La verdad de las máscaras
De la escisión cristiana del mundo a
los derechos humanos
Introducción
Las verdades de la metafísica
son las verdades de las máscaras
Oscar Wilde
Este trabajo intenta un análisis de las
configuraciones que sobre el concepto de persona y su dispositivo traza Roberto
Esposito en su libro Tercera persona.
Pretendemos mostrar ciertas limitaciones en la reconstrucción que este autor
realiza de los avatares del dispositivo de persona, que irían desde una
deconstrucción de su concepto a partir del discurso de la biología a comienzos
del siglo XIX y la posterior organización de una biopolítica en torno a estos
saberes, hasta su reconversión en tanatopolítica durante el nazismo.
Remitiendo el dispositivo de la persona a su origen
teológico, especialmente a la solución trinitaria que en el Concilio de Nicea se
dio a los conflictos del dogma cristiano, intentaremos enmarcarlo en un campo
de funcionamiento más amplio a partir del cual éste cobraría sentido, operando
entonces como efecto de una estructura que lo excede y de la cual es sólo un
momento. Ese ámbito de funcionamiento más amplio que contiene en su interior al
dispositivo de la persona y define su sentido será la escisión sobre la que se
funda el mundo y la subjetividad cristiana, y que encuentra su expresión más
elocuente en la oposición paulina entre carne y espíritu. Esta escisión,
entonces, será lo que posibilite y haga necesaria la emergencia del concepto de
persona como posibilidad de articulación de esa escisión, que en tanto negación
in-materialista del cuerpo y del mundo, no podría de otro modo desarrollarse
como dominio y política, puesto que quedaría reducida a una inocua espera de la
muerte.
Desde aquí, según creemos, la propuesta de Esposito
de desarrollar una crítica al “régimen de la persona” desde el ámbito de lo
impersonal y de la tercera persona no podrá modificar su relación con el
régimen más amplio de escisión inmaterial en la que se funda sino apenas
reordenar sus elementos.
I
De
los derechos humanos a la persona
Una perplejidad cotidiana; tal parece el vórtice a
partir del cual se despliegan -o en el que confluyen- los problemas
fundamentales del libro Tercera persona
de Roberto Esposito: “Hoy, como nunca antes, la noción de derechos humanos aparece inmersa en una manifiesta contradicción.
Un creciente éxito en el plano de la enunciación -confirmado por la
multiplicación de convenciones inspiradas en ellos- se corresponde con una
desconfianza cada vez más pronunciada en su efectiva actuación.” (Esposito,
2009: 101). Esta “desconfianza” que refiere
el autor no denuncia meras hipocresías del decir o debilidades del hacer, tampoco
un compendio de imposibilidades derivadas del desfasaje esencial entre la
multiplicidad de las realidades y la unicidad de la normativa; apunta, antes
bien, a un anudamiento anterior, tanto lógica como temporalmente, que englobaría
como consecuencias suyas estas determinaciones. En sus propias palabras, se
trata de “la aporía intrínseca del concepto de derechos humanos (…), la línea
que separa en forma drástica ambos términos de la expresión: derecho y
condición humana”. (Esposito, 2009: 103).
Y algo esencial de esa separación se pondría de
manifiesto en el vértice cabal de su aparición como cuestión explícita -y
central- de la política y la ética, cuando finalizada la carnicería nazi las
potencias aliadas se vieron empujadas a la tarea inevitable de “recomponer” el
vínculo entre la vida y el derecho.[1] De modo que los derechos
humanos surgen como cuestión en el
momento en que esa gigantesca máquina de exterminio del nazismo comienza a ser “desmantelada”
y se hace visible entonces el exacto lugar de su emplazamiento: la intersección
del derecho y algo que -no sin la arbitrariedad que suelen ostentar los nombres-
fue llamado la “condición humana”.
La explicación era sencilla: el nazismo era la causa
del abismo entre las instancias del derecho y la “vida humana”; la solución no
mermaba en simplicidad: los derechos
humanos serían el modo en que la buena conciencia occidental de la
posguerra suturaría esa escisión. Y por si esto fuera poco, se conseguiría
también con este concepto de derechos humanos superar esa vieja separación -aunque
de menor profundidad que la del nazismo- que la Revolución Francesa había
abierto entre los conceptos de “hombre” (entendido como bourgeois) y de “ciudadano”. La Declaración
universal de los derechos humanos celebrada en 1948 sería entonces la cura
definitiva de las heridas históricas del mundo occidental y cristiano.
Pero aquí es donde aparece entonces esa perplejidad
que señalábamos como centro del trabajo de Esposito; pues esa sutura que los
derechos humanos intentan no parece cerrar la herida abierta entre derecho y “vida
humana”, sino tan sólo administrar sus efectos. Entonces salta a la vista una
segunda cuestión; a saber, la de los presupuestos en que se sostiene ese intento
de “recomposición”. Presupuestos que conjeturan en el nazismo una creación ex nihlo, una interrupción accidental y
momentánea de la quieta gestión del “progreso histórico”; apenas una estación
equivocada en su via regia, que el
propio despliegue del occidente cristiano dejará atrás. Pero es también este
carácter fallido y constante de la “recomposición” de la posguerra lo que expone,
al intentar esconderlo,[2] el hecho de que el nazismo
no es un acontecimiento aislado, sino la “coronación” de un largo y sinuoso proceso.
De modo que sólo podremos comprenderlo cuajando la imagen de su movimiento en los
diferentes ámbitos de su aparición en la historia europea.[3]
Esta mirada, que en líneas generales podríamos
llamar “genealógica” -y a la que por su parte suscribe Esposito aunque sin
desarrollarla mayormente- muestra en la articulación de diferentes “cuadros”
-religiosos, jurídicos, políticos, económicos, filosóficos, etc.- el sustrato
que unifica ese movimiento en un espacio común, en función del cual éste se
produce y despliega. Esos “cuadros” iluminan y ahogan rasgos rimados que poco a
poco emparentan un rancio linaje: oscurísimas líneas de filiación que se anudan
con los más “venerables” comienzos del mundo occidental y cristiano.[4]
Lo que se pondría entonces de manifiesto al término
de ese hecho excepcional del nazismo es que su existencia ya no puede admitirse
como un episodio separado de la cadena de “hechos” de la historia de Occidente por
su carácter único y a-normal, sino que, por el contrario, esa suerte impar sería
precisamente la condensación de la verdad del funcionamiento del Estado moderno;
el trazo último en que se recorta su perfil. Es aquello que describía la
célebre tesis de Benjamin (1991: 697), que reformulando a Schmitt sostiene que
“la tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el cual
vivimos es la regla”. De modo que, desde esta perspectiva, esa distancia entre
el derecho y la “vida humana” -o su “condición”- no sería ya la consecuencia contingente de un plan
asesino opuesto al “estado de derecho”, sino, antes bien, su condición de
posibilidad. El nazismo, entonces, ya no como la oscura raíz de la ruptura, sino
como el fruto maduro y mortífero que crece en esa grieta.
Pero entonces surge nuevamente la cuestión del
carácter de esa “recomposición” del vínculo entre derecho y condición humana: el
concepto de derechos humanos se nos presenta ahora como una variación más de
esa distancia; acaso el intento de Occidente de exorcizar su propio rostro. Una
máscara, entonces. Y un afán: evitar que la vorágine de facciones del devenir
del mundo occidental y cristiano se resuma en el siniestro contorno de su “caso-límite”.
¿Pero existe efectivamente, o puede existir, tal relación de exterioridad entre
la “máscara” y el “rostro”, especialmente si tenemos en cuenta un registro de
la realidad en que la excepción constituye el sentido, en tanto contorno, de la
normalidad y de la regla? Para responder a estos interrogantes será necesario
primero encontrar el pendant oculto
de esa “recomposición” que significan los derechos humanos.
Y nuevamente entonces: ¿en qué consiste esa
“recomposición”? Convendría ir asentando una perplejidad, pues según hemos
visto hasta aquí, ese camino de “recomposición” sólo puede ser clasificado bajo
la escandalosa especie de las paradojas; algo como una emulación de aquel otro
camino en el que un cansado Aquiles se esfuerza vano por alcanzar a la impertérrita
tortuga: sin importar la ligereza de sus pies, el derecho se quedará siempre a mitad
de camino, separado de la vida por una cercanía intransitable. ¿Y qué es esa
distancia eleática que nos demuestra su quietud andando y afirma a la vez la
separación y la recomposición del vínculo entre el derecho y lo humano? No otra
cosa que el concepto de “persona”, sobre el que esta concepción de los derechos
humanos, que nos rige desde hace más de 65 años, ha sido cimentada. Este
concepto de persona, cuyo origen nos remonta al derecho romano, y de allí a la
teología cristiana -especialmente a la “solución” trinitaria del Concilio de
Nicea-, se ha mantenido durante toda la modernidad como pivote de la filosofía
política y del derecho. Los derechos humanos no serían entonces otra cosa que la
expresión político-jurídica del concepto de persona; y por lo tanto, es allí
donde debemos buscar el sentido de esa contradicción entre derecho y vida
humana que hasta aquí se nos ha manifestado.
La
“persona” y la coherencia de la contradicción
Siguiendo entonces a Esposito, podemos pensar que es
por ese origen bifronte, romano-cristiano, que el concepto de persona es capaz
de articularse, oscilando entre un sentido jurídico y otro teológico, como el
espacio común en que se enfrentan y concilian en nuestros días las posiciones
laicas y católicas de la disputa ética. Pero esto no es todo, sostiene Esposito
que el concepto de persona, además, aparecería ante nuestra época como el único
modo de salvar el hiato existente entre los conceptos de hombre y de ciudadano,
que -como veíamos más arriba- desde la Revolución Francesa señalan el destino
de exclusión o inclusión de cada cuerpo humano en la esfera del derecho. Esta
subsunción total del campo semántico de los “derechos humanos” a la categoría
de persona lleva a Esposito a afirmar que: “el sustancial fracaso de los
derechos humanos -la fallida recomposición entre derecho y vida- se produce no
a pesar de la afirmación de la ideología de la persona, sino en razón de ésta. (…) No, en suma, (…) [por
el] hecho de que aún no hemos entrado plenamente en su régimen de sentido, sino
a que nunca salimos en verdad de él.” (Esposito, 2009: 15).
De modo que esta contradicción entre el ámbito del
derecho y la vida humana no sería otra cosa que el movimiento de sístole y
diástole del concepto de persona. Así, esta contradicción externa de los derechos humanos -externa en tanto sólo
aparece en su despliegue en el mundo, es decir, en ese camino intransitable que
va del derecho a la vida-, no hace sino expresar su coherencia con la
contradicción interna de su fundamento, es decir de la categoría de persona. Y
por el contrario, esta contradicción interna que constituye a la “persona” no ha de manifestarse en el mundo como
contradicción, sino como coherencia: la coherencia de un mundo en contradicción.
Y es por esto que toda interrogación que apunte a la contradicción de los derechos humanos es reenviada sin más al
núcleo de coherencia que la anida, es decir, a la contradicción interna de la categoría
de persona.[5]
¿Pero en qué consiste esa capacidad del régimen de
la persona de ser por un lado el campo en que se juega la separación más
radical entre derecho y vida, y por el otro, el constante y vano intento de
“recomponer” su soñada unidad? Si buscamos un poco más detenidamente en el
momento en que el concepto de persona se consolida históricamente, para llegar
a ser tal y como hoy lo conocemos, entre los siglos IV y V -digamos, el período
de unificación definitiva del dogma cristiano, desde Eusebio de Cesaréa hasta Agustín
de Hipona-, podríamos encontrar el fundamento de esa capacidad de desdoblamiento
en algo más que esa alternancia de un sentido teológico y otro jurídico que
señala Esposito; pues esa capacidad aparecería ya dada en el contrapunto que ejecuta
desde su origen entre un fondo metafórico y otro metafísico.
Metafísica
y metafórica de la persona
El primer sentido de la palabra latina persona se refiere a las máscaras que en
el teatro grecolatino identificaban al actor con aquello que éste representaba,
es decir su personaje. Esas máscaras, prósopon
en griego, eran nombradas en latín con la palabra persona (Tursi, 2012). Y lo que aquí nos interesa para el concepto
moderno de “persona” podríamos encontrarlo en algo que señala Boecio (2002:
79-108) reflexionando justamente sobre el problema de la Trinidad: la palabra
latina persona aúna el sentido de
“máscara” con el de otra palabra griega, hypóstasis,[6] que mienta lo que está por
debajo de aquello que es accidente (hypo,
debajo; stasis, posición) y que es,
por lo tanto, fundamento de su existencia, esto es: la substancia. La
concepción teleológica primero, y teológica después, dictaba que aquello que es
fundamento quede “reservado para los seres más excelentes y nobles” (Boecio,
2002), de modo que se constituirá en función de la razón y no de la existencia.
