La verdad está en el asesino[1]
La muerte de los hombres infames -la de aquellos cuyos
nombres se pudren antes de morir- no suele ser particularmente significativa. La
de un genocida exonerado, por ejemplo, puede incluso parecer más trivial que
cualquier otra, acaso porque muestra hasta qué punto en nada modifica ya ese
destino de muerte que fue su vida. Y quizá sea por esto que no hablaremos aquí de
la muerte banal de Videla, sino de algo que ocurrió dos días antes.
El 15 de mayo de 2013, en el marco del juicio por el Plan
Cóndor, Videla fue citado a declarar; al negarse a hacerlo invocó la ilegitimidad
del tribunal y del juicio. Se limitó a unos breves “comentarios de orden
personal”, desvinculados de la causa, en los que bajo el rótulo -no menos
exculpatorio que genérico- de “acontecimientos” ya juzgados, se asumía como “responsable”
de “lo actuado por el Ejército” o en otras palabras, de los secuestros, robos
de bebés, violaciones, torturas, muertes, desapariciones, etc.
Este hecho, resaltado por su muerte apenas dos días
después, no dejó de sorprender; no faltaron voces que lo remitieran a una falta
de arrepentimiento. Creemos que poco importa la posición personal del genocida;
lo que en cambio sí importa, lo que preocupa y asusta, es lo repetido de la
fórmula. En efecto, algunos meses antes, el 27 febrero, Menéndez argüía las
mismas razones para desconocer al tribunal que lo juzgaba, y en nombre de la Constitución
se proclamaba -él también- “responsable” de la actuación “militar”. Pero hay
más, porque no es éste tampoco un hecho nuevo: el tristemente célebre alegato
de Massera de 1985 opinaba la misma ilegitimidad; un razonamiento bélico
explicaba entonces la situación: ellos habrían vencido en lo militar, pero
habían sido derrotados en la “guerra psicológica”. “Si la hubiéramos perdido
[militarmente] no estaríamos acá -ni ustedes ni nosotros-”, argumentaba entonces
el asesino, incluyendo entre los beneficiarios de su victoria al aparato
judicial que lo condenaba; la formula de la “responsabilidad” sustituía así a la
cuestión de la culpabilidad.
Y la misma estructura puede encontrarse en los demás casos:
Astiz, Etchecolatz, Acosta, Donda, e via dicendo. Es claro, entonces,
que este planteo de la “responsabilidad” nada tiene que ver con la cuestión -cristiana
e individual- del “arrepentimiento”, sino con algo más profundo, acaso de orden
político. Y que de algún modo parece condensarse en la extrañeza de la frase de
Massera: “no estaríamos acá: ni ustedes [los magistrados] ni nosotros [los
militares]”. La cuestión es entonces la de saber a qué responde esta
distancia entre la derrota personal de los genocidas, juzgados y condenados, y
su afirmación de la victoria de su empresa. Pues no sólo se asumen “responsables”
de ella, sino que la extienden hasta abarcar al tribunal que los juzga. Tal vez
si miramos una coyuntura más extrema podamos desentrañar esta extrañeza.
En el libro Moral burguesa y revolución León
Rozitchner analizaba las declaraciones de los invasores de Playa Girón, que
apenas derrotados habían mantenido un debate público con periodistas y
revolucionarios. La diferencia es notable: los prisioneros, miembros de una
clase dominante que ya no dominaba, justificaban su accionar sólo en términos
individuales. La división del trabajo que sustentaba la acción se desagregaba entonces
en un compendio infinito de movimientos particulares, que nunca alcanzan el sentido
total de esa acción. Como esa carrera soñada por Zenón en la que los pies
ligeros de Aquiles no logran alcanzar a una tortuga -porque antes de recorrer,
por ejemplo, diez metros, deberán recorrer cinco, y antes de cinco dos y medio,
y antes uno y cuarto, hasta que el movimiento se torna ilusión-, así esas
acciones individuales, apolíticas, esfuman la materialidad innegable de la
invasión militar. Cada participante se recorta en su individualidad; arquetipos
puros, eluden el sentido de esa acción en la que no pueden ya reconocerse
aunque vistan aún el traje de campaña. Algo como una “doble verdad” se impone
entonces: por un lado un sentido unitario, indiscutible como los destroyers estadounidenses
que apoyaban la invasión; por el otro una sucesión fragmentaria de
discursos que se replican y repelen sin cuajar en un sentido total.
Pero entonces uno de esos discursos sigue un camino
inverso: Calvino, torturador de la dictadura de Batista, despreciado por los
demás invasores como asesino, plantea que su actividad, sus asesinatos, no son
sino una parte de una acción más amplia que se prolonga en la de los otros: él
no había matado solo, sino en función de un determinado orden que incluía y
hacía posibles en su seno las posiciones y acciones individuales que ahora lo
desconocían; desde la del sacerdote hasta la del empresario, desde la del terrateniente
hasta la del filósofo, todas estas acciones se cristalizan en una totalidad a
través del “trabajo” del asesino que las posibilita: “El asesino es la verdad
del grupo -concluye Rozitchner- porque esa muerte que daba se encuentra
también, aunque encubierta, en el fondo de todas las otras actividades”.
Si volvemos ahora la mirada a nuestro punto de partida
quizás podamos explicar esa extrañeza del discurso de Massera, es decir la inclusión
del tribunal que lo juzgaba dentro de su acción. Y es que este sistema de
muerte que es el capitalismo tiene siempre en el asesino su verdad inconfesable,
su condición de posibilidad. Pero aún queda algo, y es la cuestión de la
“responsabilidad”, que es la forma inversa de lo que nos muestra Rozitchner,
pues se trata precisamente de la asunción del sentido total de la acción. Y la
diferencia estriba en que la acción asesina de la dictadura del ’76 se impuso
como triunfo de las clases dominantes: la afirmación del modo de vida
capitalista que recurre al terror para asegurar su vigencia. Y es este triunfo,
esta pervivencia ahora indiscutible del capitalismo a partir del terror, lo que
permite a nuestros genocidas asumir la “responsabilidad” y proclamar su victoria,
incluso en su derrota personal.
Desconocer la verdad que anida el discurso de los asesinos nos
hace creer que administramos un triunfo cuando no hacemos más que pagar los
intereses de una derrota, al precio de nuestros horizontes de transformación
radical.
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