El sujeto y la contra-violencia[1]
El libro Diálogos, que Vicente
Zito Lema publicó recientemente en Topía, nos presenta, evocados desde el
afecto, la experiencia vivida de diferentes encuentros con algunos de nuestros
grandes maestros: Fijman, Pichon Rivière, Ulloa y Rozitchner. La evocación quizá
sea el método más adecuado para esta tarea de ausentar sus ausencias, haciendo
aparecer lo que de ellos quedó ahora en nosotros: esa presencia que nos falta
pero actualizamos en el afecto. Pero por eso mismo, quizás la evocación sea
además uno de los métodos más dudosos para la polémica, pues la imagen del otro
se recorta al largo de nuestra propia sombra. Y en el diálogo dedicado a León
Rozitchner hay además de la evocación, o a partir de ella, una polémica.
Pero quisiera aquí llamar la atención sobre la polémica en sí y no sobre
su modalidad. Se trata, por lo demás, de un tema ineludible: el problema de la
violencia como camino político revolucionario en nuestra historia reciente. Su
punto clave no estaría tanto en el diálogo en sí mismo como en las
declaraciones en las que el autor se refiere a él en el programa radial de
Mario Hernández[2]. La lectura que hace allí
de la posición de León neutraliza el debate que había introducido el libro.
Podemos ordenar estas declaraciones a partir de las siguientes
afirmaciones: la primera consiste en 1) una caracterización de las últimas
reflexiones de León como un pensamiento “entregado”, resumido en la imagen de
un “León herbívoro”; la segunda, en que 2) este pensamiento se centraría en una
división “de tipo idealista” entre un mal absoluto y un bien absoluto, es decir
una “división de tipo espiritual”; la tercera se desprende de las anteriores y
pretende moderarlas alegando que 3) León no siempre pensó así, sino que se
trata de un giro en las posturas del final de su vida.
Decíamos que esta lectura del pensamiento de León neutraliza el debate.
¿Por qué? Pues porque esconde los dos aspectos fundamentales en que se basa la
posición de León: la cuestión del espacio subjetivo en que debe desarrollarse
simultáneamente la política y, en estrecha relación con esto, el estatuto
propio y diferencial de la práctica política que movilice ese espacio subjetivo
para enfrentar la violencia del sistema, es decir la contra-violencia. Sólo
negando estos dos aspectos puede clasificarse este pensamiento bajo la especie
de los herbívoros. Traer al centro del debate estas dos cuestiones que en los
comentarios de Zito Lema se ven marginadas es finalmente la modesta intención de
estas líneas.
Estas dos cuestiones, la de la subjetividad en la política y la de la
contra-violencia, no son sin embargo más que dos aspectos de un solo problema.
Y es aquí, entonces, donde podemos ver que si bien el pensamiento de León fue
complejizando su postura en lo que a esta cuestión respecta, es también posible
trazar una genealogía que podríamos desplegar desde su artículo La izquierda sin sujeto -en el que
polemizaba con Coock en 1966- hasta abarcar sus últimas referencias al tema,
reunidas en 2011 en el libro Acerca de la
derrota y de los vencidos.
León planteaba en su polémica con Coock que la renuncia de la izquierda a
tomar en consideración el campo subjetivo dio lugar a una reproducción de los
parámetros en que se sostenía la sociedad burguesa. Operar sobre la
subjetividad implicaba que la transformación revolucionaria debía desarrollarse
prolongando la afectividad individual en el plano más amplio del cuerpo social,
como así también lo individual mismo debía ser el ámbito en que se inerve la transformación
radical de lo social; ceder este espacio era abandonar toda eficacia
transformadora. Pues en ese “nido de víboras” de la subjetividad se anudaban
las fuerzas sociales de la cooperación que el capitalismo reunía en un nivel al
mismo tiempo que, en otro, las disgregaba del modo más extremo, expropiándolas para
acumularlas objetivadas y representadas como capital.
La tarea fundamental que se imponía entonces, desde el punto de vista de
León, era liberar esas fuerzas colectivas -la cooperación- poniendo en juego el
lugar en que el corte se producía: la propia subjetividad. Y para abrir ese
espacio íntimo a un campo más amplio en el que recuperar esa potencia colectiva,
existente pero “alienada”, la práctica política no podría tomar la misma lógica
que imponía el terror capitalista y cristiano. Hacerlo equivaldría a confundir
la especificidad de las fuerzas sociales que había que desatar: creer que podía
“representarse” a los oprimidos -ocupar imaginariamente el lugar de esa fuerza-
y luchar por ellos, en lugar liberar esa fuerza existente de la cooperación
para hacerla coincidir consigo misma.
La concepción de la izquierda que negaba la especificidad misma de la
política como continuidad de la guerra por
otros medios en favor de la guerra desnuda, que ya no se proponía liberar
esas fuerzas de la cooperación de las que se nutre el sistema sino enfrentar las
fuerzas del Estado con las propias, “representando” al pueblo, estaba
inficionada -a pesar de su heroísmo y entrega- por los mismos términos del
sistema que combatía: el corte radical con las fuerzas colectivas. La
diferencia entre las fuerzas propias y las “representadas” era ocupado entonces
por la fantasía: se salvaba imaginariamente la distancia real con ese poder
colectivo que no había sido despertado. Un pez que se soñaba mar.
No podemos aquí reponer todos los argumentos de León; nos basta sin
embargo señalar que es el olvido (la ¿forclusión?) de esta problemática de la
subjetividad lo que lleva a plantear místicamente y desde la derecha, como lo
hace Del Barco, que violencia y contra violencia son una y la misma cosa; o desde
la izquierda y con buenas intensiones, que se diferencian sólo por sus fines, y
no por su relación con la muerte.
Creemos que no podremos renovar un proyecto anticapitalista sin retomar
esta cuestión de la subjetividad, sistemáticamente desdeñada en nuestras
experiencias históricas y sus lecciones.
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