La persona será por ello “la substancia individua de la naturaleza racional”
(Boecio, 2002). Así, esta conjugación de dos concepciones diferentes en el
vocablo persona -una metafórica, la máscara
teatral (prósopon), metafísica la otra, la substancia individual y racional (hypóstasis)-, daría lugar a la doble
distancia en que se articula el concepto moderno de persona: un fundamento último
y racional (hypóstasis) que como una
máscara (prósopon) se adhiere sin
confundirse a un “algo” que, desde ese punto de vista, no es siquiera
individuo, pues sólo se constituye como un resto irracional, mero “soporte”
indeterminado para la persona.
Podemos encontrar ahora, en esta articulación del sentido
doble del concepto de persona -el metafórico y el metafísico-, esa misma contradicción
que externamente expresaba el concepto de derechos humanos, pero no ya como una
sucesión de perfiles o modalidades -como lo eran las diversas oposiciones de
los ámbitos del derecho y la vida humana-, sino constituyendo la unidad de una
sola dinámica de funcionamiento. Para ver en qué consiste esta contradicción interna
del concepto de persona deberemos buscar en el proceso de su descomposición -o la
apariencia de su descomposición- el dispositivo más amplio que lo contiene, y
dentro del cual esa “descomposición” funciona.
Seguiremos a continuación algunos puntos
fundamentales de ese camino genealógico trazado por Esposito -que va de una
primera fase “deconstructiva” del concepto de persona, como inauguración de una
posible biopolítica a fines del siglo XVIII, hasta su deformación y reconfiguración
como “tanatopolítica” a partir de 1933-; intentaremos entonces una
diferenciación con su planteo.
II
Bichat
y la deconstrucción del concepto de persona
Un rol central en el trabajo de Esposito juega la
idea de que un proceso de deconstrucción del concepto de persona se inicia hacia
fines del siglo XVIII con la obra del fisiólogo Xavier Bichat. Este proceso
iniciado en un saber de tipo biológico, que progresivamente irá deviniendo
biopolítico, alcanzaría su grado de desarrollo más extremo -en el que ya no sería
reconocible su fisonomía original- con la irrupción del nazismo y el reemplazo
de la deconstrucción de la persona por su simple aniquilación. A partir de ese
momento ya no estaríamos frente a una biopolítica, sino a una “tanatopolítica”;
no ya, entonces, una organización y uso de la vida dirigido a fines que le son
exteriores, sino un uso de la muerte como único medio de alcanzar esos fines. Lo
que habría comenzado como una deconstrucción finalizaría así, fría y
brutalmente, con el aplastamiento de la persona “sobre su escueto referente
biológico” (Esposito, 2009: 18). Veamos ahora en qué consistió este punto de
partida fisiológico de la deconstrucción de la persona.
Dos son las notas principales que señala Esposito en
la fisiología de Bichat como planteo inicial de una deconstrucción de la
categoría de persona. En primer lugar, lo que se desprende de la famosa
definición de la vida en función de la muerte: “La vida es el conjunto de las
funciones que resisten la muerte” (2009: 36). Lo primero que podemos notar de
esta definición es que no afecta a la vida tanto como a la muerte, que dejará
así de ser pensada como un acontecimiento único e infinitesimal, para
convertirse en un proceso continuo que contiene en sus márgenes a la vida, y
que, paradójicamente, muere cada vez con ella. De modo que la muerte dejará de
tener, en esta concepción, esa acostumbrada hermandad con el no-ser que
permitía a Epicuro radiarla fuera de toda experiencia posible.[7] Pero para que la muerte
pueda ser la presencia constante que sostiene el contorno de la vida en ese
choque de fuerzas contrarias, deberá entonces existir en acto y no ser
concebida ya como mera potencia. Esas fuerzas entrópicas, repelidas provisionalmente
por las fuerzas reactivas de la vida, deben poder existir por sí mismas; no, entonces,
como la sombría promesa de un triunfo ulterior, sino como una victoria rutinaria,
cotidiana, y por ello imperceptible; un aspecto en que la muerte le nace a la
vida. Esta muerte en acto que vive y crece en el interior de la vida a pesar de
contenerla, nos lleva al segundo punto que destaca Esposito en la obra de
Bichat como fundamento de una deconstrucción del concepto de persona: la
existencia de dos tipos de muerte, que no son en esencia más que el correlato de
un doblez propio de la vida, y que es lo que hace posible la existencia en acto
de la muerte. Estas dos vidas que llevan sobre sus espaldas dos muertes son la vida
orgánica y la animal.
La vida orgánica es común al mundo vegetal y al animal;
la vida animal, en cambio, pertenece sólo a este último mundo. Si las
reacciones de la primera son continuas e involuntarias -respiración,
circulación, nutrición, secreción, etc.-, las de la segunda son discontinuas y se
fundan en el movimiento voluntario. La vida orgánica es interna: no se modifica
respecto del entorno más que como la resistencia pasiva que ella es contra las
fuerzas entrópicas de la muerte;[8] la animal, en cambio, se
encuentra arrojada hacia el exterior: debe modificarse constantemente en función
de su entorno como modo de resistir a la muerte; su resistencia es por tanto
activa. Pero por lo mismo, la vida orgánica precede y sucede a la animal, que
de ella crece y en ella también se apaga. Y es entonces la vida orgánica la que
abriga en su seno a la muerte; es en ella donde ésta existe en acto, y de ella obtiene
su salario cotidiano: triunfos parciales; rutinarias y moderadas muertes
orgánicas, que sólo a partir de un cierto umbral fraguarán de modo definitivo la
muerte de la vida animal. Entonces la vida orgánica continuará su inerte resistencia
hasta apagarse, callada, en una muerte cuyo momento definitivo ya pasó.[9]
Pero además está el hecho destacable de que las
pasiones mismas no tienen su asiento para Bichat en la vida animal sino en la
vida orgánica; de modo que, sostiene Esposito, la persona “aparece ahora
descentrada todavía más, por su escisión en dos zonas que se superponen -o se
subordinan- impidiendo cualquier imagen unitaria. (…) la vida animal (…) es
atravesada por un poder extraño que determina instintos, emociones, deseos, de
una manera no atribuible ya a un único elemento.” (Esposito, 2009: 41). Y es
entonces por esta mayor extensión de la vida orgánica respecto de la vida
animal, que Esposito considera el planteo de Bichat como una deconstrucción del
concepto de persona: ese racional “centro de imputaciones jurídico-políticas”,
al ser excedido por el ciego ámbito de la vida orgánica, no podría tener sino en
ella su referencia ulterior. Entonces lo que las tesis de Bichat pondrían en
entredicho sería “el presupuesto indiscutido de la filosofía política moderna”
que es “la presencia de sujetos dotados de voluntad racional que, por elección
colectiva, instituyen determinado orden.” (Esposito, 2009: 40). De modo que,
continúa Esposito, “si adoptamos como punto de referencia la posición de
Hobbes, se pone en tela de juicio tanto el criterio de la cesura fundacional
entre estado natural y estado político como el itinerario lógico que conduce al
pacto”. Fundamentalmente porque “las pasiones -que Hobbes había puesto en los
orígenes de la opción civil- no dependían de la vida animal sino de la vida
orgánica (…) [por lo que] los actos que ellas condicionan no pueden atribuirse
a motivaciones racionales.” (2009: 40)
Ciertamente la filosofía política moderna en general
y la de Hobbes en particular tienen una referencia irrenunciable al concepto de
persona, por lo que una deconstrucción de este concepto, como lo supone
Esposito, no resultaría indiferente a su coherencia. Pero acaso el problema sea
el de considerar si efectivamente las tesis de Bichat se opone tan claramente a
los fundamentos de la filosofía política moderna como teorías estructuradas en
torno a la categoría de persona.
