Introducción al libro Del temor a ser tocado, Topía, 2011
Como el silencio que hay entre dos rosas.
Lluvia
Juan Gelman
Sobre lo indeseable de las introducciones ya otros se han
extendido. Mallarmé sugiere en una carta: siempre hay que cortar el
principio y el fin de lo que se escribe. No hay introducción ni final. Foucault,
por su parte, en su discurso inaugural en el Cólllege de France confiesa: Hubiera preferido poder deslizarme
subrepticiamente. Más que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto
por ella y transportado más allá de todo posible inicio. Me hubiera gustado
darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz
sin nombre desde hacía mucho tiempo[1].
Estas palabras -dichas en tiempos diferentes- parecen remitir a un misterio
único, pero doble. Algo como un secreto que se esconde en la superstición y en
la ceremonia, aquello que tiene que ser llamado por temor a que venga.
Una invocación, entonces. Una palabra, poética, que se
pretende eterna en su sin-principio-ni-fin; otra, filosófica, demasiado
efímera, como la inadvertida luminiscencia de un reflejo en las aguas siempre
cambiantes del tiempo. Una voz que repitiese de antemano -dice Foucault- lo que
se va a decir. Una palabra, entonces, que se repite como reflejo, sobre el río
irrepetible del discurso filosófico. Dos regiones equidistantes de un mismo
punto misterioso, encerrado, silencioso.
Entonces la palabra se abre desde el misticismo de dos
modos. Como la ruptura de la que nos habla Mallarmé y como el discurrir
continuo que señala Foucault. Y un mismo obstáculo -el silencio inicial- al que
no habría que rendir el tributo que significa una introducción. La sociedad
refuerza ese silencio, dice Foucault, solemnizando los comienzos, y podríamos
pensar, también los finales: una ceremonia o iniciación que demarque y remarque
los terrenos del decir y del callar. O, en la misma línea, del decir y del
escuchar. Porque el escuchar es la actitud recomendada, civilizada, ante el
decir del otro. Y entonces la introducción marcará la diferencia con ese decir
del otro; diferencia marcada como un perfil temporal: “ahora yo, luego usted”.
Un espacio textual que divide aguas en el tiempo del discurso.
Pero hay también vandalismos; ciertas formas a veces
permitidas y normadas que, aunque prolijas, traen el caos a ese tiempo del
discurso y lo mezclan todo. Nos referimos a la cita, a esa instancia del
discurso que cede la palabra al otro como diciendo “pase usted, por favor”;
pero que detrás de esa gentileza, de esas delicadas maneras, esconde la
intención vandálica de hablar encima. De cualquier modo la cosa no siempre se
da en esos términos, la cita puede también ser un modo de orden, de
formalización del tiempo social del discurso. En tal caso estamos ante la cita
culta, la repetición autorizada, casi ritual, que multiplica al decir del otro
en las propias palabras: virreyes del discurso que administran las colonias de
lo decible. Pero si hay virreyes hay contrabandistas. Y la cita entonces puede
tener la forma de la transacción no permitida. Pero el contrabando, aunque no permitido,
es al fin y al cabo transacción; nos mantenemos entonces en la misma lógica:
“ya no serviremos a la metrópoli, ¡viva el libre comercio!”, una corona por
otra. A no ser que haya una ofensiva diferente en ese terreno, una lógica
subterránea que anime otro sentido en el pillaje del conocimiento. No tanto la
resistencia todavía desorganizada que menciona Sartre en su prefacio al libro
de Fanon, sino algo como una búsqueda de esa resistencia, en estos tiempos
históricos en que los pequeños hurtos del discurso que hacían los dominados han
desaparecido y en su lugar se establecieron grandes emporios de importación,
multinacionales del conocimiento. Entonces son gerentes del concepto quienes
traen las citas, pero no cualquier cita sino aquellas autorizadas, legales y
rentables. Que por supuesto pagamos con intereses.
Quizás sea por esa usura que este trabajo no intentará
una transacción, un negocio a plena luz del día con un pensar ajeno. Será más
bien un lento discurrir nocturno cuatrereando sombras. Intentaremos, una a una,
llevarnos las ideas desde corrales ajenos, y soltarlas en campo libre, en
territorio liberado.
Serán entonces palabras mestizas las que construirán este
relato. Aguas heterogéneas que convergen sin mezclarse. Como punto de partida
dos textos, un objeto y un método. Masa y poder de Elías Canetti y Psicología
de masas y análisis del yo de Sigmund Freud, los textos; la construcción de
la subjetividad en la masa, el objeto; la cita como pillaje, el método.
Pero habíamos
mencionado un campo libre, un territorio liberado en que soltar las citas
capturadas. Ese lugar donde se cruzarán estas dos corrientes será un espacio
ajeno. Un campo abierto por el pensamiento de León Rozitchner, en especial por
una obra: La Cosa y la Cruz. Este espacio tiene que ver con la
materialidad misma de la subjetividad, con la historicidad arcaica del propio
cuerpo que el cristianismo ex-propia; con la herida supurante de esa
historicidad castrada que la cultura esconde y Rozitchner impúdicamente nos
muestra. Un camino que nos llevará de Freud a Hegel y de allí a centrar nuestra
atención en el Cristianismo y en las “operaciones” de San Pablo. El recorrerlo, entonces, será un caminar
sobre huellas, pisar sobre pisadas, a la búsqueda de que nuestro olvido y
nuestro error engendren sus nocturnos hijos, esos que llamamos originalidad.
Pero estas huellas, estos senderos, son ya parte del paisaje teórico al que nos
adentramos, son, por decirlo así, una pro-vocación al pensar: nuestro legado
teórico. Sobre ese espacio abierto pensaremos la confluencia de aquellas otras
huellas, las que han dejado Freud y Canetti. Confluencia que es además
el punto en que esa subjetividad cortada y coartada confluye en los otros, es
decir el espacio de la subjetividad colectiva: la masa.
Sólo falta contestar un interrogante: ¿Para qué? ¿Por qué
meter el dedo en la llaga? Quizás porque esa llaga es aquel silencio que se
impone entre el decir y el hacer, ese silencio que no se calla y que forzaba a
Mallarme a mutilar sus poemas, para no rozarlo, para que su decir no diga ese
silencio. Quizás porque ese silencio es el que adivinaba Foucault rodeando cada
discurso como un pavor insoportable, como miedo que paraliza. Quizás porque ese
silencio que nos obliga a rodearlo es aquel que hay entre dos rosas o entre
nosotros mismos; ese silencio que nos separa de lo que nos es más propio y nos
hace estar siempre viviendo en la intemperie, siempre fuera de nosotros mismos
y, por supuesto, fuera también de los otros. Quizás porque ese silencio es lo
que han conseguido los alambrados, cuyas parcelas ingenuamente llamamos yo;
o porque ya estamos agotando
nuestras oportunidades y solo nos queda un último grito atragantado, algo a
medio camino entre la consigna y el canto, entre la fiesta y la guerra; algo,
en fin, que nos dice que es hora de levantar los alambrados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario