El fetichismo de la mercancía y nuestro secreto[1]
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Es difícil
sustraerse a la sensación cada vez más generalizada de que el ámbito de lo
humano pierde terreno frente al de las cosas; de que el “mundo de las
mercancías” crece y en su crecida irrefrenable deroga todos límites que alguna
vez lo contuvieron, inundando por fin cada cuerpo, cada relación humana;
borrando entonces definitivamente al “Hombre”, así como -clamaba una voz- se
borraría “en los límites del mar un rostro de arena”.
Pero entonces
notamos que junto a ese “mundo de las mercancías” es también esta “sensación”
lo que crece; y se arremolina en cada pensamiento como una enredadera que trepa
sobre un árbol para captar mejor la luz del sol, hasta secarlo. Al pensamiento,
digo. Porque ahora sobre hombros del pensamiento esta “sensación” parece
gigante, y el pensamiento, un poco asfixiado y empequeñecido, no puede más que
dejarse dirigir por ella. Y no porque su vista sea más corta, sino porque al
llevarla sobre sus hombros esta “sensación” le tapa toda luz.
Quizás entonces debamos
perseverar en las afueras de esta “sensación”, para pensarla. Aferrarnos a una
duda, no razonable sino desesperada, que nos mantenga todavía a distancia de
esa “sensación”. Al menos hasta comprender sus fundamentos. Hasta reparar en su
significado profundo. En sus raíces. Pues si miramos atentamente, esta
“sensación” parece tener una relación subterránea, algo como un afluente
inconfesado, con este proceso de desborde del “mundo de las mercancías”. Algo,
en fin, que podríamos entender como la proyección de nuestra propia potencia,
del carácter social en el que se tejen las fibras últimas de nuestra existencia
humana, sobre las cosas. Esta “sensación” se nos presenta entonces como
inseparable de la existencia de los productos de nuestra actividad bajo la
forma de mercancías, es decir de “cosas sensiblemente suprasensibles”, o como rezaba una traducción menos fiel aunque bella,
“físicamente metafísicas”.
¿Y por qué decimos que es inseparable del “mundo de las mercancías”? Pues
porque esa “sensación” no es otra cosa que la humanización del borramiento de
lo humano. Parafraseando un poco a Marx: en esta “sensación” se da
subjetivamente el hecho de que la mercancía es el ser humano que se ha perdido
totalmente a sí mismo. Con esto, es claro, no hemos sino trasladado el problema
desde la mercancía y su “sensación”, es decir la constelación de su fetiche,
hasta el ámbito de lo humano y de su pérdida. Y sin embargo quizás sea ésta la
instancia que nos permita, de una vez por todas, el temido y siempre aplazado
descenso a ese “nido de víboras” en el que León Rozitchner nos exhortaba buscar
nuestras determinaciones profundas, para dejar de reproducir en cada acción que
pretenda liberarnos aquellas secretas e incansables cadenas que nos
constituyen. Encontrar entonces en ese “nido de víboras”, en ese origen
“arcaico” del yo y del mundo que describe Rozitchner, la clave de la “pérdida”
con la que Marx nos muestra subjetivamente como mercancías y objetivamente como
una subjetividad sin objeto, es decir, esa pura “sensación” de pérdida que
humaniza la deshumanización.
Otros ya han aventurado este descenso. Entre los nombres míticos quizás
el de Edipo -como decía Hegel- haya sido el primero. Y es probable que aún
podamos aprender algo de aquel malogrado fil-ántropo. Porque la derrota de
Edipo ante la testarudez de los dioses -es decir su destino- no se debió a la
heredable hýbris[2],
sino al haber confundido la pregunta que poseía con una respuesta; “el hombre”, habría contestado
Edipo al enigma de la esfinge; pero esta esfera de lo subjetivo no debía ser
respuesta a enigma alguno, sino la pregunta que lo guiase en la noche interior
de su búsqueda. Y es por esto que la suya será una respuesta falsa. No porque
su contenido sea erróneo, sino por disuadir al conocimiento de la más urgente
de las interrogaciones. Será entonces esta falsa respuesta, esta pregunta
travestida, lo que lentamente irá hilando alrededor de Edipo ese laberinto de sangre
repetida y carne gozosa; hasta que el tejido se deshaga en la imagen última de
su propia cara revelada en los rasgos, ahora yertos, de su madre. (La desesperación
de Edipo ante esas facciones rimadas no figura en el inventario griego, pero algo
nos la sugiere en la urgencia por castrar sus ojos). Y entonces el pobre Edipo,
con su pueril respuesta “el hombre” y sus pies hinchados -quizás no por haber
pendido de un árbol, sino por ese mucho caminar de su huida circular- “vuelve
los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada.”
El resto es oscuridad.
Advertidos ya del
peligro entraremos entonces a este laberinto que nos anida con la estrategia de
Teseo: la mercancía, como el hilo de Ariadna, tiene un extremo dentro del
laberinto y el otro afuera, pues logra uncir al yugo de su existencia lo
objetivo y lo subjetivo. Aferrados al hilo de la mercancía buscaremos ese
secreto con que ella nos pone incansablemente en evidencia. No para dar una
respuesta definitiva ni resolver enigma alguno, sino para problematizarnos,
para que nuestro pensamiento no se convierta en una mansa sombra del “mundo de
las mercancías”, para que el ámbito de lo humano deje de ser, sin más,
un momentáneo rostro de arena.
En el comienzo…
Empecemos por donde
lo hace Marx: “La riqueza de las sociedades en que las que domina el modo de
producción capitalista se presenta como un ‘enorme cúmulo de mercancías’, y la
mercancía individual como la forma individual de esa riqueza.”[3]
Estas palabras que inauguran el primer capítulo de El Capital quizás sean en tanto comienzo
algo más que una mera forma de empezar. Provienen de una preocupación o advertencia
sobre el problema metodológico que supone el comienzo del pensar filosófico:
una “necesidad profunda”, había prevenido Hegel[4],
habita los comienzos de todo pensar científico o filosófico: la necesidad de dar
razón del primer paso. Pues todo primer paso despliega un camino, y en el caso
del pensar ese camino es su método. Bajo este desafío hegeliano es que Marx
concibe este primer paso: comenzar por la mercancía.
Ahora bien, ¿qué
significa que entre todos los comienzos posibles Marx se decidiese por la
mercancía? En primer lugar tenemos que notar que este comienzo por la mercancía es anterior a El Capital. Proviene de la Contribución
a la crítica de la economía política de 1859. El Capital, declara Marx, surge como una continuación de aquel
trabajo y comienza entonces por reproducir sus resultados aunque mejorados en
su exposición. Pero quizás nos ayude una diferencia con respecto a ese
comienzo: en 1857 Marx había bocetado una introducción[5]
-finalmente abandonada- para las investigaciones económicas de las que surgiría
la Contribución a la crítica dos años
después; y el comienzo allí era otro: “Individuos que producen en sociedad, o
sea la producción de los individuos socialmente determinada: este es
naturalmente el punto de partida”[6].
Enrique Dussel
plantea que este desplazamiento del comienzo obedece al descubrimiento, en los Gründrisse (1857-1858), de la
importancia fundamental del “valor” como punto de partida y comienzo
metodológico, y de la “producción” como “referencia ontológica (y hasta
metafísica en relación con el trabajo vivo como fuente de la creación del
producto) obligada, necesaria…”[7].
