domingo, 2 de marzo de 2014


El fetichismo de la mercancía y nuestro secreto[1]    

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Es difícil sustraerse a la sensación cada vez más generalizada de que el ámbito de lo humano pierde terreno frente al de las cosas; de que el “mundo de las mercancías” crece y en su crecida irrefrenable deroga todos límites que alguna vez lo contuvieron, inundando por fin cada cuerpo, cada relación humana; borrando entonces definitivamente al “Hombre”, así como -clamaba una voz- se borraría “en los límites del mar un rostro de arena”.

Pero entonces notamos que junto a ese “mundo de las mercancías” es también esta “sensación” lo que crece; y se arremolina en cada pensamiento como una enredadera que trepa sobre un árbol para captar mejor la luz del sol, hasta secarlo. Al pensamiento, digo. Porque ahora sobre hombros del pensamiento esta “sensación” parece gigante, y el pensamiento, un poco asfixiado y empequeñecido, no puede más que dejarse dirigir por ella. Y no porque su vista sea más corta, sino porque al llevarla sobre sus hombros esta “sensación” le tapa toda luz.

Quizás entonces debamos perseverar en las afueras de esta “sensación”, para pensarla. Aferrarnos a una duda, no razonable sino desesperada, que nos mantenga todavía a distancia de esa “sensación”. Al menos hasta comprender sus fundamentos. Hasta reparar en su significado profundo. En sus raíces. Pues si miramos atentamente, esta “sensación” parece tener una relación subterránea, algo como un afluente inconfesado, con este proceso de desborde del “mundo de las mercancías”. Algo, en fin, que podríamos entender como la proyección de nuestra propia potencia, del carácter social en el que se tejen las fibras últimas de nuestra existencia humana, sobre las cosas. Esta “sensación” se nos presenta entonces como inseparable de la existencia de los productos de nuestra actividad bajo la forma de mercancías, es decir de “cosas sensiblemente suprasensibles”, o como rezaba una traducción menos fiel aunque bella, “físicamente metafísicas”.

¿Y por qué decimos que es inseparable del “mundo de las mercancías”? Pues porque esa “sensación” no es otra cosa que la humanización del borramiento de lo humano. Parafraseando un poco a Marx: en esta “sensación” se da subjetivamente el hecho de que la mercancía es el ser humano que se ha perdido totalmente a sí mismo. Con esto, es claro, no hemos sino trasladado el problema desde la mercancía y su “sensación”, es decir la constelación de su fetiche, hasta el ámbito de lo humano y de su pérdida. Y sin embargo quizás sea ésta la instancia que nos permita, de una vez por todas, el temido y siempre aplazado descenso a ese “nido de víboras” en el que León Rozitchner nos exhortaba buscar nuestras determinaciones profundas, para dejar de reproducir en cada acción que pretenda liberarnos aquellas secretas e incansables cadenas que nos constituyen. Encontrar entonces en ese “nido de víboras”, en ese origen “arcaico” del yo y del mundo que describe Rozitchner, la clave de la “pérdida” con la que Marx nos muestra subjetivamente como mercancías y objetivamente como una subjetividad sin objeto, es decir, esa pura “sensación” de pérdida que humaniza la deshumanización. 

Otros ya han aventurado este descenso. Entre los nombres míticos quizás el de Edipo -como decía Hegel- haya sido el primero. Y es probable que aún podamos aprender algo de aquel malogrado fil-ántropo. Porque la derrota de Edipo ante la testarudez de los dioses -es decir su destino- no se debió a la heredable hýbris[2], sino al haber confundido la pregunta que poseía con una respuesta; “el hombre”, habría contestado Edipo al enigma de la esfinge; pero esta esfera de lo subjetivo no debía ser respuesta a enigma alguno, sino la pregunta que lo guiase en la noche interior de su búsqueda. Y es por esto que la suya será una respuesta falsa. No porque su contenido sea erróneo, sino por disuadir al conocimiento de la más urgente de las interrogaciones. Será entonces esta falsa respuesta, esta pregunta travestida, lo que lentamente irá hilando alrededor de Edipo ese laberinto de sangre repetida y carne gozosa; hasta que el tejido se deshaga en la imagen última de su propia cara revelada en los rasgos, ahora yertos, de su madre. (La desesperación de Edipo ante esas facciones rimadas no figura en el inventario griego, pero algo nos la sugiere en la urgencia por castrar sus ojos). Y entonces el pobre Edipo, con su pueril respuesta “el hombre” y sus pies hinchados -quizás no por haber pendido de un árbol, sino por ese mucho caminar de su huida circular- “vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada.” El resto es oscuridad.

Advertidos ya del peligro entraremos entonces a este laberinto que nos anida con la estrategia de Teseo: la mercancía, como el hilo de Ariadna, tiene un extremo dentro del laberinto y el otro afuera, pues logra uncir al yugo de su existencia lo objetivo y lo subjetivo. Aferrados al hilo de la mercancía buscaremos ese secreto con que ella nos pone incansablemente en evidencia. No para dar una respuesta definitiva ni resolver enigma alguno, sino para problematizarnos, para que nuestro pensamiento no se convierta en una mansa sombra del “mundo de las mercancías”, para que el ámbito de lo humano deje de ser, sin más, un momentáneo rostro de arena.

En el comienzo…                                                

Empecemos por donde lo hace Marx: “La riqueza de las sociedades en que las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un ‘enorme cúmulo de mercancías’, y la mercancía individual como la forma individual de esa riqueza.”[3] Estas palabras que inauguran el primer capítulo de El Capital quizás sean en tanto comienzo algo más que una mera forma de empezar. Provienen de una preocupación o advertencia sobre el problema metodológico que supone el comienzo del pensar filosófico: una “necesidad profunda”, había prevenido Hegel[4], habita los comienzos de todo pensar científico o filosófico: la necesidad de dar razón del primer paso. Pues todo primer paso despliega un camino, y en el caso del pensar ese camino es su método. Bajo este desafío hegeliano es que Marx concibe este primer paso: comenzar por la mercancía.

Ahora bien, ¿qué significa que entre todos los comienzos posibles Marx se decidiese por la mercancía? En primer lugar tenemos que notar que este comienzo por la mercancía es anterior a El Capital. Proviene de la Contribución a la crítica de la economía política de 1859. El Capital, declara Marx, surge como una continuación de aquel trabajo y comienza entonces por reproducir sus resultados aunque mejorados en su exposición. Pero quizás nos ayude una diferencia con respecto a ese comienzo: en 1857 Marx había bocetado una introducción[5] -finalmente abandonada- para las investigaciones económicas de las que surgiría la Contribución a la crítica dos años después; y el comienzo allí era otro: “Individuos que producen en sociedad, o sea la producción de los individuos socialmente determinada: este es naturalmente el punto de partida”[6].