Manteniendo entonces a Hobbes como referencia de la
filosofía política moderna, podríamos analizar la relación de las pasiones originadas
en la vida orgánica -tal como aparecen en la teoría de Bichat- con la fundación
del estado civil. En el caso de Hobbes lo que encontramos es que dicha
fundación no consiste en una acción motivada racionalmente como sugería
Esposito, sino, precisamente, motivada por una pasión: el miedo a una muerte
violenta. Y esto no podría ser de otro modo para Hobbes (2003: 63), porque la
razón, entendida meramente como el “cálculo (esto es, adición y
sustracción) de consecuencias de nombres generales convenidos para caracterizar
y significar nuestros pensamientos”, no
podría, por su constitución heterogénea determinar a la voluntad -que es
concebida como un movimiento de aversión o deseo
adherido, de manera inmediata y como último término, a la sucesión de deseos o aversiones de una ponderación-. (Hobbes, 2003: 77). Las pasiones,
en cambio, son movimientos de aversión
o de deseo dirigidas a un objeto, de
modo que al tener la misma estructura que la voluntad serían el único medio
adecuado para atarla a un proyecto, el pacto, y a partir de allí a una forma de
vida común. Sólo entonces, dominada la voluntad por una -la única-[10]
pasión común, es decir el miedo a la muerte, es que puede la razón instaurarse in foro externo. Pero hay que tener en
cuenta que esto no sucede como negación o “superación” de la pasión, sino como su
prolongación.
La razón no puede entonces dominar a las pasiones, sino apenas
mantenerlas compensadas a través de una de ellas, y al utilizar la fuerza de
esta pasión fundamental para atar las muchas voluntades a la voluntad única del
soberano, consigue la razón limitar también a las demás pasiones,[11]
que de otro modo recluirían a la razón en el fuero interno. Pero lo fundamental
entonces es que la pasión del miedo a la muerte no está sólo en el origen del
pacto, sino en la vida del Estado: es la materia misma de su funcionamiento, en
tanto es sólo a través del miedo a la muerte que los súbditos pueden mantener
atada su voluntad al pacto que los defiende y habilita entonces -como una
segunda instancia derivada de esa primera, que se funda en el miedo- a la razón
como regla de la vida civil. La razón, entonces, sólo podrá existir de un modo
efectivo sostenida por el fundamento del común miedo a la muerte, que no
aparecerá como el origen remoto del pacto, sino como sustrato último y materia
de su vigencia.
Vemos entonces que el hecho de que para Bichat (1822: 68
y ss.) todo lo relativo a las pasiones pertenezca exclusivamente a la vida
orgánica no afecta en nada a la concepción política centrada en la persona -en
este caso particular la de Hobbes, pero mutatis
mutandi la de la tradición moderna en general-, pues la razón como regla de
vida puede, como en este caso de Hobbes, estar fundada a partir de las pasiones
y sólo entonces hacerse posible. Del mismo modo en que para Bichat la “vida
animal” depende de la “vida orgánica” y se produce a partir de ella como una
prolongación que, diferenciándose, la supone; pues desde el punto de vista de
Bichat es impensable la vida animal sin la orgánica que le sirve de fundamento.
Vayamos ahora al extremo final en el que culminaría como
tanatopolítica esta deconstrucción de la persona que según Esposito iniciaba la
obra de Bichat.
La raza como persona
No intentaremos aquí reconstruir la totalidad de ese
camino genealógico intentado por Esposito, que va desde la deconstrucción de la
persona en la fisiología de Bichat, pasando por el desplazamiento de este saber
fisiológico a la filosofía -como en el caso Schopenhauer- hasta llegar a través
del pasaje de la antropología al seno de la lingüística y la gramática
comparada del siglo XIX y culminar en la reconversión de la biopolítica que
esos saberes fundaban en la brutal tanatopolítica del nazismo. Sólo tomaremos
el desenlace de ese camino, la irrupción del nazismo como final y reconversión de
ese proceso, y a partir del cual, para Esposito, más “que filosóficamente
deconstruida, la persona, aplastada de manera inmediata sobre su escueto referente biológico, es literalmente devastada.”
(Esposito, 2009: 18).
Pero deberíamos preguntarnos aquí, antes que nada, si con
el nazismo lo que se produjo fue una “devastación” del concepto de persona,
como lo sostiene Esposito,[12]
o si en cambio la devastación de seres humanos que produjo el nazismo se dio al
interior del campo de sentido que el concepto de persona históricamente habilitaba
en su dispositivo de funcionamiento. ¿Pero cuál es el punto a través del que se
da para Esposito este pasaje de la deconstrucción de la categoría de persona a su
aniquilación, y de allí a la reconversión de los saberes de carácter biopolítico
una lisa y llana tanatopolítica? Se podrían señalar dos puntos en que la
ruptura de la continuidad de ese proceso se hace explícita en el texto de
Esposito.
El primero es el traslado del ámbito concreto del
individuo, a partir del cual se habían constituido esos saberes fisiológicos, a
la abstracción de la “especie”, y más radicalmente de la “raza”. Este pasaje del
análisis centrado en lo particular al de otro centrado en lo general, implica
entonces un primer alejamiento del objeto,[13]
es decir, del individuo concreto y existente que es dado siempre como algo
ajeno y previo al conocimiento, y por ello siempre in-determinado, y al cual el
conocimiento debe entonces adaptarse. Se pasa así al estudio de una abstracción
-un universal- construida unilateralmente por la práctica de conocimiento, puesto
que es difícil conjeturar un universal que pueda ser dado a la experiencia.