Creemos sin embargo que esta teorización -sin duda acertada en cuanto a su
planteo de la importancia cobrada por la temática de la “producción” y la
“teoría del valor”- en lo que refiere al tema del comienzo produce un borramiento: silencia con su lectura lo que el
texto dice[8].
Pues el comienzo inmediato de la Contribución
a la crítica y de El Capital no
es “el valor” tomado en sí mismo como un encadenamiento de determinaciones
abstractas e independientes de la materialidad de su aparición, sino la
mercancía tal y como se presenta a la experiencia actual, y sólo entonces, a partir de la mercancía, es que el valor
será analizado como determinación suya. Otro tanto sucede en el comienzo de la Introducción de 1857. Si prestamos oídos
al texto encontraremos que la primera referencia no está dirigida a la
producción como tal, a la acción abstracta de producir, sino a los “individuos
que producen en sociedad”, es decir, a los sujetos.
Pero lo que en este momento nos interesa
retener de estos dos comienzos es la
diferencia que existe entre ambos. A simple vista parece tratarse de un
desplazamiento que iría desde el polo del sujeto en el comienzo de la Introducción de 1857 hacia el del objeto
en el de la Contribución a la Crítica
de 1859. Pero la “simple vista” es siempre superficial, pues no logra captar el
movimiento más que en la exterioridad de sus momentos. Porque si bien el primer
comienzo, el de los “individuos que producen en sociedad”, parte desde el punto
de vista del sujeto, el segundo, el de la mercancía, no será un alejamiento unilateral
del sujeto sino su incorporación a una instancia más compleja, aunque aún
indeterminada, en la que coinciden el sujeto y el objeto.
Pero, ¿por qué
decimos que la mercancía incluye en su propio ser las determinaciones
subjetivas además de las objetivas? Pues porque en las sociedades capitalistas
la mercancía no es simplemente el objeto resultante del trabajo humano, sino
también la condensación en el objeto del carácter social de la producción, es
decir la cristalización objetiva del vínculo subjetivo o social. El sujeto y el
objeto con-viven entonces la doble vida de la mercancía; vida que es, alternada
y simultáneamente, material y social. Comenzar por ella será entonces hacerlo
tanto por el sujeto como por el objeto.
El lugar concreto en
que se nos revele en toda su claridad la oscura pertenencia de la mercancía al
ámbito de la subjetividad será el análisis de Marx del fetichismo de la
mercancía: la instancia en que lo subjetivo se presenta en su desnuda
objetividad y la objetividad en sus investiduras subjetivas.
Mercancía y riqueza
Hasta aquí la
conjugación de lo subjetivo y lo objetivo en la mercancía. Pero, ¿de qué modo
esa conjugación es posible? ¿Cuál ha de ser la naturaleza de la mercancía para
que en su existencia se condensen lo subjetivo y lo objetivo, precipitando
entonces en una nueva determinación? Para comprender esto podríamos remitirnos
nuevamente al comienzo de El Capital:
allí Marx decía que la riqueza se presentaba en la sociedad capitalista como un
“enorme cúmulo de mercancías”; si invertimos esta ecuación tendremos una
primera noción de la mercancía: es la forma que adopta la riqueza en la
sociedad capitalista. Con esto, por supuesto, no hemos hecho más que desplazar
el problema desde la mercancía a la riqueza. Debemos preguntarnos, pues, por el
papel que desempeña la riqueza en el pensamiento de Marx.
Apoyémonos en un
pasaje de los Gründrisse -señalado
hace tiempo por León Rozitchner- en el que Marx se interroga por la naturaleza
de la riqueza más allá de la limitación que la actual sociedad capitalista le
impone:
“…si se despoja a la riqueza de su limitada forma burguesa, ¿qué es la
riqueza sino la universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas
productivas, etc., de los individuos, creadas en el intercambio universal?
¿[[Qué sino]] el desarrollo pleno del dominio humano sobre las fuerzas de la
naturaleza, tanto sobre las de la así llamada naturaleza como sobre su propia
naturaleza? ¿[[Qué sino]] la elaboración absoluta de sus disposiciones creadoras (…) que convierte en objeto a esta
plenitud total del desarrollo, es decir al desarrollo de todas las fuerzas
humanas (…) no medidas con un patrón preestablecido?[9]
A partir de este
pasaje sostiene Rozitchner que esta concepción de la riqueza no limitada es
“aquello que conforma a los sujetos en tanto cualidades que los individualiza
en el intercambio universal, y este incremento de las capacidades que
personalizan, amplían y desarrollan los poderes del cuerpo se producen en ese
intercambio (…) convertidas en cualidades que se integran en mi propia
individualidad.”[10]
Despunta una claridad: esta concepción de la riqueza está muy lejos de ser la
mera acumulación de objetos o bienes. Incluso más: podríamos decir que es todo
lo contrario, que es la prolongación a través del objeto de la subjetividad
individual en la subjetividad de los otros -esto es, prolongación de las
necesidades, capacidades, goces, etc., en el “desarrollo de todas las fuerzas
humanas”-.
La riqueza en su
forma no limitada, no burguesa, constituiría entonces una subjetividad ampliada
en la que la individualidad se expandiría a través de su objeto[11]
hasta alcanzar su propia determinación universal como algo que le es propio. De
un modo coherente con esta descripción de la riqueza dice Marx en los Manuscritos: “El hombre se
apropia su esencia universal de forma universal, es decir, como hombre total.”[12]
La esencia de la riqueza será entonces la apropiación
(Aneignung) del objeto como apertura
y prolongación de cada subjetividad corporal e individual en la universalidad
concreta de los otros hombres y mujeres como la formación de una totalidad. Pero,
¿por qué es concreta esta universalidad? Pues porque se constituye como la
“síntesis de múltiples determinaciones” individuales, vale decir, como la
unidad de los diversos individuos; pues, como afirma Marx, “Hay que evitar ante
todo el hacer de nuevo de la «sociedad» una abstracción frente al individuo. El
individuo es el ser social. Su exteriorización vital (…) es así una
exteriorización y afirmación de la vida social”[13],
de modo que sólo como composición de los individuos, como síntesis de lo
particular y no como una esencia ya dada, es que lo social podrá alcanzar una
universalidad concreta.
La proyección de las capacidades, necesidades y de todas las demás
cualidades del individuo en su objeto son entonces también la in-corporación de esas cualidades en la
universalidad concreta que encuentra en los otros; pero al mismo tiempo esta in-corporación de su propia potencia en
la universalidad, es prolongación de su apropiación del objeto, pues cada “una
de sus relaciones humanas con el mundo (ver, oír, oler, gustar, sentir, pensar,
observar, percibir, desear, actuar, amar), en resumen, todos los órganos de su
individualidad, como los órganos que son inmediatamente comunitarios en su
forma, son, en su comportamiento objetivo, en su comportamiento hacia
el objeto, la apropiación de éste.”[14]
Cuerpos individuales, entonces, pero sociales. Y del mismo modo lo social se
inscribirá también en la propia materialidad corporal del individuo: “…los
sentidos y el goce de los otros hombres se han convertido en mi propia apropiación.”[15]
Hemos encontrado en esta forma no limitada de la riqueza la prolongación,
a partir de la apropiación del objeto, de la potencia de cada cuerpo individual
en un cuerpo colectivo -el cuerpo de una “entidad comunitaria” (Gemeinwesen) que mantiene al individuo
como determinación suya-. Volvamos ahora la mirada al modo en que aparece la riqueza en la sociedad
capitalista, es decir a ese “enorme cúmulo de mercancías”. No nos referiremos
aquí a la forma histórico-genética de esa aparición -aquello que Marx describe
en los Gründrisse como las
“formaciones económicas precapitalistas”- sino a los presupuestos lógicos que
supone la mercancía como “forma de la riqueza” en una sociedad.