Enrique Dussel plantea que este desplazamiento del comienzo obedece al descubrimiento, en los Gründrisse (1857-1858), de la importancia fundamental del “valor” como punto de partida y comienzo metodológico, y de la “producción” como “referencia ontológica (y hasta metafísica en relación con el trabajo vivo como fuente de la creación del producto) obligada, necesaria…”[7]. Creemos sin embargo que esta teorización -sin duda acertada en cuanto a su planteo de la importancia cobrada por la temática de la “producción” y la “teoría del valor”- en lo que refiere al tema del comienzo produce un borramiento: silencia con su lectura lo que el texto dice[8]. Pues el comienzo inmediato de la Contribución a la crítica y de El Capital no es “el valor” tomado en sí mismo como un encadenamiento de determinaciones abstractas e independientes de la materialidad de su aparición, sino la mercancía tal y como se presenta a la experiencia actual, y sólo entonces, a partir de la mercancía, es que el valor será analizado como determinación suya. Otro tanto sucede en el comienzo de la Introducción de 1857. Si prestamos oídos al texto encontraremos que la primera referencia no está dirigida a la producción como tal, a la acción abstracta de producir, sino a los “individuos que producen en sociedad”, es decir, a los sujetos.

 Pero lo que en este momento nos interesa retener de estos dos comienzos es la diferencia que existe entre ambos. A simple vista parece tratarse de un desplazamiento que iría desde el polo del sujeto en el comienzo de la Introducción de 1857 hacia el del objeto en el de la Contribución a la Crítica de 1859. Pero la “simple vista” es siempre superficial, pues no logra captar el movimiento más que en la exterioridad de sus momentos. Porque si bien el primer comienzo, el de los “individuos que producen en sociedad”, parte desde el punto de vista del sujeto, el segundo, el de la mercancía, no será un alejamiento unilateral del sujeto sino su incorporación a una instancia más compleja, aunque aún indeterminada, en la que coinciden el sujeto y el objeto.

Pero, ¿por qué decimos que la mercancía incluye en su propio ser las determinaciones subjetivas además de las objetivas? Pues porque en las sociedades capitalistas la mercancía no es simplemente el objeto resultante del trabajo humano, sino también la condensación en el objeto del carácter social de la producción, es decir la cristalización objetiva del vínculo subjetivo o social. El sujeto y el objeto con-viven entonces la doble vida de la mercancía; vida que es, alternada y simultáneamente, material y social. Comenzar por ella será entonces hacerlo tanto por el sujeto como por el objeto.

El lugar concreto en que se nos revele en toda su claridad la oscura pertenencia de la mercancía al ámbito de la subjetividad será el análisis de Marx del fetichismo de la mercancía: la instancia en que lo subjetivo se presenta en su desnuda objetividad y la objetividad en sus investiduras subjetivas.

Mercancía y riqueza

Hasta aquí la conjugación de lo subjetivo y lo objetivo en la mercancía. Pero, ¿de qué modo esa conjugación es posible? ¿Cuál ha de ser la naturaleza de la mercancía para que en su existencia se condensen lo subjetivo y lo objetivo, precipitando entonces en una nueva determinación? Para comprender esto podríamos remitirnos nuevamente al comienzo de El Capital: allí Marx decía que la riqueza se presentaba en la sociedad capitalista como un “enorme cúmulo de mercancías”; si invertimos esta ecuación tendremos una primera noción de la mercancía: es la forma que adopta la riqueza en la sociedad capitalista. Con esto, por supuesto, no hemos hecho más que desplazar el problema desde la mercancía a la riqueza. Debemos preguntarnos, pues, por el papel que desempeña la riqueza en el pensamiento de Marx.

Apoyémonos en un pasaje de los Gründrisse -señalado hace tiempo por León Rozitchner- en el que Marx se interroga por la naturaleza de la riqueza más allá de la limitación que la actual sociedad capitalista le impone:

“…si se despoja a la riqueza de su limitada forma burguesa, ¿qué es la riqueza sino la universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, etc., de los individuos, creadas en el intercambio universal? ¿[[Qué sino]] el desarrollo pleno del dominio humano sobre las fuerzas de la naturaleza, tanto sobre las de la así llamada naturaleza como sobre su propia naturaleza? ¿[[Qué sino]] la elaboración absoluta de sus disposiciones  creadoras (…) que convierte en objeto a esta plenitud total del desarrollo, es decir al desarrollo de todas las fuerzas humanas (…) no medidas con un patrón preestablecido?[9]

A partir de este pasaje sostiene Rozitchner que esta concepción de la riqueza no limitada es “aquello que conforma a los sujetos en tanto cualidades que los individualiza en el intercambio universal, y este incremento de las capacidades que personalizan, amplían y desarrollan los poderes del cuerpo se producen en ese intercambio (…) convertidas en cualidades que se integran en mi propia individualidad.”[10] Despunta una claridad: esta concepción de la riqueza está muy lejos de ser la mera acumulación de objetos o bienes. Incluso más: podríamos decir que es todo lo contrario, que es la prolongación a través del objeto de la subjetividad individual en la subjetividad de los otros -esto es, prolongación de las necesidades, capacidades, goces, etc., en el “desarrollo de todas las fuerzas humanas”-.

La riqueza en su forma no limitada, no burguesa, constituiría entonces una subjetividad ampliada en la que la individualidad se expandiría a través de su objeto[11] hasta alcanzar su propia determinación universal como algo que le es propio. De un modo coherente con esta descripción de la riqueza dice Marx en los Manuscritos: “El hombre se apropia su esencia universal de forma universal, es decir, como hombre total.”[12] La esencia de la riqueza será entonces la apropiación (Aneignung) del objeto como apertura y prolongación de cada subjetividad corporal e individual en la universalidad concreta de los otros hombres y mujeres como la formación de una totalidad. Pero, ¿por qué es concreta esta universalidad? Pues porque se constituye como la “síntesis de múltiples determinaciones” individuales, vale decir, como la unidad de los diversos individuos; pues, como afirma Marx, “Hay que evitar ante todo el hacer de nuevo de la «sociedad» una abstracción frente al individuo. El individuo es el ser social. Su exteriorización vital (…) es así una exteriorización y afirmación de la vida social[13], de modo que sólo como composición de los individuos, como síntesis de lo particular y no como una esencia ya dada, es que lo social podrá alcanzar una universalidad concreta.

La proyección de las capacidades, necesidades y de todas las demás cualidades del individuo en su objeto son entonces también la in-corporación de esas cualidades en la universalidad concreta que encuentra en los otros; pero al mismo tiempo esta in-corporación de su propia potencia en la universalidad, es prolongación de su apropiación del objeto, pues cada “una de sus relaciones humanas con el mundo (ver, oír, oler, gustar, sentir, pensar, observar, percibir, desear, actuar, amar), en resumen, todos los órganos de su individualidad, como los órganos que son inmediatamente comunitarios en su forma, son, en su comportamiento objetivo, en su comportamiento hacia el objeto, la apropiación de éste.”[14] Cuerpos individuales, entonces, pero sociales. Y del mismo modo lo social se inscribirá también en la propia materialidad corporal del individuo: “…los sentidos y el goce de los otros hombres se han convertido en mi propia apropiación.”[15]

Hemos encontrado en esta forma no limitada de la riqueza la prolongación, a partir de la apropiación del objeto, de la potencia de cada cuerpo individual en un cuerpo colectivo -el cuerpo de una “entidad comunitaria” (Gemeinwesen) que mantiene al individuo como determinación suya-. Volvamos ahora la mirada al modo en que aparece la riqueza en la sociedad capitalista, es decir a ese “enorme cúmulo de mercancías”. No nos referiremos aquí a la forma histórico-genética de esa aparición -aquello que Marx describe en los Gründrisse como las “formaciones económicas precapitalistas”- sino a los presupuestos lógicos que supone la mercancía como “forma de la riqueza” en una sociedad.

