domingo, 7 de febrero de 2016

¿Es León Rozitchner un filósofo argentino?[1]

                yo me niego a abandonar mi origen,
simplemente porque soy mi origen
 como soy mi piel y mis huesos
León Rozitchner
            La pregunta de la que partimos conlleva la posibilidad de dos respuestas simétricas y absurdas: por un lado, un insignificante monosílabo que se limite a la corroboración de datos biográficos (sí: efectivamente León Rozitchner nació en Argentina y era filósofo); por el otro, una respuesta zigzagueante como un río de llanura, que en la tediosa expansión de preguntas que no acaban de plantearse (¿existe tal cosa como el "ser argentino"? ¿Cuándo alguien es un filósofo? ¿Es posible hablar de una filosofía argentina?) nos haga perder de vista el problema inicial que nos convoca: León Rozitchner y La filosofía argentina en cuestión. Pero si en cambio intentamos ver de qué modo funciona esta cuestión al interior de la obra de Rozitchner, es decir, si buscamos la articulación concreta entre lo que para León es esa actividad llamada filosofía y la condición de hacerlo desde este pedazo de tierra que es la Argentina, quizás logremos una más cabal comprensión de su pensamiento. Para ello vamos a realizar una visión un poco general de su obra para encontrar las diferentes instancias del planteo de esta cuestión.   
            Debemos comprender por lo tanto ese campo más extenso que se despliega a partir del entrecruzamiento de estas dos cuestiones: qué implica hacer filosofía, y qué hacerlo situados, en este caso, en la Argentina. La primera de estas cuestiones, aquella que se refiere a qué es hacer filosofía, se articula en la confluencia de una teoría del sentido y del sujeto; en definitiva, del modo en que los cuerpos hacen conscientes sus interrelaciones (además de esa otra interrelación que los abarca y que llamamos mundo). La segunda, la de qué papel juega el lugar desde el cual se piensa, se constituye como correlato necesario de la anterior, pues sólo sobre un territorio, entendido como cuerpo común (en el que se despliega esa relación con los otros y con la naturaleza que llamamos historia), puede vivirse algún sentido.
            Intentemos ver ahora en qué consiste para Rozitchner ese hacer de la filosofía, y de qué modo en el propio desarrollo de su filosofía podemos encontrar una relación concreta con este pedazo de tierra e historia que es la Argentina.
            ¿Qué es hacer filosofía?   
            Podríamos comenzar por esa pregunta fundamental de la filosofía tal como Heidegger la planteó: ¿por qué hay el ente en general y no más bien la nada? Desde este punto de vista, la filosofía parte desde el misterio más general, aquel que incluye dentro de sí la totalidad de la existencia, y al que por lo tanto nada ni nadie puede ser ajeno. El misterio, por decirlo así, Absoluto. Pero esta cuestión, cuyo nivel de abstracción nos resulta también un límite (ir más allá del ser y la nada sería la imposibilidad misma de caer fuera del entero ámbito del sentido), es al mismo tiempo lo más distante de nuestra propia experiencia. Porque si bien es indudable que este misterio universal del ser y la nada nos abarca, también es cierto que en la universalidad de su planteo vemos perderse lo más específico e intransferible de nuestra propia existencia, como si esa pregunta nada tuviese que ver con el vértigo de su formulación. De lo que se trata entonces para Rozitchner, es de mostrar de qué modo se inscribe en cada uno de nosotros el tránsito del absoluto vivido que somos al Absoluto pensado que nos desborda, y que se nos presenta como siendo el descarnado origen de nuestro pensar. Y es por esto que para poder dar cuenta de este tránsito el punto de partida de la filosofía debe transformarse en esta otra cuestión: "¿por qué hay más bien un ser que soy yo mismo, ese que existe en este cuerpo vivo que late y siente, que es mi existencia más irreductible, y no la nada?"
            Esta perspectiva supone entonces como único medio de acceso al Absoluto del misterio universal del ser y la nada la vivencia de un misterio anterior: el misterio del absoluto que soy para mí mismo. Pero aquí no se trata de suplantar un absoluto por otro, y volver entonces a no sé qué perimida forma de subjetivismo. Porque esa vivencia del absoluto que somos es en todo momento la vivencia de las relatividades que nos constituyen: relatividad a la naturaleza, a la cultura, a la historia, a los otros, etc. Sólo en la interacción con nuestras relatividades, entonces, es que podemos constituirnos en la vivencia de ser absolutos; de ser, como señaló Rozitchner en su tesis sobre Scheler, "el nexo creador e integrador de las relaciones fragmentarias del mundo que verifican en mí su posible unificación", o para decirlo con una fórmula ya clásica: "el sujeto [cada uno de nosotros] es núcleo de verdad histórica".