Lo primero que debemos notar es que la reducción de la riqueza a la forma
mercancía debe darse como la limitación de esa subjetividad extendida que
constituía la riqueza en su forma social. Es decir que esta aparición de la
riqueza como mercancía se dará a partir de la delimitación de ese cuerpo
colectivo en el que cada cuerpo individual prolongaba su potencia, de modo que
ahora el cuerpo individual quedará replegado sobre sí mismo. El primer
presupuesto de la mercancía será entonces que el sujeto sea un productor
aislado, individual e independiente; el segundo, la existencia de una
separación entre los seres humanos y sus condiciones originarias de existencia,
es decir de la naturaleza en el sentido amplio de objeto y medio de su
actividad. Esta separación se manifiesta de un modo doble: el sujeto, individuo
separado de los otros y de sus condiciones de existencia, queda reducido a los
límites de su propia individualidad. Su existencia activa y su actividad vital
devienen, al faltarle su objeto, potencialidad puramente abstracta, es decir
mera “fuerza de trabajo”. El extremo opuesto de esta escisión, el objeto, queda
parejamente reducido a una cosa independiente de toda subjetividad.
La apropiación del objeto en su forma no limitada -como vimos en los Manuscritos- se da como humanización del
objeto, es decir que “la cosa misma es una relación humana objetiva para
sí y para el hombre y viceversa”[16];
en cambio en su forma limitada, capitalista, es la “cosa” la que ocupará el
lugar de los seres humanos -especialmente la condición social de su existencia-
pues éstos han quedo reducidos al estrecho confinamiento de su interioridad
individual, dándose entonces un proceso de cosificación de los sujetos, pero asimismo,
el objeto consumido por este individuo aislado habrá perdido la posibilidad de
ser metabolizado en el cuerpo común social, reducido a la mezquindad de un solo
estómago, compartirá ahora la soledad de quien lo consuma.
Esta limitación de la relación con el objeto se da entonces
subjetivamente como un desplazamiento desde el ser hacia tener; desde la
prolongación de las satisfacciones, las necesidades, capacidades, etc., en el
cuerpo colectivo de la “entidad comunitaria” (Gemeinwesen) como “desarrollo de todas las fuerzas humanas”, hasta
la relación unilateral con el cuerpo individual cerrado sobre sí mismo[17].
De modo que, en palabras de Marx, el individuo, “p. ej. el obrero, está presente de una
manera puramente subjetiva, desprovista de carácter objetivo, pero la cosa, que
se le contrapone, ha devenido la verdadera entidad comunitaria, a la que él
trata de devorar y por la cual es devorado.”[18]
El resultado es doble: individual y subjetivamente, la vivencia de ser una pura
“subjetividad sin objeto”; colectiva y objetivamente, la vivencia de una
“realidad” que se instaura como pura “objetividad sin sujeto”[19].
Una interioridad, entonces, puramente subjetiva y una objetividad de
impenetrable exterioridad.
A partir de esto
podemos comenzar a entrever el tipo de limitación que la mercancía impone a la
riqueza social entendida como expansión y libre desarrollo de la potencia de
cada individuo en el cuerpo común social: la “cosificación de los sujetos y la
personificación de las cosas”.
Fetichismo y vínculo social
Tenemos entonces una
primera formulación de este fenómeno del fetichismo de la mercancía: la
“cosificación de los sujetos y la personificación de las cosas”. Pero esta
formulación del problema es aún externa. Nada nos dice sobre qué significa esa
“inversión de papeles” entre los sujetos y las cosas; nada sobre su origen o su
destino. Pues da cuenta de la forma espectral de la mercancía apenas en la
imagen última y febril de su percepción: el temblor ante su presencia, la
mirada desencajada que siente su propio corazón latiendo en el piso, pero no la
maquinaria subjetiva de esa traición.
Y sin embargo esta
formulación “externa” del fetichismo de la mercancía puede ser remitida sin mayor
dificultad al modo más general en que vimos el funcionamiento del “mundo de la
mercancía” como limitación del vínculo social, es decir aquella limitación de
la riqueza social a la unilateralidad de la forma individual y “objetivante”[20]
que implicaba su aparición como un “conjunto de mercancías”. De modo que ese
misterio que late en la cosificación de las personas y la personificación de
las cosas no sería más que la percepción de la limitación del vínculo social.
Dice Marx al respecto:
“Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en
que la misma refleja ante los hombres el carácter
social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los
productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y,
por ende, en que
también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global,
como una relación social entre los objetos, existente al margen de los
productores.”[21]
Podemos ver ahora
con claridad que esa cosificación de las personas y personificación de las
cosas consiste en que los hombres y mujeres perciben el vínculo social en que
se constituyen y viven -el conjunto de las relaciones sociales- sólo en el
reflejo de su exteriorización unilateral como “cosas” puramente objetivas. Los
productos de su actividad vital, manifestación de su propia vida activa, se les
presentarán entonces como si esa humanización
de la naturaleza -la apropiación (Aneignung)
de la naturaleza como su cuerpo inorgánico- no naciese de su propia actividad
social, sino de una cualidad “objetiva” e inherente de las cosas. Así, esta
aparente cualidad social de los objetos es lo que hace que éstos se relacionen
entre sí como personas; la percepción del vínculo social en la solitaria exterioridad
de los objetos, lo que volverá meras cosas a las personas y sus relaciones.
Pero se nos presenta
entonces un interrogante: ¿de qué modo es que ese vínculo social en el que los
seres humanos se constituyen como tales puede aparecer ante ellos mismos -en su
forma del “carácter social” del trabajo- como algo que les es completamente
exterior? La respuesta es algo que ya hemos visto; radica por un lado en esa
separación de los seres humanos de su cuerpo colectivo en tanto que existencia
material y libidinal de la “entidad comunitaria” y por el otro de la naturaleza
como el “cuerpo inorgánico de su subjetividad”; es decir, en esa separación histórica
que se manifiesta como oposición de los dos órdenes de ese vínculo social:
entre los sujetos entre sí y entre el sujeto y el objeto.
Esta separación,
fruto de un lento proceso histórico -cuyo contorno Marx había delineado en el
capítulo de las “Formaciones económicas precapitalistas”[22]-
tomará cuerpo en la sociedad burguesa, división del trabajo mediante, como
producción y reproducción de la vida humana a partir de la actividad de productores individuales e independientes.
Es por esto que para Marx “Si los productos para el uso se convierten en
mercancías, ello se debe únicamente a que son productos de trabajos privados
ejercidos independientemente los unos de los otros. El complejo de estos
trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global.”[23]
Pero esto último nos muestra entonces que esa producción “individual e
independiente” no es tal sino de un modo abstracto y unilateral, pues esos
trabajos privados, para que en su conjunto formen un “trabajo social global” y
no una mera agregación inconexa de trabajos, deberán estar socialmente
inervados. Y por lo mismo esa individuación de los productores deberá ser a su
vez, en un nivel más profundo, una individuación
socialmente determinada. Por lo que el vínculo social que era disuelto en
la separación de los seres humanos y sus condiciones de existencia -es decir separación
de los otros seres humanos y de la naturaleza como objeto y medio de la
actividad vital- deberá ser a su vez reconstituido, pero ahora en un nivel diferente.
De modo que esa vinculación social de los individuos mediada por el objeto será
ahora una re-vinculación; su ligazón una re-ligazón.
Para poder
comprender este movimiento en que el vínculo social es descompuesto y vuelto ulteriormente
a re-componer en un nivel diferente, deberemos intentar comprender algunas de
las características fundamentales de este vínculo. Para ello veamos algunas
determinaciones que de éste pueden encontrarse, aunque sólo insinuadas, en el
pensamiento de Marx, para prolongarlas entonces en otras geografías del pensar que
nos sean más próximas.
Los presupuestos de la existencia humana y el
vínculo social
En La ideología Alemana[24] Marx
y Engels afirman que toda existencia humana, desde el comienzo de la humanidad
hasta nuestros días, debe apoyarse necesariamente en cuatro presupuestos
fundamentales, que son a su vez aspectos inseparables de esa misma existencia. Plantean
entonces que a) la existencia humana
depende en primer lugar de la transformación de la naturaleza para producir los
medios de satisfacción de sus necesidades, “es decir, la producción de
la vida material misma”; a partir esta primera
satisfacción de necesidades se da b)
un proceso incesante, y superpuesto al primero, de creación de nuevas
necesidades; al mismo tiempo, c) los
seres humanos deberán producir nuevos seres humanos, es decir procrear;
finalmente, para que sea posible tanto la producción de la vida material como
la (re)producción de los seres humanos, deberá, necesariamente, existir d) cooperación entre los individuos.
Estos prerrequisitos, como lo aclara Marx, no son niveles estancos, sino perfiles
o “momentos” de una misma existencia. Su división es por lo tanto analítica; en
la práctica ninguno de los niveles puede existir sin los otros tres, por lo que
no podría hablarse de vida humana si alguno faltase.
Ahora bien, si estos niveles forman un todo indivisible en la existencia
humana, para no ser meras abstracciones deberán ser prolongados en su mutua
interrelación, es decir comprendidos sintéticamente. Encontramos entonces que
sólo dos de esos niveles se refieren propiamente y de modo directo a la
actividad de producción: el nivel a, es
decir la transformación de la naturaleza para producir medios de satisfacción
de necesidades y el nivel c, el de la
producción de nuevos seres humanos. ¿En qué consisten entonces los otros dos niveles?
Por su parte el nivel b, la creación
de nuevas necesidades, podría justificadamente prolongarse más allá su ámbito
de surgimiento y ser comprendido entonces como la forma más amplia de producción
social del deseo[25],
entendido entonces en su surgimiento histórico individual no ontológicamente como
“falta” o vacío, sino como el proceso material de incesante creación afectiva
de nuevas necesidades. De modo que este nivel sería el de la respuesta del
individuo ante las exigencias surgidas desde cada uno de los ámbitos de
producción (niveles a y c). El nivel d, la cooperación, será en cambio el ámbito de las respuestas
colectivas ante esas mismas exigencias, es decir, la forma social de
organización de las respuestas.
Pero no debemos pensar por esto que estos dos niveles de respuesta sean
instancias separadas; tanto el individuo como el colectivo se copertenecen como
correlatos. Pues “el individuo es el ser social”. De modo que la forma concreta
de respuesta que tome la organización colectiva no será sino una prolongación
del cúmulo de respuestas que se han gestado en el individuo como deseo; pero
asimismo esa producción del deseo se dará a partir de una concreta forma de cooperación,
es decir, de relación con los otros. Nada
nuevo bajo el sol: apenas aquella determinación que había propuesto Freud
en la que la unidad de toda formación colectiva se resolvía en un vínculo
libidinal; y su contracara: la verificación necesaria de esa forma colectiva en
la organización más íntima del individuo.
Podemos ahora, a partir de estas descripciones, volver la mirada sobre estos
cuatro niveles o presupuestos de la existencia humana en busca de una razón más
profunda para su ordenamiento. Vimos en principio dos grupos: por un lado los
niveles a y c -producción de la vida material y de nuevos seres humanos- que
llamamos simplemente niveles de producción; por el otro los niveles b y d
-la producción del deseo, es decir de nuevas necesidades, y la cooperación-
cuya función parecía más bien la de relación entre las otras instancias. Y es a
partir de esta distinción que quizás podamos encontrar el sentido total del
ordenamiento en que se disponen estas instancias fundamentales de la existencia
humana. Los “niveles de la producción” -a
y c- serían el resultado de la
respuesta “metabólica” de los seres humanos con la naturaleza, tanto con la
propia como la así llamada “externa”. Los otros dos niveles, b y d,
se constituirían en cambio como las relaciones fundantes de estos ámbitos “metabólicos”
de la producción. Pero, ¿qué son entonces estas relaciones? Simplemente aquello
que en líneas generales llamamos el vínculo social. De modo que entre la
“cooperación” y la “producción de deseo” se constituiría, entonces, la forma
concreta del vínculo social como correlato subjetivo -individual y colectivo-
del ámbito de la producción de cosas y seres humanos.
Ahora bien, hasta aquí hemos visto tan sólo el funcionamiento externo del
vínculo social; para poder comprender el modo en que ese vínculo es disuelto y
luego religado en un nivel diferente deberemos encontrar esa posibilidad en sus
propias determinaciones internas. Intentemos buscar estas marcas en el origen
del vínculo social.
Génesis del vínculo social
La pregunta por el origen del vínculo social no es en sí misma algo
nuevo, ha sido la monomanía de la humanidad desde sus comienzos. Del intento de
responderla nació el mito. Incluso Freud, consciente de la imposibilidad de dar
una respuesta cabal, puso en el lugar de ese origen lo que llamó su “mito
científico”: la horda primitiva. Daba cuenta con ello de la inmanencia de todo
conocimiento al vínculo social; y por lo mismo, de la imposibilidad de plantear
siquiera la pregunta por el origen del vínculo social, pues la pregunta misma
tendría en la existencia de ese vínculo su propio presupuesto.
Pero fue también Freud quien encontró las pautas que podrían dirigirnos a
un posible conocimiento del origen de ese vínculo, no ya en el alucinado nivel del
mito, sino en uno diferente que podríamos llamar arcaico. ¿De qué se trataba? Pues
de buscar el origen del vínculo social no en el solitario vértice de su
aparición en la Historia de la humanidad, sino en la forma cíclica -y por ello
cotidiana- de su surgimiento individual: en cada organismo que adviene a la
cultura desde su nacimiento “puramente natural”.
La posibilidad de este conocimiento radica en que el vínculo social debería,
en cierta forma, repetir a escala individual aquel lento camino que la humanidad
toda debió transitar desde la pura naturaleza hasta la Historia. Es decir que
el vínculo social constituido en la Historia deberá repetirse indefinidamente
en la escala del individuo, incansablemente actualizado en la vivencia íntima
de cada historia individual. Y para ello Freud se remontará al origen mismo del
individuo: la primera infancia[26].
La búsqueda consiste en encontrar entonces, en esa etapa primitiva, el
surgimiento del vínculo humano a partir de la necesidad meramente orgánica; es
decir: ¿cómo la tensión de la necesidad puramente orgánica y desnuda de
humanidad puede devenir deseo?