Lo primero que debemos notar es que la reducción de la riqueza a la forma mercancía debe darse como la limitación de esa subjetividad extendida que constituía la riqueza en su forma social. Es decir que esta aparición de la riqueza como mercancía se dará a partir de la delimitación de ese cuerpo colectivo en el que cada cuerpo individual prolongaba su potencia, de modo que ahora el cuerpo individual quedará replegado sobre sí mismo. El primer presupuesto de la mercancía será entonces que el sujeto sea un productor aislado, individual e independiente; el segundo, la existencia de una separación entre los seres humanos y sus condiciones originarias de existencia, es decir de la naturaleza en el sentido amplio de objeto y medio de su actividad. Esta separación se manifiesta de un modo doble: el sujeto, individuo separado de los otros y de sus condiciones de existencia, queda reducido a los límites de su propia individualidad. Su existencia activa y su actividad vital devienen, al faltarle su objeto, potencialidad puramente abstracta, es decir mera “fuerza de trabajo”. El extremo opuesto de esta escisión, el objeto, queda parejamente reducido a una cosa independiente de toda subjetividad.

La apropiación del objeto en su forma no limitada -como vimos en los Manuscritos- se da como humanización del objeto, es decir que “la cosa misma es una relación humana objetiva para sí y para el hombre y viceversa”[16]; en cambio en su forma limitada, capitalista, es la “cosa” la que ocupará el lugar de los seres humanos -especialmente la condición social de su existencia- pues éstos han quedo reducidos al estrecho confinamiento de su interioridad individual, dándose entonces un proceso de cosificación de los sujetos, pero asimismo, el objeto consumido por este individuo aislado habrá perdido la posibilidad de ser metabolizado en el cuerpo común social, reducido a la mezquindad de un solo estómago, compartirá ahora la soledad de quien lo consuma.

Esta limitación de la relación con el objeto se da entonces subjetivamente como un desplazamiento desde el ser hacia tener; desde la prolongación de las satisfacciones, las necesidades, capacidades, etc., en el cuerpo colectivo de la “entidad comunitaria” (Gemeinwesen) como “desarrollo de todas las fuerzas humanas”, hasta la relación unilateral con el cuerpo individual cerrado sobre sí mismo[17]. De modo que, en palabras de Marx, el individuo, “p. ej. el obrero, está presente de una manera puramente subjetiva, desprovista de carácter objetivo, pero la cosa, que se le contrapone, ha devenido la verdadera entidad comunitaria, a la que él trata de devorar y por la cual es devorado.”[18] El resultado es doble: individual y subjetivamente, la vivencia de ser una pura “subjetividad sin objeto”; colectiva y objetivamente, la vivencia de una “realidad” que se instaura como pura “objetividad sin sujeto”[19]. Una interioridad, entonces, puramente subjetiva y una objetividad de impenetrable exterioridad.

A partir de esto podemos comenzar a entrever el tipo de limitación que la mercancía impone a la riqueza social entendida como expansión y libre desarrollo de la potencia de cada individuo en el cuerpo común social: la “cosificación de los sujetos y la personificación de las cosas”.

Fetichismo y vínculo social

Tenemos entonces una primera formulación de este fenómeno del fetichismo de la mercancía: la “cosificación de los sujetos y la personificación de las cosas”. Pero esta formulación del problema es aún externa. Nada nos dice sobre qué significa esa “inversión de papeles” entre los sujetos y las cosas; nada sobre su origen o su destino. Pues da cuenta de la forma espectral de la mercancía apenas en la imagen última y febril de su percepción: el temblor ante su presencia, la mirada desencajada que siente su propio corazón latiendo en el piso, pero no la maquinaria subjetiva de esa traición.

Y sin embargo esta formulación “externa” del fetichismo de la mercancía puede ser remitida sin mayor dificultad al modo más general en que vimos el funcionamiento del “mundo de la mercancía” como limitación del vínculo social, es decir aquella limitación de la riqueza social a la unilateralidad de la forma individual y “objetivante”[20] que implicaba su aparición como un “conjunto de mercancías”. De modo que ese misterio que late en la cosificación de las personas y la personificación de las cosas no sería más que la percepción de la limitación del vínculo social. Dice Marx al respecto:

“Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos, existente al margen de los productores.”[21]

Podemos ver ahora con claridad que esa cosificación de las personas y personificación de las cosas consiste en que los hombres y mujeres perciben el vínculo social en que se constituyen y viven -el conjunto de las relaciones sociales- sólo en el reflejo de su exteriorización unilateral como “cosas” puramente objetivas. Los productos de su actividad vital, manifestación de su propia vida activa, se les presentarán entonces como si esa humanización de la naturaleza -la apropiación (Aneignung) de la naturaleza como su cuerpo inorgánico- no naciese de su propia actividad social, sino de una cualidad “objetiva” e inherente de las cosas. Así, esta aparente cualidad social de los objetos es lo que hace que éstos se relacionen entre sí como personas; la percepción del vínculo social en la solitaria exterioridad de los objetos, lo que volverá meras cosas a las personas y sus relaciones.

Pero se nos presenta entonces un interrogante: ¿de qué modo es que ese vínculo social en el que los seres humanos se constituyen como tales puede aparecer ante ellos mismos -en su forma del “carácter social” del trabajo- como algo que les es completamente exterior? La respuesta es algo que ya hemos visto; radica por un lado en esa separación de los seres humanos de su cuerpo colectivo en tanto que existencia material y libidinal de la “entidad comunitaria” y por el otro de la naturaleza como el “cuerpo inorgánico de su subjetividad”; es decir, en esa separación histórica que se manifiesta como oposición de los dos órdenes de ese vínculo social: entre los sujetos entre sí y entre el sujeto y el objeto.

Esta separación, fruto de un lento proceso histórico -cuyo contorno Marx había delineado en el capítulo de las “Formaciones económicas precapitalistas”[22]- tomará cuerpo en la sociedad burguesa, división del trabajo mediante, como producción y reproducción de la vida humana a partir de la actividad de productores individuales e independientes. Es por esto que para Marx “Si los productos para el uso se convierten en mercancías, ello se debe únicamente a que son productos de trabajos privados ejercidos independientemente los unos de los otros. El complejo de estos trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global.”[23] Pero esto último nos muestra entonces que esa producción “individual e independiente” no es tal sino de un modo abstracto y unilateral, pues esos trabajos privados, para que en su conjunto formen un “trabajo social global” y no una mera agregación inconexa de trabajos, deberán estar socialmente inervados. Y por lo mismo esa individuación de los productores deberá ser a su vez, en un nivel más profundo, una individuación socialmente determinada. Por lo que el vínculo social que era disuelto en la separación de los seres humanos y sus condiciones de existencia -es decir separación de los otros seres humanos y de la naturaleza como objeto y medio de la actividad vital- deberá ser a su vez reconstituido, pero ahora en un nivel diferente. De modo que esa vinculación social de los individuos mediada por el objeto será ahora una re-vinculación; su ligazón una re-ligazón.

