viernes, 5 de febrero de 2016

Introducción al libro Del temor a ser tocado, Topía, 2011     

Como el silencio que hay entre dos rosas.
 Lluvia
Juan Gelman

Sobre lo indeseable de las introducciones ya otros se han extendido. Mallarmé sugiere en una carta: siempre hay que cortar el principio y el fin de lo que se escribe. No hay introducción ni final. Foucault, por su parte, en su discurso inaugural en el Cólllege de France confiesa: Hubiera preferido poder deslizarme subrepticiamente. Más que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio. Me hubiera gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo[1]. Estas palabras -dichas en tiempos diferentes- parecen remitir a un misterio único, pero doble. Algo como un secreto que se esconde en la superstición y en la ceremonia, aquello que tiene que ser llamado por temor a que venga.
Una invocación, entonces. Una palabra, poética, que se pretende eterna en su sin-principio-ni-fin; otra, filosófica, demasiado efímera, como la inadvertida luminiscencia de un reflejo en las aguas siempre cambiantes del tiempo. Una voz que repitiese de antemano -dice Foucault- lo que se va a decir. Una palabra, entonces, que se repite como reflejo, sobre el río irrepetible del discurso filosófico. Dos regiones equidistantes de un mismo punto misterioso, encerrado, silencioso.
Entonces la palabra se abre desde el misticismo de dos modos. Como la ruptura de la que nos habla Mallarmé y como el discurrir continuo que señala Foucault. Y un mismo obstáculo -el silencio inicial- al que no habría que rendir el tributo que significa una introducción. La sociedad refuerza ese silencio, dice Foucault, solemnizando los comienzos, y podríamos pensar, también los finales: una ceremonia o iniciación que demarque y remarque los terrenos del decir y del callar. O, en la misma línea, del decir y del escuchar. Porque el escuchar es la actitud recomendada, civilizada, ante el decir del otro. Y entonces la introducción marcará la diferencia con ese decir del otro; diferencia marcada como un perfil temporal: “ahora yo, luego usted”. Un espacio textual que divide aguas en el tiempo del discurso.
Pero hay también vandalismos; ciertas formas a veces permitidas y normadas que, aunque prolijas, traen el caos a ese tiempo del discurso y lo mezclan todo. Nos referimos a la cita, a esa instancia del discurso que cede la palabra al otro como diciendo “pase usted, por favor”; pero que detrás de esa gentileza, de esas delicadas maneras, esconde la intención vandálica de hablar encima. De cualquier modo la cosa no siempre se da en esos términos, la cita puede también ser un modo de orden, de formalización del tiempo social del discurso. En tal caso estamos ante la cita culta, la repetición autorizada, casi ritual, que multiplica al decir del otro en las propias palabras: virreyes del discurso que administran las colonias de lo decible. Pero si hay virreyes hay contrabandistas. Y la cita entonces puede tener la forma de la transacción no permitida. Pero el contrabando, aunque no permitido, es al fin y al cabo transacción; nos mantenemos entonces en la misma lógica: “ya no serviremos a la metrópoli, ¡viva el libre comercio!”, una corona por otra. A no ser que haya una ofensiva diferente en ese terreno, una lógica subterránea que anime otro sentido en el pillaje del conocimiento. No tanto la resistencia todavía desorganizada que menciona Sartre en su prefacio al libro de Fanon, sino algo como una búsqueda de esa resistencia, en estos tiempos históricos en que los pequeños hurtos del discurso que hacían los dominados han desaparecido y en su lugar se establecieron grandes emporios de importación, multinacionales del conocimiento. Entonces son gerentes del concepto quienes traen las citas, pero no cualquier cita sino aquellas autorizadas, legales y rentables. Que por supuesto pagamos con intereses.
Quizás sea por esa usura que este trabajo no intentará una transacción, un negocio a plena luz del día con un pensar ajeno. Será más bien un lento discurrir nocturno cuatrereando sombras. Intentaremos, una a una, llevarnos las ideas desde corrales ajenos, y soltarlas en campo libre, en territorio liberado.
Serán entonces palabras mestizas las que construirán este relato. Aguas heterogéneas que convergen sin mezclarse. Como punto de partida dos textos, un objeto y un método. Masa y poder de Elías Canetti y Psicología de masas y análisis del yo de Sigmund Freud, los textos; la construcción de la subjetividad en la masa, el objeto; la cita como pillaje, el método.
 Pero habíamos mencionado un campo libre, un territorio liberado en que soltar las citas capturadas. Ese lugar donde se cruzarán estas dos corrientes será un espacio ajeno. Un campo abierto por el pensamiento de León Rozitchner, en especial por una obra: La Cosa y la Cruz. Este espacio tiene que ver con la materialidad misma de la subjetividad, con la historicidad arcaica del propio cuerpo que el cristianismo ex-propia; con la herida supurante de esa historicidad castrada que la cultura esconde y Rozitchner impúdicamente nos muestra. Un camino que nos llevará de Freud a Hegel y de allí a centrar nuestra atención en el Cristianismo y en las “operaciones” de San Pablo. El recorrerlo, entonces, será un caminar sobre huellas, pisar sobre pisadas, a la búsqueda de que nuestro olvido y nuestro error engendren sus nocturnos hijos, esos que llamamos originalidad. Pero estas huellas, estos senderos, son ya parte del paisaje teórico al que nos adentramos, son, por decirlo así, una pro-vocación al pensar: nuestro legado teórico. Sobre ese espacio abierto pensaremos la confluencia de aquellas otras huellas, las que han dejado Freud y Canetti. Confluencia que es además el punto en que esa subjetividad cortada y coartada confluye en los otros, es decir el espacio de la subjetividad colectiva: la masa.
Sólo falta contestar un interrogante: ¿Para qué? ¿Por qué meter el dedo en la llaga? Quizás porque esa llaga es aquel silencio que se impone entre el decir y el hacer, ese silencio que no se calla y que forzaba a Mallarme a mutilar sus poemas, para no rozarlo, para que su decir no diga ese silencio. Quizás porque ese silencio es el que adivinaba Foucault rodeando cada discurso como un pavor insoportable, como miedo que paraliza. Quizás porque ese silencio que nos obliga a rodearlo es aquel que hay entre dos rosas o entre nosotros mismos; ese silencio que nos separa de lo que nos es más propio y nos hace estar siempre viviendo en la intemperie, siempre fuera de nosotros mismos y, por supuesto, fuera también de los otros. Quizás porque ese silencio es lo que han conseguido los alambrados, cuyas parcelas ingenuamente llamamos yo; o porque ya estamos agotando nuestras oportunidades y solo nos queda un último grito atragantado, algo a medio camino entre la consigna y el canto, entre la fiesta y la guerra; algo, en fin, que nos dice que es hora de levantar los alambrados.




[1] Foucault, Michel: El orden del discurso, 1972.

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