Comienza entonces por el surgimiento en el bebé de una necesidad que
requiere para su satisfacción una transformación del mundo exterior -por caso
el hambre-. Debido a la extrema prematuración humana durante mucho tiempo
ninguna acción del niño podrá por sí misma aliviar esa tensión de la necesidad;
sólo la asistencia de la madre -al darle el pecho- podrá dar satisfacción a esa
necesidad. La larga prematuración y sus repetidas instancias de satisfacción establecerán
entonces un sólido vínculo entre el impulso de la necesidad y la huella mnémica
de la satisfacción. De modo que cuando la necesidad vuelva a manifestarse el
niño seguirá el camino más corto que lo lleve a revivir la satisfacción:
actualizará entonces alucinatoriamente[27]
la huella mnémica de esa primera
satisfacción que consistía en la presencia de la madre. Este “camino corto”
que es la vivencia alucinada de esa primera satisfacción -como sí el tiempo no
hubiese separado la satisfacción primera de la necesidad segunda[28]-
será sin embargo un camino trunco: la satisfacción alucinada no puede conseguir
la transformación del mundo que es necesaria para la satisfacción real de la
necesidad. La frustración vivida hará que sobre ese “camino corto” se establezca
un segundo proceso, un “camino largo”, en que el sujeto se asegura, antes de
liberar la tensión de la necesidad, reencontrar el objeto de satisfacción en el
mundo externo: la “prueba de realidad”.
Pero si este “camino largo” es la delimitación de la realidad, ¿qué es entonces
el “camino corto”? Pues, no otra cosa que el deseo; un doblez del mundo que
inviste las cosas con su hálito alucinado; o mejor aún, esa “ensoñación materna”
de la que nos habla Rozitchner, que prolonga al ser humano en el mundo, en
tanto el mundo mismo sólo deviene tal a través de esa ensoñación que lo
humaniza. La instauración del “camino largo”, la “prueba de realidad”, no implicará
empero la supresión del “camino corto”, sólo será una limitación de su potencia;
si se eliminase esa “ensoñación” el mundo perdería su sentido humano, es decir
que dejaría de ser mundo.
Pero aún hay algo más. Habíamos visto que esa “ensoñación” incluía como
sus determinaciones fundamentales la producción
del deseo y la cooperación, pues era
la intervención de la madre la que abría desde la necesidad muda del organismo
del niño un nuevo espacio corporal que lo organizaba en torno al deseo
alucinado de esa primera satisfacción.
Toda subjetividad surgirá entonces desde esa forma sui generis de “cooperación” de la madre con el niño y su posterior
presencia alucinada, es decir el deseo.
Sin embargo, esta cooperación no puede ser remitida a la forma habitual,
adulta, de la cooperación -la imperfecta mismidad que al menos dos individuos
alcanzan a partir de una acción determinada y sólo respecto de ella- pues en la
“simbiosis” arcaica del niño y la madre no hay aún diferencia entre ambos. Por
lo que esa mismidad no deviene a partir de una acción que desde el exterior
enlaza a dos individuos separados, sino que, por el contrario, es a partir de
la mismidad[29] de
ambos, de la indistinción en que se constituye su “relación sin relación”, que
esa acción de “cooperación” se hace posible. De modo que esa “cooperación
arcaica” -por llamarla de algún modo- no consistirá en otra cosa que en la manifestación
o exteriorización de esa mismidad. Pero será igualmente esta manifestación de la
mismidad, en tanto que acción desarrollada en el seno de la unidad, lo que ponga
las bases para la aparición de la diferencia
a partir de la cual el niño devendrá un sí
mismo. De modo que la individuación tendrá como momento fundante la
presencia del otro y del mundo (incluidos ambos en la constelación materna) como
su propio sustrato de mismidad, que la diferenciación superará y conservará
como su determinación arcaica. Esta forma especial de cooperación -congruencia primera del sujeto y el objeto como del yo
y del otro- será entonces también el primer movimiento de la individuación. Los
polos en que se fundamentaba el vínculo social tendrán entonces su origen y
principio en esta “experiencia arcaica” con la madre; no como la simple aparición
“primera” de ese vínculo -que dependerá de ese segundo momento de la
diferenciación- sino como la nebulosa en cuya densidad arremolinada su
materialidad se forme.
No sólo se nos ha manifestado
entonces esta “experiencia arcaica” como la génesis individual del vínculo
social y la génesis social[30]
la individuación, sino también como su fundamento material y siempre presente -es
decir arcaico- en el seno del cual se articularán luego las formas específicas de
respuesta subjetiva -tanto colectiva como individual- ante el mundo.
El vaciamiento de lo arcaico
A partir de aquí podremos acceder a una nueva comprensión de aquella limitación
que se imponía a la “riqueza social”, es decir, esa “castración” que separaba
al individuo tanto del cuerpo colectivo que conforma con los otros como de la
naturaleza considerada como “cuerpo inorgánico de la subjetividad”. Esta
limitación de la riqueza a la forma
mercancía que desde el punto de vista subjetivo se nos había presentado como
la disolución del vínculo social y su posterior re-ligazón en un nivel
diferente, muestra ahora su estructura interna: la negación de la “experiencia
arcaica materna”, es decir de la “materialidad” sobre la que el vínculo social se
constituye. De modo que esa “ensoñación materna”, a partir de la cual el sujeto
expandía su cuerpo libidinal en los otros y en el mundo, será ahora vaciada de
su materia, es decir de ese desborde afectivo que fertilizaba el mundo para que
pueda crecer en él el sentido humano. Sólo quedará de ella la pura forma:
universalidad descarnada de una razón que digiere las formas pero se atraganta
con la materia.
Así, esa humanización del mundo que es el sentido, y que en su despuntar se
producía en el continuum de ese
relente afectivo de la ensoñación, de
modo tal que era vivido por el sujeto como una cualidad de su propio “ser”[31],
será ahora, a partir de este vaciamiento de la “experiencia arcaica”, la
negación de lo irreductible y particular de su existencia: sólo la pertenencia
formal al universal abstracto, sólo la forma, lo in-material, podrá “tener” sentido.
La existencia particular de la corporalidad deseante será radiada fuera del
ámbito del sentido, aunque persista como un fundamento ignorado. El cuerpo “ensoñado”
sobre el que ese sentido crecía quedará entonces cerrado a toda prolongación en
el mundo; su sola latitud será ahora la interioridad alucinada de una
subjetividad “sin objeto”; vale decir: una subjetividad “sin sentido”. La
ensoñación corporal y arcaica como continuum
material con el mundo y los otros será la libra de carne que deba cederse para
acceder a la totalidad abstracta de la razón universal, y poder así “tener”
sentido.
Y continuando en esta órbita del pensamiento de Rozitchner, podríamos referir esta des-materialización
del sentido a la implantación sobre la “ensoñación materna” de la razón patriarcal del cristianismo[32].
La des-materialización de ese espacio
corporal en que se inerva el sentido dará lugar entonces al árido “reino de
la razón” patriarcal e in-material, que lejos de prologar la particularidad de
la propia subjetividad en el mundo la excluye como su sinsentido. Resumiendo en
palabras de Rozitchner esta operación de abstracción del sentido cuya
constelación total llamamos cristianismo: “El terror ha barrido al
ensueño y suplantó con el pavor patriarcal al afecto materno.”[33]
Sobre este borramiento de la experiencia arcaica se reconstruirá entonces
el vínculo social. Al negarse esa corporalidad afectiva y envolvente de la “experiencia
arcaica”, el vínculo social se apoyará sólo en su descarnada forma: una
espiritualidad in-material que sólo puede unir a los individuos allende su
existencia corporal y particular, es decir, sólo en referencia a la muerte.[34]
El resultado es que el entero ámbito de lo humano será escindido en función de
esta negación; y en función de ella también reconfigurado. Es por esto que la corporalidad
ensoñada será recluida en su propia interioridad como el “sinsentido” de la pura
sensibilidad. Entonces sólo su forma omnicomprensiva será prolongada en la
experiencia adulta y “real”[35],
pero amputada su materialidad será una pura intelección que ya no sentirá su sentido.