Para poder comprender este movimiento en que el vínculo social es descompuesto y vuelto ulteriormente a re-componer en un nivel diferente, deberemos intentar comprender algunas de las características fundamentales de este vínculo. Para ello veamos algunas determinaciones que de éste pueden encontrarse, aunque sólo insinuadas, en el pensamiento de Marx, para prolongarlas entonces en otras geografías del pensar que nos sean más próximas.

Los presupuestos de la existencia humana y el vínculo social

En La ideología Alemana[24] Marx y Engels afirman que toda existencia humana, desde el comienzo de la humanidad hasta nuestros días, debe apoyarse necesariamente en cuatro presupuestos fundamentales, que son a su vez aspectos inseparables de esa misma existencia. Plantean entonces que a) la existencia humana depende en primer lugar de la transformación de la naturaleza para producir los medios de satisfacción de sus necesidades, “es decir, la producción de la vida material misma”; a partir esta primera satisfacción de necesidades se da b) un proceso incesante, y superpuesto al primero, de creación de nuevas necesidades; al mismo tiempo, c) los seres humanos deberán producir nuevos seres humanos, es decir procrear; finalmente, para que sea posible tanto la producción de la vida material como la (re)producción de los seres humanos, deberá, necesariamente, existir d) cooperación entre los individuos. Estos prerrequisitos, como lo aclara Marx, no son niveles estancos, sino perfiles o “momentos” de una misma existencia. Su división es por lo tanto analítica; en la práctica ninguno de los niveles puede existir sin los otros tres, por lo que no podría hablarse de vida humana si alguno faltase.

Ahora bien, si estos niveles forman un todo indivisible en la existencia humana, para no ser meras abstracciones deberán ser prolongados en su mutua interrelación, es decir comprendidos sintéticamente. Encontramos entonces que sólo dos de esos niveles se refieren propiamente y de modo directo a la actividad de producción: el nivel a, es decir la transformación de la naturaleza para producir medios de satisfacción de necesidades y el nivel c, el de la producción de nuevos seres humanos. ¿En qué consisten entonces los otros dos niveles? Por su parte el nivel b, la creación de nuevas necesidades, podría justificadamente prolongarse más allá su ámbito de surgimiento y ser comprendido entonces como la forma más amplia de producción social del deseo[25], entendido entonces en su surgimiento histórico individual no ontológicamente como “falta” o vacío, sino como el proceso material de incesante creación afectiva de nuevas necesidades. De modo que este nivel sería el de la respuesta del individuo ante las exigencias surgidas desde cada uno de los ámbitos de producción (niveles a y c). El nivel d, la cooperación, será en cambio el ámbito de las respuestas colectivas ante esas mismas exigencias, es decir, la forma social de organización de las respuestas.

Pero no debemos pensar por esto que estos dos niveles de respuesta sean instancias separadas; tanto el individuo como el colectivo se copertenecen como correlatos. Pues “el individuo es el ser social”. De modo que la forma concreta de respuesta que tome la organización colectiva no será sino una prolongación del cúmulo de respuestas que se han gestado en el individuo como deseo; pero asimismo esa producción del deseo se dará a partir de una concreta forma de cooperación, es decir, de relación con los otros. Nada nuevo bajo el sol: apenas aquella determinación que había propuesto Freud en la que la unidad de toda formación colectiva se resolvía en un vínculo libidinal; y su contracara: la verificación necesaria de esa forma colectiva en la organización más íntima del individuo.

Podemos ahora, a partir de estas descripciones, volver la mirada sobre estos cuatro niveles o presupuestos de la existencia humana en busca de una razón más profunda para su ordenamiento. Vimos en principio dos grupos: por un lado los niveles a y c -producción de la vida material y de nuevos seres humanos- que llamamos simplemente niveles de producción; por el otro los niveles b y d -la producción del deseo, es decir de nuevas necesidades, y la cooperación- cuya función parecía más bien la de relación entre las otras instancias. Y es a partir de esta distinción que quizás podamos encontrar el sentido total del ordenamiento en que se disponen estas instancias fundamentales de la existencia humana. Los “niveles de la producción” -a y c- serían el resultado de la respuesta “metabólica” de los seres humanos con la naturaleza, tanto con la propia como la así llamada “externa”. Los otros dos niveles, b y d, se constituirían en cambio como las relaciones fundantes de estos ámbitos “metabólicos” de la producción. Pero, ¿qué son entonces estas relaciones? Simplemente aquello que en líneas generales llamamos el vínculo social. De modo que entre la “cooperación” y la “producción de deseo” se constituiría, entonces, la forma concreta del vínculo social como correlato subjetivo -individual y colectivo- del ámbito de la producción de cosas y seres humanos.

Ahora bien, hasta aquí hemos visto tan sólo el funcionamiento externo del vínculo social; para poder comprender el modo en que ese vínculo es disuelto y luego religado en un nivel diferente deberemos encontrar esa posibilidad en sus propias determinaciones internas. Intentemos buscar estas marcas en el origen del vínculo social.

Génesis del vínculo social

La pregunta por el origen del vínculo social no es en sí misma algo nuevo, ha sido la monomanía de la humanidad desde sus comienzos. Del intento de responderla nació el mito. Incluso Freud, consciente de la imposibilidad de dar una respuesta cabal, puso en el lugar de ese origen lo que llamó su “mito científico”: la horda primitiva. Daba cuenta con ello de la inmanencia de todo conocimiento al vínculo social; y por lo mismo, de la imposibilidad de plantear siquiera la pregunta por el origen del vínculo social, pues la pregunta misma tendría en la existencia de ese vínculo su propio presupuesto.

Pero fue también Freud quien encontró las pautas que podrían dirigirnos a un posible conocimiento del origen de ese vínculo, no ya en el alucinado nivel del mito, sino en uno diferente que podríamos llamar arcaico. ¿De qué se trataba? Pues de buscar el origen del vínculo social no en el solitario vértice de su aparición en la Historia de la humanidad, sino en la forma cíclica -y por ello cotidiana- de su surgimiento individual: en cada organismo que adviene a la cultura desde su nacimiento “puramente natural”.

La posibilidad de este conocimiento radica en que el vínculo social debería, en cierta forma, repetir a escala individual aquel lento camino que la humanidad toda debió transitar desde la pura naturaleza hasta la Historia. Es decir que el vínculo social constituido en la Historia deberá repetirse indefinidamente en la escala del individuo, incansablemente actualizado en la vivencia íntima de cada historia individual. Y para ello Freud se remontará al origen mismo del individuo: la primera infancia[26]. La búsqueda consiste en encontrar entonces, en esa etapa primitiva, el surgimiento del vínculo humano a partir de la necesidad meramente orgánica; es decir: ¿cómo la tensión de la necesidad puramente orgánica y desnuda de humanidad puede devenir deseo?