Esta modificación de los parámetros epistemológicos, operada por una cierta
“antropología política”, implicó entonces la posibilidad de que ese
conocimiento biológico a partir del cual Bichat construía su noción de las dos
vidas y las dos muertes, sea trasladado al ámbito universal de la raza,
cambiando así su contenido netamente biológico por otro biológico-político. Ya
no sería entonces ese doble sustrato vital -la vida orgánica y la animal- lo
que anidaría a cada ser humano como secreto fundamento de su existencia -y en
una diferente gradación también a cada animal-, sino que a partir de ahora será
la humanitas misma la que se
constituirá en la diferenciación que sobre sí misma esa escisión opere: serán
las razas, como universales jerarquizados, las que determinen la posición
axiológica que cada cuerpo humano concreto ocupe en función de su mayor o menor
“participación” del ideal en torno al cual esas construcciones conceptuales se
definen.
El segundo punto en que se rompe esa continuidad del
camino de deconstrucción de la persona que opina Esposito ya no es de orden epistemológico,
sino desnudamente político. Si el primer orden en que se producía la ruptura con
esa “deconstrucción” biopolítica de la persona era en el salto de la esfera de
lo particular a la de lo universal a través de la antropología, constituyendo
así una especie de “biología-política” -en el sentido de que esos saberes
biológicos eran sometidos a una operación de lectura política-, el siguiente paso será el de la articulación sin
más de una biopolítica[14]
sobre la base de esa “biología-política” o biología leída políticamente. La direccionalidad de esta biopolítica estará
regida también por el ideal central en torno al cual habían sido creados los
universales de las “razas” a partir de los saberes biológicos, lingüísticos,
antropológicos, etc. Su resolución en tanatopolítica no será entonces una alteración
abrupta de la biopolítica, sino el cansino despliegue de su sentido.
Ahora bien, deberíamos ver entonces en qué consiste ese
“ideal”, o para ser más precisos, eso que provisoriamente llamamos así por nombrar
de algún modo al oscuro punto en el que se despliegan y confluyen las líneas de
fuerza que van de la constitución de los universales racistas a la reconversión
de la biopolítica en tanatopolítica. Pero es precisamente esto, según creemos,
lo que en el recorrido que propone Esposito queda en silencio; pues entre la
supuesta deconstrucción de la persona, el desplazamiento de los saberes
biológicos del ámbito de lo individual al de universal de las razas y la posterior
reconversión de la biopolítica en tanatopolítica, no hay sino una relación de
contigüidad que no puede explicar de qué modo se articula con el dispositivo de
la persona, que una vez finalizado el nazismo renacería mágicamente de sus
cenizas.
El problema fundamental de este recorrido es precisamente
que el concepto de persona -y su dispositivo- sigue siendo el modo más claro
para explicar por ejemplo la relación entre el universal de la raza y el
desnudo cuerpo biológico tal como se la concibe en el nazismo. Porque si se
tratase de que la persona ha sido devastada y sólo quedan los simples cuerpos
biológicos, el discurso de las razas perdería sentido. Pues las razas no son
otra cosa que estructuras axiológicas discursivas, a partir de las cuales se
intenta subsumir los cuerpos a una jerarquía que les es no sólo externa sino
incluso incompatible, ya que no hay en los cuerpos “valor” alguno, y por lo
tanto tampoco jerarquía. De modo que en el caso del nazismo no estamos ante una
liquidación del concepto de persona, sino simplemente -y esto Esposito por
momentos parece haberlo intuido, pero su tesis de la deconstrucción de la
persona le oculta sus consecuencias últimas- ante el desplazamiento del
fundamento de la persona al ámbito de la raza.
El ingreso de un cuerpo a la jerarquía axiológica no
puede darse sino bajo la estructura metafórico-metafísica que hemos visto como
constituyente de la categoría de persona. Pues, ahora podemos verlo, ese
carácter metafórico de la persona entendida como máscara no da cuenta de otra cosa que de la distancia intransitable
que separa el contenido metafísico de la persona -la hypóstasis en la tradición cristiana y lo que aquí vemos como el
constructo de la “raza”- de los cuerpos concretos y existentes sobre los que
ésta pretende regir. Esa instancia metafísica sólo podrá operar entonces sobre
los cuerpos bajo la forma metafórica de la máscara,
de la ficción a partir de la cual puede hacerse como si ese cuerpo desnudo de metafísica y sentido pudiese ser
incluido en la idealidad de la pura razón, o en el caso nazi del “destino de la
raza”. La valorización que ejerce la raza funciona también como esa máscara que
se adhiere a algo para hacerlo significar e individualizarlo. Pues es claro que
no se desprende del discurso fisiológico la posibilidad de establecer un
“destino” de los cuerpos, sino que, por el contrario, es la idea de “destino de
la raza” la que permite establecer, de ella derivada, la jerarquía valorativa
de los cuerpos. Será entonces a partir de los universales de las razas, axiológicamente
organizados, de donde los cuerpos obtendrán su posición de valor para la
existencia. Así se construye una jerarquía axiológica que estructura los
cuerpos desde la mayor valoración posible, los que “participan” de la raza “arya”[15],
pasando por diferentes razas subordinadas, hasta llegar a la valoración
negativa de los judíos, que junto a los cuerpos “defectuosos” -aquellos con
discapacidades- serán catalogados como Unwert
(sin valor) y su destino será, por tanto, a la aniquilación (Vernichtung).
Esta estructura nazi, que ordena los cuerpos humanos en
función del valor derivado de su “participación” respecto de cada uno de esos
universales abstractos que son las razas, no puede confundirse con una “aplastamiento
de la persona sobre su escueto referente biológico”, como hace Esposito, sin
perder con ello, precisamente, la posibilidad de asir su carácter más
siniestro: el ordenamiento de los cuerpos en una jerarquía valorativa, de la
que algunos, además, quedarán excluidos. Pues, como vimos, el valor y la
jerarquía no pueden residir en los cuerpos, sino que por definición pertenecen
únicamente al constructo universal, y es sólo en la referencia a éste que los
cuerpos pueden ingresar a la jerarquía valorativa. Por esto la raza funciona
como una “máscara” que se pone sobre una materia biológica indiferente[16]
(es decir un puro cuerpo orgánico) para otorgarle el valor “racional” (o de “destino
racial” en el caso nazi) y con él la verdadera individualidad.