El ámbito del
sentido se vuelve entonces -invirtiendo la célebre definición hermética- una esfera cuya circunferencia está en todas
partes y su centro en ninguna, pues ese centro sensible que sostiene el
entero ámbito del sentido debe mantenerse radiado como lo sin-sentido para que
la universalidad abstracta de la razón patriarcal pueda ocultar su origen
impuro.
El porvenir de una escisión
Esta negación de la experiencia arcaica en tanto materialidad del vínculo
social -y su posterior reconstitución en el nivel in-material de la mera forma-
deberá a su vez reordenar aquellos polos en cuya relación -habíamos visto- se
formaba dicho vínculo social: la “cooperación” y la “producción del deseo”.
Entonces el deseo -esa corporalidad evanescente que al expandir su afectividad
en el mundo lo volvía mundo humano y preparaba entonces el camino del sentido-,
vacío ahora de su materialidad más íntima, será congelado en la imagen de una
huida inmóvil: una falta físicamente metafísica que nos constituye -utilizando
palabras de Sartre- en la ubicuidad de su
ausencia. En el trance se habrá perdido nada más y nada menos que el
carácter productivo, es decir de acción humana, del deseo; y con él también el
del sentido, que castrado de su corporalidad afectiva, proyectará su carácter
productivo en la cicatriz de su “falta”, esa escisión que une y separa
significado y significante, de modo que todo sentido “significará” ahora como
producto del vacío juego de reenvíos de una “diferencia” incorpórea y
metafísica de la que no seremos más que domésticos soportes.
Por su parte la cooperación tomará aquella forma que ya hemos visto como
fundamento de la producción de mercancías: un conjunto de “productores
individuales e independientes” cuya actividad vital sólo manifiesta el carácter
social de su entramado en el momento del intercambio[36].
La actividad concreta de estos “productores individuales” devendrá entonces, en
el nivel más cercano a su respuesta -la “producción de la vida material”-, elaboración
de meros objetos físicos: cosas despojadas de todo sentido social; apenas los
contornos de una imagen interior del otro persistirán en la necesidad de que el
objeto sea socialmente útil, pero
esta utilidad no se referirá más que al uso inmediato y unilateral -es decir
abstracto- del individuo[37],
no a su prolongación en el cuerpo común social. Este carácter “útil” del objeto
considerado sólo físicamente será lo que constituya su valor de uso.
Pero hay además otra determinación: el carácter abstracto de esa
actividad. ¿En qué consiste? Ya lo hemos visto desde el punto de vista interno,
individual y subjetivo como la forma des-materializada de la “experiencia
arcaica” a partir de la que el vínculo social se re-ligaba como universalidad
abstracta. Ahora, desde este punto de vista externo, colectivo y objetivo, se
nos presenta como el carácter social de la actividad de los “productores
independientes” en el momento del intercambio. Este carácter social será
entonces el fundamento del valor de
las mercancías. Pues la “sustancia del valor”, es decir el gasto de la “fuerza de
trabajo” humana, cuya magnitud se medía temporalmente, sólo podrá existir sobre
la base de un trabajo social global concreto que ha sido negado en su
materialidad y a su vez conservado como abstracción. Es decir que la
articulación social de la actividad de los individuos será negada en la
actividad productiva concreta, pero esa misma articulación será ahora, en el
momento del intercambio, recompuesta en el modo in-material del valor.
Es por esto que desde el punto de vista del valor los objetos producidos deberán renunciar a sus determinaciones
físicas, a su materialidad, para alcanzar así su determinación como productos “sociales”,
para ser incluidos en la universalidad abstracta del mercado. Pues el valor de una mercancía sólo dice que este objeto determinado pertenece al
entramado del trabajo social global; esa pertenencia aparece entonces como una
relación cuantitativa con los demás productos de ese entramado, es decir la
equi-valencia de una cantidad x de la
mercancía A con una cantidad y de la
mercancía B. De modo que en esta “forma equivalente” los objetos deben poner
entre paréntesis su propia materialidad a fin de ser incluidos en la forma
universal y abstracta de lo social. El más alto grado de esta forma universal y
abstracta se expresará en la forma dineraria de la mercancía, que al
presentarse como el “equivalente general”, al cual todas las demás mercancías
son relativas, esconde en el brillo de su materia “preciosa”, no sólo su propia
pertenencia al trabajo social global, sino también la del valor, que de allí en más aparecerá como una cualidad interna de la
cosa.
Es en esta práctica del intercambio que los
objetos tomarán la misma forma escindida del vínculo social, al separar su
materialidad corporal de su forma social, solidificando entonces en la quietud
de las cosas la escisión vivida en el movimiento de su actividad, es decir esa
oposición entre el trabajo abstracto y el concreto. Pero será también el modo
en que la negación del origen “arcaico-materno” del vínculo social, que en cada
individuo se abismaba en la escisión entre lo puramente subjetivo y lo
puramente objetivo (escisión del sujeto consigo mismo, con el mundo y con los
otros), aparezca ahora ratificada desde el exterior como “objetivación” de esa
escisión “subjetiva”. De modo que esta instancia será ahora, no sólo la ratificación
de esa negación primera de la materialidad arcaica, sino también, y al mismo
tiempo, la interiorización en el propio sujeto de esa escisión “objetiva” de la
forma mercancía.
Salida
Vemos entonces que el secreto de la mercancía, ese misterio que consistía
en la refracción del carácter social de la actividad vital de los seres humanos,
de modo que ese carácter apareciera como un atributo interno de las cosas y sus
“relaciones” -externo por lo tanto a los seres humanos-, es al mismo tiempo
expresión de otro misterio: a saber, aquél que crecía en la negación de la
experiencia arcaica con la madre y que hacía del deseo, del sentido y de
nuestra relación tanto con nosotros mismos y nuestro cuerpo como con los otros
y con el mundo, la vivencia de un vacío como fundamento de la existencia.
Pero hay algo más. Porque si miramos atentamente, notaremos que ese vacío
no es algo que se nos ponga de manifiesto como tal en nuestra cotidianidad,
como tampoco lo hace el “secreto” de la mercancía. Diariamente tratamos con
mercancías sin que éstas tengan para nosotros misterio alguno. Es más, como
afirma Marx, las mercancías no se presentan en una primera instancia sino como
objetos triviales[38]
y sólo posteriormente el análisis abrirá el ánimo a la sospecha. Encontramos
entonces en esta “trivialidad” de la mercancía la forma última del anudamiento
de las contradicciones que hasta aquí hemos visto. Pues esta “trivialidad” no
es otra cosa que la manifestación de la profunda coherencia que existe entre
las contradicciones subjetivas y las objetivas, en tanto son aspectos diversos
de una escisión única.