Comienza entonces por el surgimiento en el bebé de una necesidad que requiere para su satisfacción una transformación del mundo exterior -por caso el hambre-. Debido a la extrema prematuración humana durante mucho tiempo ninguna acción del niño podrá por sí misma aliviar esa tensión de la necesidad; sólo la asistencia de la madre -al darle el pecho- podrá dar satisfacción a esa necesidad. La larga prematuración y sus repetidas instancias de satisfacción establecerán entonces un sólido vínculo entre el impulso de la necesidad y la huella mnémica de la satisfacción. De modo que cuando la necesidad vuelva a manifestarse el niño seguirá el camino más corto que lo lleve a revivir la satisfacción: actualizará entonces alucinatoriamente[27] la huella mnémica de esa primera satisfacción que consistía en la presencia de la madre. Este “camino corto” que es la vivencia alucinada de esa primera satisfacción -como sí el tiempo no hubiese separado la satisfacción primera de la necesidad segunda[28]- será sin embargo un camino trunco: la satisfacción alucinada no puede conseguir la transformación del mundo que es necesaria para la satisfacción real de la necesidad. La frustración vivida hará que sobre ese “camino corto” se establezca un segundo proceso, un “camino largo”, en que el sujeto se asegura, antes de liberar la tensión de la necesidad, reencontrar el objeto de satisfacción en el mundo externo: la “prueba de realidad”.

Pero si este “camino largo” es la delimitación de la realidad, ¿qué es entonces el “camino corto”? Pues, no otra cosa que el deseo; un doblez del mundo que inviste las cosas con su hálito alucinado; o mejor aún, esa “ensoñación materna” de la que nos habla Rozitchner, que prolonga al ser humano en el mundo, en tanto el mundo mismo sólo deviene tal a través de esa ensoñación que lo humaniza. La instauración del “camino largo”, la “prueba de realidad”, no implicará empero la supresión del “camino corto”, sólo será una limitación de su potencia; si se eliminase esa “ensoñación” el mundo perdería su sentido humano, es decir que dejaría de ser mundo.

Pero aún hay algo más. Habíamos visto que esa “ensoñación” incluía como sus determinaciones fundamentales la producción del deseo y la cooperación, pues era la intervención de la madre la que abría desde la necesidad muda del organismo del niño un nuevo espacio corporal que lo organizaba en torno al deseo alucinado de esa primera satisfacción. Toda subjetividad surgirá entonces desde esa forma sui generis de “cooperación” de la madre con el niño y su posterior presencia alucinada, es decir el deseo.

Sin embargo, esta cooperación no puede ser remitida a la forma habitual, adulta, de la cooperación -la imperfecta mismidad que al menos dos individuos alcanzan a partir de una acción determinada y sólo respecto de ella- pues en la “simbiosis” arcaica del niño y la madre no hay aún diferencia entre ambos. Por lo que esa mismidad no deviene a partir de una acción que desde el exterior enlaza a dos individuos separados, sino que, por el contrario, es a partir de la mismidad[29] de ambos, de la indistinción en que se constituye su “relación sin relación”, que esa acción de “cooperación” se hace posible. De modo que esa “cooperación arcaica” -por llamarla de algún modo- no consistirá en otra cosa que en la manifestación o exteriorización de esa mismidad. Pero será igualmente esta manifestación de la mismidad, en tanto que acción desarrollada en el seno de la unidad, lo que ponga las bases para la aparición de la diferencia a partir de la cual el niño devendrá un sí mismo. De modo que la individuación tendrá como momento fundante la presencia del otro y del mundo (incluidos ambos en la constelación materna) como su propio sustrato de mismidad, que la diferenciación superará y conservará como su determinación arcaica. Esta forma especial de cooperación -congruencia primera del sujeto y el objeto como del yo y del otro- será entonces también el primer movimiento de la individuación. Los polos en que se fundamentaba el vínculo social tendrán entonces su origen y principio en esta “experiencia arcaica” con la madre; no como la simple aparición “primera” de ese vínculo -que dependerá de ese segundo momento de la diferenciación- sino como la nebulosa en cuya densidad arremolinada su materialidad se forme.

 No sólo se nos ha manifestado entonces esta “experiencia arcaica” como la génesis individual del vínculo social y la génesis social[30] la individuación, sino también como su fundamento material y siempre presente -es decir arcaico- en el seno del cual se articularán luego las formas específicas de respuesta subjetiva -tanto colectiva como individual- ante el mundo.

El vaciamiento de lo arcaico

A partir de aquí podremos acceder a una nueva comprensión de aquella limitación que se imponía a la “riqueza social”, es decir, esa “castración” que separaba al individuo tanto del cuerpo colectivo que conforma con los otros como de la naturaleza considerada como “cuerpo inorgánico de la subjetividad”. Esta limitación de la riqueza a la forma mercancía que desde el punto de vista subjetivo se nos había presentado como la disolución del vínculo social y su posterior re-ligazón en un nivel diferente, muestra ahora su estructura interna: la negación de la “experiencia arcaica materna”, es decir de la “materialidad” sobre la que el vínculo social se constituye. De modo que esa “ensoñación materna”, a partir de la cual el sujeto expandía su cuerpo libidinal en los otros y en el mundo, será ahora vaciada de su materia, es decir de ese desborde afectivo que fertilizaba el mundo para que pueda crecer en él el sentido humano. Sólo quedará de ella la pura forma: universalidad descarnada de una razón que digiere las formas pero se atraganta con la materia.

Así, esa humanización del mundo que es el sentido, y que en su despuntar se producía en el continuum de ese relente afectivo de la ensoñación, de modo tal que era vivido por el sujeto como una cualidad de su propio “ser”[31], será ahora, a partir de este vaciamiento de la “experiencia arcaica”, la negación de lo irreductible y particular de su existencia: sólo la pertenencia formal al universal abstracto, sólo la forma, lo in-material, podrá “tener” sentido. La existencia particular de la corporalidad deseante será radiada fuera del ámbito del sentido, aunque persista como un fundamento ignorado. El cuerpo “ensoñado” sobre el que ese sentido crecía quedará entonces cerrado a toda prolongación en el mundo; su sola latitud será ahora la interioridad alucinada de una subjetividad “sin objeto”; vale decir: una subjetividad “sin sentido”. La ensoñación corporal y arcaica como continuum material con el mundo y los otros será la libra de carne que deba cederse para acceder a la totalidad abstracta de la razón universal, y poder así “tener” sentido.

Y continuando en esta órbita del pensamiento de Rozitchner, podríamos referir esta des-materialización del sentido a la implantación sobre la “ensoñación materna” de la razón  patriarcal del cristianismo[32]. La des-materialización de ese espacio corporal en que se inerva el sentido dará lugar entonces al árido “reino de la razón” patriarcal e in-material, que lejos de prologar la particularidad de la propia subjetividad en el mundo la excluye como su sinsentido. Resumiendo en palabras de Rozitchner esta operación de abstracción del sentido cuya constelación total llamamos cristianismo: “El terror ha barrido al ensueño y suplantó con el pavor patriarcal al afecto materno.”[33]

Sobre este borramiento de la experiencia arcaica se reconstruirá entonces el vínculo social. Al negarse esa corporalidad afectiva y envolvente de la “experiencia arcaica”, el vínculo social se apoyará sólo en su descarnada forma: una espiritualidad in-material que sólo puede unir a los individuos allende su existencia corporal y particular, es decir, sólo en referencia a la muerte.[34] El resultado es que el entero ámbito de lo humano será escindido en función de esta negación; y en función de ella también reconfigurado. Es por esto que la corporalidad ensoñada será recluida en su propia interioridad como el “sinsentido” de la pura sensibilidad. Entonces sólo su forma omnicomprensiva será prolongada en la experiencia adulta y “real”[35], pero amputada su materialidad será una pura intelección que ya no sentirá su sentido.

