, es decir, a ese amplio campo de lo que podemos llamar la subjetividad, y que ciertamente no puede comprenderse como algo opuesto a una “objetividad”.
[6] Es importante señalar que para la teología patrística es el concepto de hypóstasis lo que diferencia a cada “persona divina” de esa única esencia que constituye la unidad del dios trino.
[7] Se trata de la célebre sentencia de la Carta a Meneceo, en la que Epicuro afirma que no hay experiencia de la muerte porque “Cuando yo estoy ella no está, y cuando ella está yo ya no estoy.”
[8] “Vivimos orgánicamente de manera tan perfecta, tan regular en la primera edad como en la edad adulta; pero compare usted la vida animal del recién nacido con la del hombre de treinta años, y verá la diferencia.” (Bichat, 1822: 68).
[9] El ejemplo que da Bichat es el crecimiento de las uñas y el pelo en los cadáveres. Por lo demás, cabe señalar que ambas vidas no se diferencian sólo en esta trama menuda, pues existen sistemas de órganos que pertenecen a cada una, diferenciándose especialmente en función de los parámetros de regularidad e irregularidad para la vida animal y orgánica respectivamente, además del componente de la voluntad. (1822: 43).
[10] Y esto es así porque la única experiencia absolutamente compartida desde el punto de vista de Hobbes es la muerte, de modo que el miedo a la muerte sería la única pasión sobre la que podría fundarse el acuerdo civil.
[11] Esto es lo que aparece en el carácter simbólico del Leviatán definido como aquel que “es rey sobre todos los soberbios” (Job, 41:34). Esta definición tomada del libro de Job no es por cierto una simple metáfora, sino el más cabal sentido de ese símbolo. Para un análisis de la función simbólica del Leviatán véase por ejemplo el clásico estudio de Carl Schmitt (2002).
[12] No obstante hay que agregar al respecto que Esposito considera la irrupción del nazismo como un pliegue de una forma más amplia aunque innominada, que incluiría a la persona como un momento diferente, pero no por ello situado en otro plano. De todos modos el problema que vemos en esta concepción es que al no determinar cuál es el lugar y la modalidad específica de ese “pliegue” se pierde de vista la relación concreta entre el nazismo y el concepto de persona, sostenida en última instancia sólo en la metonimia de la “devastación” (y decimos metonimia porque la devastación que se adjudica al concepto sería el desplazamiento de la devastación que se dio respecto de los seres humanos concretos y existentes, y si se confunde “la persona” con esos seres humanos concretos, se estaría dando por sentada la relación que se debía explicar, es decir que ellos son “personas” o que tienen un nivel de existencia “personal”).
[13] Y por supuesto también del “sujeto”, pues la hipóstasis del universal desplaza el punto concreto, corporal e intransferible en que se da el sentido de esa búsqueda.
[14] Esposito lo pone en los siguientes términos: “Un movimiento aún más decisivo en dirección tanatopolítica se produce, empero, cuando el saber antropológico, antes que oponerse desde afuera a la esfera política, incorpora su valencia operativa, por no decir decisional”. (2009: 82).
[15] Esta grafía arcaizante que utiliza la “y” en lugar de la “i” constituye un rasgo esencial del fundamento de la creación mito-poiética de lo “ario” en la ideología protonazi, véase Maurice Olender (2009). Quizás no sea del todo inocuo señalar que la misma grafía arcaizante, aunque con una justificación diferente, utiliza Heidegger con respecto al concepto de ser (Seyn en lugar de Sein).
[16] Podría suponerse que el caso del señalamiento hecho por el nazismo de ciertos caracteres fisiológicos como atributos del valor de la raza podría aparecer como una valoración del cuerpo biológico por sí mismo, pero si miramos más atentamente, veremos que esto no es así, pues no se trata de que tal forma de la cabeza, tal pigmentación de la piel, etc., impusiesen una valoración determinada, sino que de las características del grupo autoafirmado, por ejemplo piel blanca, se desprendían aquellas formas que integrarían el imaginario de las “cualidades superiores”, del cual derivan entonces su “valor”.   
[17] Es interesante destacar que esta postura, definida por Jacob Taubes como “apocalíptica de la contrarrevolución”, no proviene de un filonazi, sino todo lo contrario; Peterson se opuso desde el principio al nazismo, y fue este libro que aquí citamos una de las críticas más duraderas a las tesis de Teología política de Carl Schmitt. Esta posición de Peterson, sin embargo, es útil para notar, precisamente en los rasgos que lo diferencian del “caso límite” del nazismo, un enrarecido y secreto aire de familia, que no es ajeno a la hermandad del Pogromo y la Solución Final. O en otros términos: nos sirve para pensar el camino que lleva del antijudaísmo teológico o teológico-político y el antisemitismo biopolítico a la tanatopolítica.
[18] No es difícil ver aquí algo como una variación del argumento de El gran inquisidor de Dostoievski, sólo que son los judíos, y no el Cristo en su segunda venida, quienes inoportunan el orden del mundo, aunque de un modo ciertamente más paradójico, pues se conviertan o no, su existencia será puesta en entredicho, pues las alternativas se limitan a la persecución o al Apocalipsis.
[19] Como es sabido Schmitt retoma el Katechón como concepto fundamental de toda historicidad contrarrevolucionaria.
[20] En este sentido es fundamental el cambio que comienza a observarse en los apologetas cristianos, por ejemplo en una famosa oración del Apologeticum (197 d.c.) de Tertuliano (2001), dirigido a convencer a los gobernantes de las provincias romanas de aceptar la posición cristiana, se lee: “Rogamos también por los emperadores, por sus ministros, por las potestades, por el estado del siglo, por la paz de todos y por la retardación del juicio final.” (2001: XXXIX, 2, subrayado mío). Lo que salta a la vista de un modo particular es la articulación entre los poderes del Estado -los emperadores, sus ministros, etc.- con el ruego por la demora del fin de los tiempos, pues muestra la lenta coincidencia que se iría dando entre la dominación y administración del mundo y la renuncia a las esperanzas escatológicas, o al menos a su inminencia.
[21] “porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, [piensan] en las cosas del espíritu” (Ro. 8: 5). Sobre la pertenecía de los judíos a la comunidad de la carne existe en Romanos muchos pasajes, los más celebres acaso sean 1:3 y 9:3-8 dónde se declara que Cristo según la carne era descendiente del rey David y que él mismo, Pablo, es pariente de los judíos según la carne, de los que se desprende que no lo es según el espíritu. Sobre este último pasaje: véase Jacob Taubes (2007).
[22] Ro. 8: 20-22.
[23] Y también morir al mundo, pues éste ha sido, como toda la creación, “sujetado a vanidad” (8:21), y sólo pereciendo puede ganar su nueva existencia incorruptible, inmaterial.
[24] Es fundamental en la obra de Peterson la figura de una “liturgia” (leitourgía), administración pública del mundo, en oposición a una política. Para esto puede verse, además del citado libro de Peterson: Giorgio Agamben (2008).
[25] La creencia general del gnosticismo, que lleva hasta sus últimas consecuencias el neoplatonismo, conduce a rechazar el mundo y toda la materia como creación de un dios menor y maligno, el demiurgo, y sostener la existencia de un Dios desconocido y perfecto, pero ajeno al mundo. Sobre esta temática puede verse el clásico estudio de Hans Jonas (2003); Jacob Taubes (2008); también el trabajo clásico sobre el gnóstico Marción de Adolf von Harnack (1921).