De modo que mientras permanezcamos dentro de la jurisdicción que esta
escisión ha marcado en nosotros ese vacío no será sentido como tal, así como la
mercancía será vivida como una tranquilizadora trivialidad. Pero si osamos en
cambio recuperar esa materialidad de nuestra experiencia arcaica, es decir
recuperar la posibilidad de prolongar nuestra existencia en los otros y en el
mundo y asomarnos a los límites de la individualidad, la angustia nos saldrá al
cruce para cerrarnos el paso, como a antiguos navegantes, con su non terrae plus ultra. Esta frontera,
entonces, es lo que nos obliga a caminar los caminos de Edipo: un doble laberinto,
interior y exterior, cuya salida única es la muerte.
Pero si miramos atentamente encontraremos que éstos no son sino falsos laberintos,
pues su determinación última no es una salida ardua, sino un límite intransitable:
por un lado el agitado laberinto interno de la pura subjetividad -con sus
jadeos, sus pasadizos secretos y falsas puertas- jamás accederá al objeto que
brilla externo e inaccesible como un funcionario kafkiano en su quimérica
trascendencia; por el otro, el laberinto desértico[39]
de la pura objetividad, será un errar de nadie entre infinitos caminos, la
quietud eterna de los objetos, esa errante ceguera de Edipo que sólo culmina en
la muerte. Es entonces esa escisión y su materialidad de angustia lo que nos
confina a caminar su repetido contorno de Moebius, tanto en su cara interna o
subjetiva como en su cara externa u objetiva.
El análisis del fetichismo de la mercancía ha logrado mostrarnos en esa
bifronte unidad de la escisión lo inútil de buscar salidas a sus falsos laberintos.
Acaso entonces nuestra tarea ya no consista en conservar los mezquinos rasgos
con que esta escisión nos ha dibujado, ni buscar una salida a sus límites, sino
en propiciar la potencia que los desborde. Para que donde era el desértico y
patriarcal rostro del Hombre, advenga oceánico nuestro “cuerpo común”.
[1] Artículo publicado en: Carpintero, Enrique, com. Actualidad de El
fetichismo de la mercancía / Marx, Karl (1818-1883); Grüner, Eduardo; Rieznik,
Pablo; Kohan, Néstor; Sotolano, Oscar; Sucksdorf, Cristian, Buenos Aires,
Topía, 2013, pp. 53-74. http://www.topia.com.ar/editorial/libros/fetichismo-mercanc%C3%AD
[2]
Soberbia, desmesura o culpa trágica.
[3]
Karl Marx, El Capital, trad. Pedro Scaron, Buenos
Aires, Siglo XXI, 2010, t. 1/1, p.43.
[4]
Cfr., Friedrich, Hegel, Ciencia de la lógica, trad. Augusta y Rodolfo
Mondolfo, Madrid, Editora Nacional, 2002, t. I, v. 1, p. 75 y ss.
[5] La famosa Einleitung publicada por Kautsky en 1903 y que sería durante mucho
tiempo el único material disponible del extenso manuscrito conocido como Gründrisse.
[6]
Karl Marx, Elementos fundamentales de la crítica de la
economía política (Gründrisse) 1857-1858, trad. Pedro Scaron, Buenos Aires,
Siglo XXI, 2007, p. 3.
[7]
Enrique Dussel, La producción teórica de
Marx, un comentario a los Gründrisse, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 322.
[8]
No es posible pasar por alto que Marx sostiene en las Glosas marginales al tratado de A. Wagner (Publicado como apéndice
al primer tomo de El capital, FCE, p. 717) respecto de la elección
metodológica del comienzo: “Yo no arranco nunca de los ‘conceptos’, ni por
tanto del ‘concepto del valor’, razón por la cual no tengo por qué ‘dividir’ en
modo alguno este ‘concepto’. Yo parto de la forma social más simple en
que toma cuerpo e1 producto del trabajo en la sociedad actual, que es la mercancía”. El peligro de centrar el “comienzo” [Anfang]
del pensar en la teoría del valor, en
lugar de hacerlo en la mercancía, es el del esencialismo, algo tan lejano al
pensamiento de Marx. Por lo demás, ante la clara exposición del método de la
economía política “propiamente científico” que hace Marx en la Introducción de
los Gründrisse (pp. 20-30), donde señala la necesidad de que tal método
se remonte desde lo abstracto a lo concreto, es decir, donde los “concreto
pensado” aparece como el resultado de un proceso de síntesis, creemos que cabe
recordar lo que también afirma Marx en el mismo lugar: que tal camino debe hacerse
como un “reemprender el viaje de retorno” [Von da, wäre nun die Reise wieder
rückwärts anzutreten] desde la abstracción que permitió establecer las
determinaciones simples del concreto vivido hacia lo concreto pensado. Aunque
no podemos en este lugar desarrollar el problema, podríamos agregar, a modo de
hipótesis de lectura, que ese método no implica sólo el momento sintético que
va de lo abstracto a lo concreto, sino que supone también como fase “superada”
por el momento sintético, pero necesaria, el momento analítico que reduzca lo
concreto existencial y caótico a sus determinaciones simples, para
reencontrarlo luego del proceso de síntesis como la “rica totalidad con
múltiples determinaciones y relaciones”.
[10]
León Rozitchner, Freud y el problema del
poder, Losada, Buenos Aires, 2003, pp. 98-99.
[11]
Es importante retener que esta prolongación del individuo corporal se da tanto
en los otros como en el objeto. Marx lo plantea así en El Capital: “De esta suerte lo natural mismo se convierte en órgano
de su actividad, en órgano que el obrero añade a sus propios órganos
corporales, prolongando así, a despecho de la Biblia, su estatura natural.”
Karl Marx, El Capital, cit., p. 217.
[12]
Karl Marx, Manuscritos
económico-filosóficos de 1844, en: Escritos
de juventud, Antídoto, Buenos Aires, 2006, p. 127.
[13]
Óp. cit. 126
[14]
Óp. cit. 127.
[15] Ibíd.
[16]
Ibíd.
[17]
Al respecto dice Marx también en los Manuscritos:
“La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos y unilaterales que un objeto
sólo es nuestro cuando lo tenemos, cuando existe para nosotros como
capital o cuando es inmediatamente poseído, comido, bebido, vestido, habitado,
en resumen, utilizado por nosotros.” Óp.
cit., p. 127.
[18]
Karl Marx, Gründrisse, cit., p. 457.
[19]
Si la primera forma, se manifiesta con fuerza en el idealismo, la segunda la de
una objetividad sin sujeto, ha sido especialmente preponderante desde hace
algunos años en las diferentes variantes de la posmodernidad, como así también
en el cientificismo y el positivismo.
[20]
Entendemos aquí
“objetivante” en el sentido antes mencionado de esa realidad que es percibida
como “pura objetividad sin sujeto”, correlato entonces de la “subjetividad sin
objeto”.
[21]
Karl Marx, El Capital, cit., p. 88. (Subrayado mío, CS)
[22]
Cfr., Karl Marx, Gründrisse, cit., pp. 433-477.
[23]
Karl Marx, El capital, cit., p. 89.
[24] Cfr., Karl Marx- Friedrich Engels, Die deutshce Ideologie (1845-1846), en: „MEW“,
Band 3, S. 5-530, Dietz Verlag, Berlin/DDR 1969, digitalizado por: Projekt
Sozialistische Klassiker Online, pp. 14-15 y ss. Trad.
Castellana: Karl Marx-Friedrich Engels, La
ideología alemana, trad. Wenseslao Roces, Pueblos Unidos-Grijalbo,
Barcelona, 1970, pp. 28-31.
[25]
Pues para Marx, tal como aparece en el comienzo del capital, no tiene
importancia que las necesidades “se originen en el estómago o en la fantasía”.
Y agrega entonces en una nota al pie una cita Nicholas Barbon: “el deseo
implica necesidad, es el alimento del espíritu”. (Óp. cit., p. 43) Por lo
que parece justificado un concepto de necesidades ampliado a todo aquel ámbito
que suele considerarse como deseo.
[26]
Cfr., Sigmund Freud, Proyecto de una psicología para neurólogos,
en: Obras Completas, trad., L.
Ballesteros, v. I, Biblioteca Nueva, Madrid, 1979. Pp. 210.
[27]
Alucinación que es facilitada por no haber en esta instancia diferencia
sustancial entre lo interno y lo externo como así tampoco entre la vigilia y el
sueño.
[28]
Hablar de “primera” satisfacción no refiere a que sea un hecho único sino a la
identidad que el propio impulso dará a esas huellas, así como llamar “segunda”
a la necesidad refiere al hecho de la diferencia con la huella mnémica de la
satisfacción, no a que sea efectivamente segunda.
[29]
Pues, como dice Hegel en la Enciclopedia
(§405), en esa etapa arcaica es la madre la mismidad del niño, que por tanto,
aún no ha devenido un “sí mismo”.
[30]
Esta génesis es social porque la madre, que es la mismidad del niño, es desde
el punto de vista externo a la simbiosis un otro,
por lo que esa individuación tiene también su génesis en la acción del otro, una vinculación que podríamos
llamar proto-social.
[31]
Recordemos que para Freud (La negación,
1925) el origen del juicio se remonta a la etapa arcaica en que el niño
comienza a establecer corporalmente el sentido con el “juicio de atribución”.
Éste consiste en atribuir una cualidad a un objeto, pero no de una manera
externa, pues esa cualidad consistirá en la pertenencia o no del objeto al yo:
lo que se considere bueno será incorporado al yo, tragado, lo malo escupido al
exterior como un no-yo. De modo que ese
primer sustrato del sentido se constituirá en la vivencia corporal de la
cualidad como “siendo” el sujeto mismo.
[32]
Para ver un desarrollo completo sobre el modo en que el cristianismo implanta
en el origen materno de la subjetividad el espíritu patriarcal remitimos al
libro de León Rozitchner La Cosa y la
Cruz (Losada, Buenos Aires, 1997).
[33]
León Rozitchner, Materialismo ensoñado, Tinta limón,
Buenos Aires, 2011, p. 24.
[34]
No es llamativo entonces
que al buscar Hobbes una experiencia común a todos los seres humanos a partir
de la cual construir un lazo social que pueda poner coto al desenlace
autodestructivo de las pasiones individuales sólo pueda encontrarla en el miedo
a la muerte. Pues a partir del borramiento de lo materno y de la “experiencia
arcaica” que implementa el cristianismo, sólo la muerte (vivida como futuro en
tanto horizonte y como presente en su temor) podrá ser el ámbito de una
experiencia compartida, no ya esa experiencia del nacimiento, la infancia y su
“primera satisfacción”, cuya necesidad
es, sin embargo, igual a la de la muerte. De todos modos hay que reconocer que
esta elección de Hobbes es desde su punto de vista acertada, porque una vez
borrada la experiencia común del nacimiento y la primera infancia, no quedaría
a no ser por la muerte y su temor más
que una rapsodia de experiencias individuales e intransferibles. Y es por esta
misma razón que la comunidad cristiana no podrá reconocer vínculos directos: su
“hermandad” se dará entonces con relación a un tercer término (“hermanos en
Cristo”, “hijos de Dios”, etc.) ajeno y trascendente a la comunidad, pero que
además debe ser instaurado siempre en relación a la muerte: la de Cristo que
los hermana al “redimir sus pecados” y la muerte personal como unión definitiva
con Dios. Desde el punto de vista colectivo, esta unión a través de la muerte
es aún más extrema, pues la comunidad como tal sólo conseguirá su unidad
escatológicamente con el “advenimiento del Reino de Dios” o la Parusía, de modo que el costo de esa
unidad sería ni más ni menos que la destrucción del mundo y el “fin de los
tiempos”.
[35]
Es decir dentro de la forma de realidad que el mandato social halla delimitado
con el ideal del yo.
[36]
A este respecto es
fundamental señalar una distinción entre dos concepciones de la corporalidad.
La lengua alemana posee dos palabras para referirse al cuerpo, una de origen
latino, Körper, la otra de origen
germano, Leib. Cada una se refiere al
cuerpo de modo diferente: como cuerpo vivo la palabra Leib; como cuerpo físico, como cosa, la palabra Körper. En sus escritos tardíos Husserl
ha sistematizado la diferencia de estas palabras en la siguiente distinción
conceptual: Leib refiere al cuerpo de
la vivencia, subjetivo, que no puede por tanto ser un dato más del mundo ni
tampoco algo independiente de la consciencia; Körper, por el contrario, sería el cuerpo como cosa, objetivo, tal
como por ejemplo se le presenta a la ciencia. Teniendo en cuenta esta
sistematización, podríamos decir de este par de palabras lo mismo que dice Marx
(El capital, cit., p.44) de las palabras de la lengua inglesa value y worth, que refieren al valor de cambio y al valor de uso
respectivamente: la palabra de origen germano se utiliza para expresar la idea
directa mientras que la de origen latino la idea refleja. Creemos que esta
diferencia terminológica entre las dos concepciones del cuerpo pueden
encontrarse también en Marx, aunque no de modo sistemático; digamos que esta
distinción es algo que Marx hace, pero
que no sabe. Pues Marx define al valor de uso como Warenkörper -cuerpo de la mercancía- utilizando la palabra de
origen latino que refiere a una corporalidad de cosa puramente objetiva, lo que
se explica porque la parte subjetiva y social quedaría del lado del valor. Pero
en el momento de la metamorfosis de la mercancía, es decir ese “salto mortal”
en el acto del intercambio, el cuerpo de la mercancía será entendido como Warenleib (Das Kapital, MEW 23, cit.,
p.71). Ahora bien, ¿por qué se da este cambio de concepción del cuerpo de la
mercancía? Pues porque en el preciso momento del intercambio las
contradicciones serán unificadas, aunque más no sea, en ese vértice infinitesimal
del instante. De modo que en el instante del intercambio la escisión externa de
la mercancía -compra y venta- se manifiesta como aquel camino de Heráclito en
que arriba y abajo significan lo mismo. De igual modo sucede entonces con la
escisión interna de la mercancía, pues para el vendedor se trata de un valor mientras que para el comprador de
un valor de uso, es por esto que en
el instante del intercambio la mercancía recobra la forma y la materia del
vínculo social, para volver a perderla enseguida. Esto no es visible más que en
análisis, porque la unilateralidad de las posiciones de comprador y de vendedor
no permiten ver más que una sucesión de actos diversos; sólo en las crisis,
dice Marx, esta contradicción se expresa, violentamente, como unidad.
[37]
Sin embargo este carácter social no puede desaparecer del todo -como tampoco
podría la “ensoñación” desaparecer sin que el “mundo” deje de ser tal- pues en
el momento del intercambio la mercancía deberá probar, siendo comprada, su
pertenencia al mundo social; es decir, demostrar que su utilidad virtualmente individual es realmente utilidad social, y que es por
lo tanto parte del trabajo social global.
[38]
Cfr., Karl Marx, El capital, cit., p. 87.
[39]
Este doble laberinto
remite, no podría ser de otro modo, a aquellos dos reyes que soñara Borges y
sus dos laberintos.
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