El ámbito del sentido se vuelve entonces -invirtiendo la célebre definición hermética- una esfera cuya circunferencia está en todas partes y su centro en ninguna, pues ese centro sensible que sostiene el entero ámbito del sentido debe mantenerse radiado como lo sin-sentido para que la universalidad abstracta de la razón patriarcal pueda ocultar su origen impuro.

El porvenir de una escisión

Esta negación de la experiencia arcaica en tanto materialidad del vínculo social -y su posterior reconstitución en el nivel in-material de la mera forma- deberá a su vez reordenar aquellos polos en cuya relación -habíamos visto- se formaba dicho vínculo social: la “cooperación” y la “producción del deseo”.

Entonces el deseo -esa corporalidad evanescente que al expandir su afectividad en el mundo lo volvía mundo humano y preparaba entonces el camino del sentido-, vacío ahora de su materialidad más íntima, será congelado en la imagen de una huida inmóvil: una falta físicamente metafísica que nos constituye -utilizando palabras de Sartre- en la ubicuidad de su ausencia. En el trance se habrá perdido nada más y nada menos que el carácter productivo, es decir de acción humana, del deseo; y con él también el del sentido, que castrado de su corporalidad afectiva, proyectará su carácter productivo en la cicatriz de su “falta”, esa escisión que une y separa significado y significante, de modo que todo sentido “significará” ahora como producto del vacío juego de reenvíos de una “diferencia” incorpórea y metafísica de la que no seremos más que domésticos soportes.

Por su parte la cooperación tomará aquella forma que ya hemos visto como fundamento de la producción de mercancías: un conjunto de “productores individuales e independientes” cuya actividad vital sólo manifiesta el carácter social de su entramado en el momento del intercambio[36]. La actividad concreta de estos “productores individuales” devendrá entonces, en el nivel más cercano a su respuesta -la “producción de la vida material”-, elaboración de meros objetos físicos: cosas despojadas de todo sentido social; apenas los contornos de una imagen interior del otro persistirán en la necesidad de que el objeto sea socialmente útil, pero esta utilidad no se referirá más que al uso inmediato y unilateral -es decir abstracto- del individuo[37], no a su prolongación en el cuerpo común social. Este carácter “útil” del objeto considerado sólo físicamente será lo que constituya su valor de uso.

Pero hay además otra determinación: el carácter abstracto de esa actividad. ¿En qué consiste? Ya lo hemos visto desde el punto de vista interno, individual y subjetivo como la forma des-materializada de la “experiencia arcaica” a partir de la que el vínculo social se re-ligaba como universalidad abstracta. Ahora, desde este punto de vista externo, colectivo y objetivo, se nos presenta como el carácter social de la actividad de los “productores independientes” en el momento del intercambio. Este carácter social será entonces el fundamento del valor de las mercancías. Pues la “sustancia del valor”, es decir el gasto de la “fuerza de trabajo” humana, cuya magnitud se medía temporalmente, sólo podrá existir sobre la base de un trabajo social global concreto que ha sido negado en su materialidad y a su vez conservado como abstracción. Es decir que la articulación social de la actividad de los individuos será negada en la actividad productiva concreta, pero esa misma articulación será ahora, en el momento del intercambio, recompuesta en el modo in-material del valor.

Es por esto que desde el punto de vista del valor los objetos producidos deberán renunciar a sus determinaciones físicas, a su materialidad, para alcanzar así su determinación como productos “sociales”, para ser incluidos en la universalidad abstracta del mercado. Pues el valor de una mercancía sólo dice que este objeto determinado pertenece al entramado del trabajo social global; esa pertenencia aparece entonces como una relación cuantitativa con los demás productos de ese entramado, es decir la equi-valencia de una cantidad x de la mercancía A con una cantidad y de la mercancía B. De modo que en esta “forma equivalente” los objetos deben poner entre paréntesis su propia materialidad a fin de ser incluidos en la forma universal y abstracta de lo social. El más alto grado de esta forma universal y abstracta se expresará en la forma dineraria de la mercancía, que al presentarse como el “equivalente general”, al cual todas las demás mercancías son relativas, esconde en el brillo de su materia “preciosa”, no sólo su propia pertenencia al trabajo social global, sino también la del valor, que de allí en más aparecerá como una cualidad interna de la cosa.

  Es en esta práctica del intercambio que los objetos tomarán la misma forma escindida del vínculo social, al separar su materialidad corporal de su forma social, solidificando entonces en la quietud de las cosas la escisión vivida en el movimiento de su actividad, es decir esa oposición entre el trabajo abstracto y el concreto. Pero será también el modo en que la negación del origen “arcaico-materno” del vínculo social, que en cada individuo se abismaba en la escisión entre lo puramente subjetivo y lo puramente objetivo (escisión del sujeto consigo mismo, con el mundo y con los otros), aparezca ahora ratificada desde el exterior como “objetivación” de esa escisión “subjetiva”. De modo que esta instancia será ahora, no sólo la ratificación de esa negación primera de la materialidad arcaica, sino también, y al mismo tiempo, la interiorización en el propio sujeto de esa escisión “objetiva” de la forma mercancía.



Salida

Vemos entonces que el secreto de la mercancía, ese misterio que consistía en la refracción del carácter social de la actividad vital de los seres humanos, de modo que ese carácter apareciera como un atributo interno de las cosas y sus “relaciones” -externo por lo tanto a los seres humanos-, es al mismo tiempo expresión de otro misterio: a saber, aquél que crecía en la negación de la experiencia arcaica con la madre y que hacía del deseo, del sentido y de nuestra relación tanto con nosotros mismos y nuestro cuerpo como con los otros y con el mundo, la vivencia de un vacío como fundamento de la existencia.

Pero hay algo más. Porque si miramos atentamente, notaremos que ese vacío no es algo que se nos ponga de manifiesto como tal en nuestra cotidianidad, como tampoco lo hace el “secreto” de la mercancía. Diariamente tratamos con mercancías sin que éstas tengan para nosotros misterio alguno. Es más, como afirma Marx, las mercancías no se presentan en una primera instancia sino como objetos triviales[38] y sólo posteriormente el análisis abrirá el ánimo a la sospecha. Encontramos entonces en esta “trivialidad” de la mercancía la forma última del anudamiento de las contradicciones que hasta aquí hemos visto. Pues esta “trivialidad” no es otra cosa que la manifestación de la profunda coherencia que existe entre las contradicciones subjetivas y las objetivas, en tanto son aspectos diversos de una escisión única.

De modo que mientras permanezcamos dentro de la jurisdicción que esta escisión ha marcado en nosotros ese vacío no será sentido como tal, así como la mercancía será vivida como una tranquilizadora trivialidad. Pero si osamos en cambio recuperar esa materialidad de nuestra experiencia arcaica, es decir recuperar la posibilidad de prolongar nuestra existencia en los otros y en el mundo y asomarnos a los límites de la individualidad, la angustia nos saldrá al cruce para cerrarnos el paso, como a antiguos navegantes, con su non terrae plus ultra. Esta frontera, entonces, es lo que nos obliga a caminar los caminos de Edipo: un doble laberinto, interior y exterior, cuya salida única es la muerte.