Hemos visto cómo el pasaje de lo individual del discurso
biológico a lo universal del discurso racista no podía hacerse sin el recurso
-aunque ciertamente solapado- al concepto de persona, es decir, a esa
articulación entre lo metafórico y lo metafísico de la máscara y la hypóstasis que
vimos más arriba. Pero hay un punto más en que la persona parece mantenerse
como el dispositivo dentro del cual se daría el surgimiento del nazismo: la
transformación de la biopolítica racista en una tanatopolítica. Pues si miramos
más atentamente, esta reconversión puede ser remitida a la distancia
intransitable entre el cuerpo y la hypóstasis,
que el “como si” de la máscara -el nivel “metafórico” del concepto de persona-
no puede suprimir; pues siempre habrá un resto de resistencia en que los
cuerpos se empeñen contra la subsunción de la hypóstasis: la obstinación última de la existencia, es decir de los
cuerpos, frente a los universales. Y esta distancia intransitable desde la raza
hasta los cuerpos es la misma que veíamos, en nuestros días, como el caminar asintótico
entre el derecho y la vida humana, o por decirlo ahora con propiedad, entre el
derecho y los vivientes. Y es en este punto que ese discurso racista debe transformar
la biopolítica -es decir ese esfuerzo, siempre fallido y siempre recomenzado, de
subsumir los cuerpos a su orden discursivo- en una tanatopolítica, que es el postrero
intento, tras el fracaso de la biopolítica, de suturar la distancia entre los
vivientes y la “raza” aniquilando el núcleo de resistencia que impide la
subsunción total de los cuerpos, o en otras palabras, de aniquilar la vida en
tanto inmanencia y materialidad que se resiste, por definición, a disolverse en
la idealidad de la trascendencia.
De la escisión carne-espíritu a
la solución de la “persona”
Quizá aquí podamos hacer aparecer una de las claves que
emparentan el proceso que va de la biopolítica a la tanatopolítica con los
comienzos mismos del occidente cristiano. En primer lugar cabría señalar que la
tanatopolítica del nazismo no consistió en una matanza caótica y descontrolada,
sino, por el contrario, en la gestión rigurosa de una muerte sectorizada y
tecnificada, circunscripta a ciertos grupos humanos, pero especialmente
dirigida a los judíos, que aparecen entonces como la diferencia absoluta, la particularidad par excellence que sostiene en su presencia la imposibilidad de
totalización del universal de las razas.
¿Pero por qué los judíos especialmente y no cualquier
grupo elegido al azar? Esta cuestión no puede responderse si no se prolonga el
cuadro del discurso de las razas en el más amplio devenir del mundo occidental
y cristiano, es decir, si no se busca el fundamento del antisemitismo sobre el
que se cimenta la tanatopolítica nazi en el del antijudaísmo cristiano que
durante casi un milenio y medio había estructurado la subjetividad occidental. Tal
como lo sostiene el teólogo Erik Peterson (2007),[17]
desde la visión histórica del catolicismo es la persistencia de los judíos en su
identidad -es decir en el hecho de no reconocer al Christós- lo que hace posible la existencia de la iglesia como tal,
pues si los judíos hubiesen reconocido en un oscuro carpintero judío -acaso esenio-
al mesías, no habría surgido la Iglesia, sino el Reino de Dios; la Promesa
habría sido cumplida. Mientras los judíos no reconozcan al Mesías en el Cristo,
argumenta Peterson, no podrá cumplirse la Promesa, pero si así lo hiciesen la
Iglesia dejaría de existir, y con ella el mundo.[18]
Esta paradoja abre la visión del drama histórico humano
como un “mientras tanto”, es decir como una distancia temporal que separa dos
regiones del presente que se ubican sin embargo como pasado y como futuro: la
muerte y resurrección de Cristo por un lado, por el otro su segunda venida y la
instauración del Reino de Dios. San Pablo apuntalará esta estructura de la
historia con su concepto -acaso más político que teológico- de Kathechón (2 Ts 2: 6-7), es decir “aquello que detiene” la llegada del Anticristo primero y la del
reino de Dios después.[19]
Esta forma de temporalidad de la historia, devenida “Historia de salvación”, se
encuentra también transida por la misma imposibilidad de una distancia irremontable:
la vivencia de una Historia cuyo punto central ya ha sucedido (la muerte y
resurrección) y una esperanza de consumación, la presencia puesta en un futuro
siempre aplazado, que cada vez se irá haciendo menos deseable.[20]
Podríamos pensar este problema cristiano de la “cuestión
judía” que menciona Peterson como la resistencia de lo particular frente a lo
universal: la promesa hecha a los judíos en tanto pueblo particular contra el
cumplimiento de esa promesa en modo universal, es decir para la humanidad toda.
O casi toda. Porque como hemos visto, esta universalidad, no puede “cerrar”,
totalizarse; porque si la salvación depende de reconocer a Cristo, los “judíos-judíos” -como decía León
Rozitchner-, es decir aquellos judíos que resistían cristianizarse, quedarían
fuera de los alcances del cumplimiento universal de la Promesa. No los salva ni
Dios.
La oposición irreductible entre lo particular de lo judío,
su “incredulidad”, y lo universal del cumplimiento cristiano, “católico” (Katholikós), de la Promesa será también expresada
por Pablo en términos metafísicos, con enormes consecuencias políticas: la
oposición entre la carne (sarx) y el
espíritu (pneuma). Esta oposición
incluye en primer término la existencia de dos sustratos heterogéneos en lo
humano: uno inferior, la carne, de existencia indiferenciada y sin valor; otro superior,
el espíritu, que mantendría su referencia a la “imagen y semejanza” de Dios.
Pero esta oposición entre carne y espíritu no queda para Pablo reducida al mero
plano de la existencia individual, sino que se prolonga en el campo más amplio
de la existencia colectiva. De modo que así como hay una existencia individual
de la carne, que es fundamento del pecado, a la que se debe morir (con Cristo)
para acceder a la más alta vida del espíritu, habrá también una comunidad de la
carne, basada en las “obras” (ergón)
y en la “ley” (nómos): la comunidad
judía, que al no reconocer a Cristo está destinada
a morir, pues es la muerte el único destino de la “carne”. Como su opuesto existirá
entonces otra comunidad, la del espíritu,[21]
basada en la “fe” (pistis) en Cristo y
en la gracia (cháris), y que está por
tanto destinada a la vida eterna.[22]
De modo que aquí también existen dos vidas y dos muertes de carácter individual
y colectivo; sólo que no son conjugables entre sí, pues la vida del espíritu
implica en su “conversión” la muerte a la vida de la carne: morir con Cristo a
la carne para vivir con él en el espíritu.[23]
El problema fundamental de la no articulación de estas
dos vidas salta entonces a la vista: si no es posible su articulación no habrá
más doctrina que la inacción, el rechazo completo del mundo. Aquí podemos ver, entonces,
por qué ese concepto paulino del Katechón,
“lo que detiene la llegada del Reino de Dios”, cumplía un papel más político
que teológico, pues sin él, es decir si el “fin del mundo” es considerado
inminente, el cristianismo no podría tener política alguna, su acción no
consistiría más que en una tranquila espera -de espaldas al mundo- de la
muerte. Sólo esta concepción de una demora del “fin de los tiempos” pudo abrir el
mundo a una política cristiana, es decir, a una “administración”[24]
del mundo en que la historia se manifiesta bajo la forma de un “mientras
tanto”.
Pero ese concepto con el que Pablo pretendió abrir el
espacio de la acción política cristiana no fue de una efectividad inmediata; lo
prueba la disputa de siglos con el gnosticismo, esa “enfermedad infantil del
cristianismo”, que tomando demasiado en serio la condena del mundo y de la
“carne” imponía la consecuencia de la inacción político-pastoral.[25]
La superación de esta imposible articulación de la vida y el mundo, escindidos
entre la materia o la carne por un lado y el espíritu por el otro, será también
una superación del gnosticismo, pues implicará destruir esa distancia infinita
entre los términos de la cual el gnosticismo cristiano se nutría. El triunfo
definitivo del cristianismo sobre el gnosticismo cristiano se dará recién entre
los siglos IV y V, es decir desde la solidificación del dogma cristiano en el Concilio
de Nicea a partir de la figura de la Trinidad y la adopción de Constantino del
cristianismo como religión imperial, hasta la doctrina filosófico-teológica del
pecado original del ex maniqueo San Agustín.
¿Pero qué es lo que posibilitó ese triunfo sobre el
gnosticismo a partir de Nicea? Ya lo hemos visto: es la categoría de la persona, que al estructurar la solución
trinitaria, permitirá además la articulación -en los niveles metafórico y
metafísico que hemos visto- de esa escisión fundamental que cimienta al
cristianismo. Sólo entonces podrá desarrollarse sin contradicción el
cristianismo como esa administración y gobierno de los cuerpos y del mundo que
Pablo habilitaba a partir de su concepción de la demora del fin de los tiempos.
De modo que la categoría de persona no aparece ahora como el origen del
problema, sino como la solución a un problema más vasto e irresoluble, que es
la administración y el gobierno de un mundo y una existencia materialmente
negados, vale decir, de los ámbitos de la carne, del mundo, de la creación,
etc. Y acaso haya sido este problema primero -el de la escisión en que se funda
el mundo occidental y cristiano- lo que ha determinado ese particular
comportamiento del dispositivo de la persona, que desaparece sin dejar de
funcionar y retorna sin haberse ido jamás.
Conclusiones
Al referir entonces el concepto de persona y su
dispositivo a la más amplia escisión en la que se funda la estructura del mundo
occidental y cristiano, quizás se abra la posibilidad de establecer una crítica
diferente a la que propone Esposito con el
incipiente camino de un pensamiento de -y desde- lo impersonal y la “tercera
persona”, entendido como la alteración del ámbito de la persona y “su
extraversión hacia una exterioridad que pone en tela de juicio e invierte su
significado prevaleciente.” (Esposito, 2009: 27). Pues, desde el punto de vista
que hemos intentado alcanzar, el dispositivo de la persona no sería sino un
momento, aunque fundamental, de un dispositivo mayor que lo engloba y dentro
del cual funciona. Este horizonte de sentido más amplio, consistente en esa
escisión fundamental entre la carne y el espíritu que podríamos entender como
un in-materialismo, quedaría intocado en la “extraversión” de la crítica
impersonal. De modo que la inversión de sentido de lo impersonal y de la tercera
persona no sería sino un ordenamiento más al interior de la escisión, dentro de
la cual ha funcionado históricamente la figura de la persona como articulación
coherente de una contradicción irresoluble. Alterar el dispositivo de la
persona en pos del de lo “impersonal” -sea esto lo que fuere- no alcanzará,
desde este punto de vista, a superar la escisión fundamental de Occidente y sus
reiteradas recidivas tanatopolíticas.
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-
Tursi, Antonio (2012), “De ‘máscara’ a ‘persona’”, 1ª
Jornadas Cuerpo y Escena, 1 de Noviembre 2012, Campus Miguelete, UNSAM.
[1]
Huelga
decirlo, independientemente del papel nada menor que ellas mismas habían jugado
como condición de posibilidad de esa carnicería; o acaso a causa de ese papel.
[2]
Pues como nos advertía Walter Benjamin, esconder significa esencialmente dejar
huellas.
[3]
Una muestra
particularmente interesante de estas génesis del nazismo es la que aparece en
el libro de Maurice Olender (2009) Las
lenguas del paraíso, en el que se muestra la interrelación entre la
teología cristiana, la búsqueda de la “lengua originaria” y filología clásica
en la construcción del tema de lo “ario”.
[4]
Al respecto remitimos nuevamente al ya citado trabajo de Maurice Olender. También véase
León Rozitchner (2006); Pierre Legendre (2008).
[5]
Y esto porque el mismo
concepto de contra-dicción no puede ser referido a la facticidad desnuda del
mundo, sino a la estructura que sostiene su sentido y que presupone ya al
lenguaje, es decir, a ese amplio campo de lo que podemos llamar la
subjetividad, y que ciertamente no puede comprenderse como algo opuesto a una
“objetividad”.
[6]
Es importante señalar que
para la teología patrística es el concepto de hypóstasis lo que diferencia a cada “persona divina” de esa única
esencia que constituye la unidad del dios trino.
[7]
Se trata de la célebre sentencia de la Carta
a Meneceo, en la que Epicuro afirma que no hay experiencia de
la muerte porque “Cuando yo estoy ella no está, y cuando ella está yo ya
no estoy.”
[8]
“Vivimos orgánicamente de manera tan perfecta, tan regular en la primera edad
como en la edad adulta; pero compare usted la vida animal del recién nacido con
la del hombre de treinta años, y verá la diferencia.” (Bichat, 1822: 68).
[9]
El ejemplo que da Bichat
es el crecimiento de las uñas y el pelo en los cadáveres. Por lo demás, cabe
señalar que ambas vidas no se diferencian sólo en esta trama menuda, pues
existen sistemas de órganos que pertenecen a cada una, diferenciándose
especialmente en función de los parámetros de regularidad e irregularidad para
la vida animal y orgánica respectivamente, además del componente de la voluntad.
(1822: 43).
[10]
Y esto es así porque la única experiencia absolutamente compartida desde el
punto de vista de Hobbes es la muerte, de modo que el miedo a la muerte sería
la única pasión sobre la que podría fundarse el acuerdo civil.
[11]
Esto es lo que aparece en
el carácter simbólico del Leviatán definido como aquel que “es rey sobre todos
los soberbios” (Job, 41:34). Esta definición tomada del libro de Job no es por
cierto una simple metáfora, sino el más cabal sentido de ese símbolo. Para un
análisis de la función simbólica del Leviatán véase por ejemplo el clásico
estudio de Carl Schmitt (2002).
[12]
No obstante hay que
agregar al respecto que Esposito considera la irrupción del nazismo como un
pliegue de una forma más amplia aunque innominada, que incluiría a la persona
como un momento diferente, pero no por ello situado en otro plano. De todos
modos el problema que vemos en esta concepción es que al no determinar cuál es
el lugar y la modalidad específica de ese “pliegue” se pierde de vista la
relación concreta entre el nazismo y el concepto de persona, sostenida en
última instancia sólo en la metonimia de la “devastación” (y decimos metonimia
porque la devastación que se adjudica al concepto sería el desplazamiento de la
devastación que se dio respecto de los seres humanos concretos y existentes, y
si se confunde “la persona” con esos seres humanos concretos, se estaría dando
por sentada la relación que se debía explicar, es decir que ellos son
“personas” o que tienen un nivel de existencia “personal”).
[13]
Y por supuesto también del “sujeto”, pues la hipóstasis del universal desplaza
el punto concreto, corporal e intransferible en que se da el sentido de esa
búsqueda.
[14]
Esposito lo pone en los
siguientes términos: “Un movimiento aún más decisivo en dirección
tanatopolítica se produce, empero, cuando el saber antropológico, antes que
oponerse desde afuera a la esfera política, incorpora su valencia operativa,
por no decir decisional”. (2009: 82).
[15]
Esta grafía arcaizante que utiliza la “y” en lugar de la “i” constituye un
rasgo esencial del fundamento de la creación mito-poiética de lo “ario” en la
ideología protonazi, véase Maurice
Olender (2009). Quizás no sea del todo inocuo señalar que la misma grafía
arcaizante, aunque con una justificación diferente, utiliza Heidegger con
respecto al concepto de ser (Seyn en
lugar de Sein).
[16]
Podría suponerse que el
caso del señalamiento hecho por el nazismo de ciertos caracteres fisiológicos
como atributos del valor de la raza podría aparecer como una valoración del
cuerpo biológico por sí mismo, pero si miramos más atentamente, veremos que
esto no es así, pues no se trata de que tal forma de la cabeza, tal
pigmentación de la piel, etc., impusiesen una valoración determinada, sino que
de las características del grupo autoafirmado, por ejemplo piel blanca, se
desprendían aquellas formas que integrarían el imaginario de las “cualidades
superiores”, del cual derivan entonces su “valor”.
[17]
Es interesante destacar
que esta postura, definida por Jacob Taubes como “apocalíptica de la
contrarrevolución”, no proviene de un filonazi, sino todo lo contrario;
Peterson se opuso desde el principio al nazismo, y fue este libro que aquí
citamos una de las críticas más duraderas a las tesis de Teología política de Carl Schmitt. Esta posición de Peterson, sin
embargo, es útil para notar, precisamente en los rasgos que lo diferencian del
“caso límite” del nazismo, un enrarecido y secreto aire de familia, que no es
ajeno a la hermandad del Pogromo y la Solución Final. O en otros términos: nos
sirve para pensar el camino que lleva del antijudaísmo teológico o
teológico-político y el antisemitismo biopolítico a la tanatopolítica.
[18]
No es difícil ver aquí algo como una variación del argumento de El gran inquisidor de Dostoievski, sólo
que son los judíos, y no el Cristo en su segunda venida, quienes inoportunan el
orden del mundo, aunque de un modo ciertamente más paradójico, pues se conviertan
o no, su existencia será puesta en entredicho, pues las alternativas se limitan
a la persecución o al Apocalipsis.
[19]
Como es sabido Schmitt retoma el Katechón como
concepto fundamental de toda historicidad contrarrevolucionaria.
[20]
En este sentido es fundamental el cambio que comienza a observarse en los
apologetas cristianos, por ejemplo en una famosa oración del Apologeticum (197 d.c.) de Tertuliano
(2001), dirigido a convencer a los gobernantes de las provincias romanas de
aceptar la posición cristiana, se lee: “Rogamos también por los emperadores,
por sus ministros, por las potestades, por el estado del siglo, por la paz de
todos y por la retardación del juicio
final.” (2001: XXXIX, 2, subrayado mío). Lo que salta a la vista de un modo
particular es la articulación entre los poderes del Estado -los emperadores,
sus ministros, etc.- con el ruego por la demora del fin de los tiempos, pues
muestra la lenta coincidencia que se iría dando entre la dominación y
administración del mundo y la renuncia a las esperanzas escatológicas, o al
menos a su inminencia.
[21]
“porque los que son de la
carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu,
[piensan] en las cosas del espíritu” (Ro. 8: 5). Sobre la pertenecía de los
judíos a la comunidad de la carne existe en Romanos
muchos pasajes, los más celebres acaso sean 1:3 y 9:3-8 dónde se declara que
Cristo según la carne era
descendiente del rey David y que él mismo, Pablo, es pariente de los judíos según la carne, de los que se desprende
que no lo es según el espíritu. Sobre
este último pasaje: véase Jacob Taubes (2007).
[22]
Ro. 8: 20-22.
[23]
Y también
morir al mundo, pues éste ha sido, como toda la creación, “sujetado a vanidad”
(8:21), y sólo pereciendo puede ganar su nueva existencia incorruptible,
inmaterial.
[24]
Es fundamental en la obra de Peterson la figura de una “liturgia” (leitourgía), administración pública del
mundo, en oposición a una política. Para esto puede verse, además del citado
libro de Peterson: Giorgio Agamben
(2008).
[25]
La creencia general del gnosticismo, que lleva hasta sus últimas consecuencias
el neoplatonismo, conduce a rechazar el mundo y toda la materia como creación
de un dios menor y maligno, el demiurgo, y sostener la existencia de un Dios
desconocido y perfecto, pero ajeno al mundo. Sobre esta temática puede verse el
clásico estudio de Hans Jonas (2003); Jacob Taubes (2008); también el trabajo
clásico sobre el gnóstico Marción de Adolf von Harnack (1921).
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