Pero si miramos atentamente encontraremos que éstos no son sino falsos laberintos, pues su determinación última no es una salida ardua, sino un límite intransitable: por un lado el agitado laberinto interno de la pura subjetividad -con sus jadeos, sus pasadizos secretos y falsas puertas- jamás accederá al objeto que brilla externo e inaccesible como un funcionario kafkiano en su quimérica trascendencia; por el otro, el laberinto desértico[39] de la pura objetividad, será un errar de nadie entre infinitos caminos, la quietud eterna de los objetos, esa errante ceguera de Edipo que sólo culmina en la muerte. Es entonces esa escisión y su materialidad de angustia lo que nos confina a caminar su repetido contorno de Moebius, tanto en su cara interna o subjetiva como en su cara externa u objetiva.

El análisis del fetichismo de la mercancía ha logrado mostrarnos en esa bifronte unidad de la escisión lo inútil de buscar salidas a sus falsos laberintos. Acaso entonces nuestra tarea ya no consista en conservar los mezquinos rasgos con que esta escisión nos ha dibujado, ni buscar una salida a sus límites, sino en propiciar la potencia que los desborde. Para que donde era el desértico y patriarcal rostro del Hombre, advenga oceánico nuestro “cuerpo común”.






[1] Artículo publicado en: Carpintero, Enrique, com. Actualidad de El fetichismo de la mercancía / Marx, Karl (1818-1883); Grüner, Eduardo; Rieznik, Pablo; Kohan, Néstor; Sotolano, Oscar; Sucksdorf, Cristian, Buenos Aires, Topía, 2013, pp. 53-74.  http://www.topia.com.ar/editorial/libros/fetichismo-mercanc%C3%AD
[2] Soberbia, desmesura o culpa trágica.
[3] Karl Marx, El Capital, trad. Pedro Scaron, Buenos Aires, Siglo XXI, 2010, t. 1/1,  p.43.
[4] Cfr., Friedrich, Hegel, Ciencia de la lógica, trad. Augusta y Rodolfo Mondolfo, Madrid, Editora Nacional, 2002, t. I, v. 1, p. 75 y ss.
[5] La famosa Einleitung publicada por Kautsky en 1903 y que sería durante mucho tiempo el único material disponible del extenso manuscrito conocido como Gründrisse.
[6] Karl Marx, Elementos fundamentales de la crítica de la economía política (Gründrisse) 1857-1858, trad. Pedro Scaron, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, p. 3.
[7] Enrique Dussel, La producción teórica de Marx, un comentario a los Gründrisse, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 322.
[8] No es posible pasar por alto que Marx sostiene en las Glosas marginales al tratado de A. Wagner (Publicado como apéndice al primer tomo de El capital, FCE, p. 717) respecto de la elección metodológica del comienzo: “Yo no arranco nunca de los ‘conceptos’, ni por tanto del ‘concepto del valor’, razón por la cual no tengo por qué ‘dividir’ en modo alguno este ‘concepto’. Yo parto de la forma social más simple en que toma cuerpo e1 producto del trabajo en la sociedad actual, que es la mercancía”. El peligro de centrar el “comienzo” [Anfang] del pensar  en la teoría del valor, en lugar de hacerlo en la mercancía, es el del esencialismo, algo tan lejano al pensamiento de Marx. Por lo demás, ante la clara exposición del método de la economía política “propiamente científico” que hace Marx en la Introducción de los Gründrisse (pp. 20-30), donde señala la necesidad de que tal método se remonte desde lo abstracto a lo concreto, es decir, donde los “concreto pensado” aparece como el resultado de un proceso de síntesis, creemos que cabe recordar lo que también afirma Marx en el mismo lugar: que tal camino debe hacerse como un “reemprender el viaje de retorno” [Von da, wäre nun die Reise wieder rückwärts anzutreten] desde la abstracción que permitió establecer las determinaciones simples del concreto vivido hacia lo concreto pensado. Aunque no podemos en este lugar desarrollar el problema, podríamos agregar, a modo de hipótesis de lectura, que ese método no implica sólo el momento sintético que va de lo abstracto a lo concreto, sino que supone también como fase “superada” por el momento sintético, pero necesaria, el momento analítico que reduzca lo concreto existencial y caótico a sus determinaciones simples, para reencontrarlo luego del proceso de síntesis como la “rica totalidad con múltiples determinaciones y relaciones”.
 [9] Karl Marx, Gründrisse, cit., pp. 447-448.
[10] León Rozitchner, Freud y el problema del poder, Losada, Buenos Aires, 2003, pp. 98-99.
[11] Es importante retener que esta prolongación del individuo corporal se da tanto en los otros como en el objeto. Marx lo plantea así en El Capital: “De esta suerte lo natural mismo se convierte en órgano de su actividad, en órgano que el obrero añade a sus propios órganos corporales, prolongando así, a despecho de la Biblia, su estatura natural.” Karl Marx, El Capital, cit., p. 217.
[12] Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, en: Escritos de juventud, Antídoto, Buenos Aires, 2006, p. 127.
[13] Óp. cit. 126
[14] Óp. cit. 127.
[15] Ibíd.                                                             
[16] Ibíd.
[17] Al respecto dice Marx también en los Manuscritos: “La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos y unilaterales que un objeto sólo es nuestro cuando lo tenemos, cuando existe para nosotros como capital o cuando es inmediatamente poseído, comido, bebido, vestido, habitado, en resumen, utilizado por nosotros.” Óp. cit., p. 127. 
[18] Karl Marx, Gründrisse, cit., p. 457.
[19] Si la primera forma, se manifiesta con fuerza en el idealismo, la segunda la de una objetividad sin sujeto, ha sido especialmente preponderante desde hace algunos años en las diferentes variantes de la posmodernidad, como así también en el cientificismo y el positivismo.
[20] Entendemos aquí “objetivante” en el sentido antes mencionado de esa realidad que es percibida como “pura objetividad sin sujeto”, correlato entonces de la “subjetividad sin objeto”.
[21] Karl Marx, El Capital, cit., p. 88. (Subrayado mío, CS)
[22] Cfr., Karl Marx, Gründrisse, cit., pp. 433-477.
[23] Karl Marx, El capital, cit., p. 89.
[24] Cfr., Karl Marx- Friedrich Engels, Die deutshce Ideologie (1845-1846), en: „MEW“, Band 3, S. 5-530, Dietz Verlag, Berlin/DDR 1969, digitalizado por: Projekt Sozialistische Klassiker Online, pp. 14-15 y ss. Trad. Castellana: Karl Marx-Friedrich Engels, La ideología alemana, trad. Wenseslao Roces, Pueblos Unidos-Grijalbo, Barcelona, 1970, pp. 28-31.
[25] Pues para Marx, tal como aparece en el comienzo del capital, no tiene importancia que las necesidades “se originen en el estómago o en la fantasía”. Y agrega entonces en una nota al pie una cita Nicholas Barbon: “el deseo implica necesidad, es el alimento del espíritu”. (Óp. cit., p. 43) Por lo que parece justificado un concepto de necesidades ampliado a todo aquel ámbito que suele considerarse como deseo.
[26] Cfr., Sigmund Freud, Proyecto de una psicología para neurólogos, en: Obras Completas, trad., L. Ballesteros, v. I, Biblioteca Nueva, Madrid, 1979. Pp. 210.
[27] Alucinación que es facilitada por no haber en esta instancia diferencia sustancial entre lo interno y lo externo como así tampoco entre la vigilia y el sueño.
[28] Hablar de “primera” satisfacción no refiere a que sea un hecho único sino a la identidad que el propio impulso dará a esas huellas, así como llamar “segunda” a la necesidad refiere al hecho de la diferencia con la huella mnémica de la satisfacción, no a que sea efectivamente segunda. 
[29] Pues, como dice Hegel en la Enciclopedia (§405), en esa etapa arcaica es la madre la mismidad del niño, que por tanto, aún no ha devenido un “sí mismo”.
[30] Esta génesis es social porque la madre, que es la mismidad del niño, es desde el punto de vista externo a la simbiosis un otro, por lo que esa individuación tiene también su génesis en la acción del otro, una vinculación que podríamos llamar proto-social.
[31] Recordemos que para Freud (La negación, 1925) el origen del juicio se remonta a la etapa arcaica en que el niño comienza a establecer corporalmente el sentido con el “juicio de atribución”. Éste consiste en atribuir una cualidad a un objeto, pero no de una manera externa, pues esa cualidad consistirá en la pertenencia o no del objeto al yo: lo que se considere bueno será incorporado al yo, tragado, lo malo escupido al exterior como un no-yo. De modo que ese  primer sustrato del sentido se constituirá en la vivencia corporal de la cualidad como “siendo” el sujeto mismo. 
[32] Para ver un desarrollo completo sobre el modo en que el cristianismo implanta en el origen materno de la subjetividad el espíritu patriarcal remitimos al libro de León Rozitchner La Cosa y la Cruz (Losada, Buenos Aires, 1997).  
[33] León Rozitchner, Materialismo ensoñado, Tinta limón, Buenos Aires, 2011, p. 24.
[34] No es llamativo entonces que al buscar Hobbes una experiencia común a todos los seres humanos a partir de la cual construir un lazo social que pueda poner coto al desenlace autodestructivo de las pasiones individuales sólo pueda encontrarla en el miedo a la muerte. Pues a partir del borramiento de lo materno y de la “experiencia arcaica” que implementa el cristianismo, sólo la muerte (vivida como futuro en tanto horizonte y como presente en su temor) podrá ser el ámbito de una experiencia compartida, no ya esa experiencia del nacimiento, la infancia y su “primera satisfacción”, cuya necesidad es, sin embargo, igual a la de la muerte. De todos modos hay que reconocer que esta elección de Hobbes es desde su punto de vista acertada, porque una vez borrada la experiencia común del nacimiento y la primera infancia, no quedaría a no ser por la muerte y su temor  más que una rapsodia de experiencias individuales e intransferibles. Y es por esta misma razón que la comunidad cristiana no podrá reconocer vínculos directos: su “hermandad” se dará entonces con relación a un tercer término (“hermanos en Cristo”, “hijos de Dios”, etc.) ajeno y trascendente a la comunidad, pero que además debe ser instaurado siempre en relación a la muerte: la de Cristo que los hermana al “redimir sus pecados” y la muerte personal como unión definitiva con Dios. Desde el punto de vista colectivo, esta unión a través de la muerte es aún más extrema, pues la comunidad como tal sólo conseguirá su unidad escatológicamente con el “advenimiento del Reino de Dios” o la Parusía, de modo que el costo de esa unidad sería ni más ni menos que la destrucción del mundo y el “fin de los tiempos”.
[35] Es decir dentro de la forma de realidad que el mandato social halla delimitado con el ideal del yo.
[36] A este respecto es fundamental señalar una distinción entre dos concepciones de la corporalidad. La lengua alemana posee dos palabras para referirse al cuerpo, una de origen latino, Körper, la otra de origen germano, Leib. Cada una se refiere al cuerpo de modo diferente: como cuerpo vivo la palabra Leib; como cuerpo físico, como cosa, la palabra Körper. En sus escritos tardíos Husserl ha sistematizado la diferencia de estas palabras en la siguiente distinción conceptual: Leib refiere al cuerpo de la vivencia, subjetivo, que no puede por tanto ser un dato más del mundo ni tampoco algo independiente de la consciencia; Körper, por el contrario, sería el cuerpo como cosa, objetivo, tal como por ejemplo se le presenta a la ciencia. Teniendo en cuenta esta sistematización, podríamos decir de este par de palabras lo mismo que dice Marx (El capital, cit., p.44) de las palabras de la lengua inglesa value y worth, que refieren al valor de cambio y al valor de uso respectivamente: la palabra de origen germano se utiliza para expresar la idea directa mientras que la de origen latino la idea refleja. Creemos que esta diferencia terminológica entre las dos concepciones del cuerpo pueden encontrarse también en Marx, aunque no de modo sistemático; digamos que esta distinción es algo que Marx hace, pero que no sabe. Pues Marx define al valor de uso como Warenkörper -cuerpo de la mercancía- utilizando la palabra de origen latino que refiere a una corporalidad de cosa puramente objetiva, lo que se explica porque la parte subjetiva y social quedaría del lado del valor. Pero en el momento de la metamorfosis de la mercancía, es decir ese “salto mortal” en el acto del intercambio, el cuerpo de la mercancía será entendido como Warenleib (Das Kapital, MEW 23, cit., p.71). Ahora bien, ¿por qué se da este cambio de concepción del cuerpo de la mercancía? Pues porque en el preciso momento del intercambio las contradicciones serán unificadas, aunque más no sea, en ese vértice infinitesimal del instante. De modo que en el instante del intercambio la escisión externa de la mercancía -compra y venta- se manifiesta como aquel camino de Heráclito en que arriba y abajo significan lo mismo. De igual modo sucede entonces con la escisión interna de la mercancía, pues para el vendedor se trata de un valor mientras que para el comprador de un valor de uso, es por esto que en el instante del intercambio la mercancía recobra la forma y la materia del vínculo social, para volver a perderla enseguida. Esto no es visible más que en análisis, porque la unilateralidad de las posiciones de comprador y de vendedor no permiten ver más que una sucesión de actos diversos; sólo en las crisis, dice Marx, esta contradicción se expresa, violentamente, como unidad.
[37] Sin embargo este carácter social no puede desaparecer del todo -como tampoco podría la “ensoñación” desaparecer sin que el “mundo” deje de ser tal- pues en el momento del intercambio la mercancía deberá probar, siendo comprada, su pertenencia al mundo social; es decir, demostrar que su utilidad virtualmente individual es realmente utilidad social, y que es por lo tanto parte del trabajo social global.
[38] Cfr., Karl Marx, El capital, cit., p. 87.
[39] Este doble laberinto remite, no podría ser de otro modo, a aquellos dos reyes que soñara Borges y sus dos laberintos.

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