            Y aquí podemos acercarnos ya a una de las tareas que debería tener para Rozitchner ese hacer de la filosofía: dar cuenta del tránsito que se ha debido hacer, tanto individual como colectivamente, para alcanzar las significaciones que nos organizan. Y es por esto que toda filosofía es entendida por Rozitchner como una confrontación que desafía la coherencia ajena (y por supuesto, también la propia). Pues lo que debería jugarse en ella es el índice de verdad que las significaciones pueden alcanzar al ser verificadas en nuestra propia experiencia. Esto es, hacer el tránsito de lo más abstracto y universal de las significaciones a lo concreto de nuestra vivencia corporal del mundo, y sostener así su coherencia o incoherencia en nuestro propio cuerpo. Este tránsito implica entonces que el sentido debe recorrer un camino doble: por un lado, partir de lo que Rozitchner llama el nivel fundante de la experiencia, el de la vivencia corporal del mundo previa a toda significación, y pasar luego a formas convencionales y simbólicas en las que pueda ser comunicado; pero al mismo tiempo debe realizarse un camino inverso: esas expresiones simbólicas deben ser verificadas a su vez en el nivel fundante de la propia experiencia, para que esos símbolos puedan ser entonces sentidos. La posibilidad del sentido no descansa así en un sistema de codificaciones, sino en el continuo de mundo común en el que existimos, en ese nivel fundante desde el cual se constituye todo sentido y al cual debe, para que de verdad lo sintamos, retornar.   
            Pero con esto, sin embargo, aún no hemos accedido plenamente al modo en que Rozitchner entiende la filosofía, pues la coherencia de la que ésta debe dar cuenta no puede ser meramente la del Absoluto universal de los conceptos con el absoluto vivido de las representaciones. La coherencia de la filosofía debe encontrarse en nuestra relación con el mundo (nuestras relatividades), para poder asumir entonces coherentemente nuestras incoherencias. O en otros términos: lo que el pensamiento filosófico debe hacer para Rozitchner es señalar el obstáculo que nos impide prolongarnos, efectiva y plenamente, en nuestras relatividades, en el cuerpo común que formamos con los otros y la naturaleza. Es decir: no proclamar coherencias pensadas, sino transformar las incoherencias vividas en formas de vida más coherentes. Es por esto que esa coherencia meramente formal de la filosofía tradicional (tanto de izquierda como de derecha) oculta la contradicción real (lo que obstaculiza la prolongación); su contradicción es así superada no ya en el mundo, sino en el salto fantaseado del absoluto-relativo que somos a un Absoluto-Absoluto. La contradicción es radiada así fuera de nuestra experiencia vivida (fuera de la realidad) y en su lugar se instaura una coherencia perfecta, soñada e inmóvil.
            Para que la verificación no sea entonces meramente una consolación interna debe extenderse desde la propia vivencia del absoluto que somos a las relatividades que lo constituyen como tal, y dar cuenta entonces de los obstáculos que impiden su prolongación. Es por esto que para Rozitchner "pensar no es solo enunciar una idea, sino roturar un cuerpo". Pues supone que la tarea del pensar filosófico es habilitar una prolongación más amplia en el mundo, abrir por tanto un espacio de vida en medio de un paisaje cerrado por la amenaza de muerte. Pero para ello será necesario superar en nosotros mismos aquellos límites que impiden esa prolongación real y nos encapsulan en ese salto fantaseado del absoluto-relativo que somos al Absoluto sin fisuras que proclaman la Iglesia, el Estado y el Capital.
            Estos límites no son otra cosa que el efecto del terror (esa coherencia entre la amenaza de muerte afuera y la angustia de muerte adentro). El terror es la apertura de una distancia infranqueable en nosotros mismos y en nuestra relación con el mundo. El absoluto-relativo que somos queda escindido por el terror: de un lado un absoluto vacío de mundo (pura subjetividad sin objeto); del otro, un mundo puramente relativo (objetividad sin sujeto o "cosas puramente cosas" como lo llamará después). Y entonces aparece la solución fantaseada del Absoluto (el de la Iglesia, el Estado y el Capital) como la única mediación posible con el mundo; nosotros, mansamente, devenimos sus anexas relatividades. A cambio de no enfrentar los obstáculos de la amenaza y la angustia de muerte cedemos y negamos la condición de ser el sitio donde se elaboran las verdades históricas. La verdad será entonces algo que desciende desde una Razón Absoluta que no se verifica en nosotros, y en cambio nosotros nos verificamos en ella. Esa solución del Absoluto se instaura entonces como el nivel convencional de la experiencia: una solución históricamente constituida, pero que se nos presenta como natural, pues el terror a borrado las huellas de su tránsito, su relatividad, en nosotros.
            Es por esto que para León el lugar de la filosofía no debe ser el de la búsqueda de esa Verdad del Absoluto, sino más bien un ejercicio contra el terror. Roturar el cuerpo no significará entonces otra cosa que posibilitar que germinen nuevas prolongaciones[2] en esa grieta que el terror abrió en nosotros.
            Ahora bien, ¿qué significa esta prolongación en nuevas relatividades a la que debería convocar la filosofía? Es evidente que en primer lugar esto supone abandonar el aire enrarecido de las representaciones y los conceptos, pues el pensamiento entendido como ese "roturar el cuerpo" debe superar la distancia interior que el terror trazó en nosotros y que hace del Absoluto la única mediación con el mundo. Se trata entonces de que elaboremos desde nosotros mismos esa apertura al mundo, reponiendo el tránsito que aunque no lo sepamos hemos recorrido desde nosotros mismos a las representaciones, ese que la instauración del Absoluto, terror mediante, ha borrado. De modo que esta prolongación, que es ampliar nuestras capacidades, goces, necesidades, etc., en los otros y en la naturaleza como nuestro cuerpo inorgánico y común (esto que es, en definitiva, el modo en que Marx entendía la riqueza "más allá de su limitada forma burguesa"[3]) debe reponer el tránsito entre esos dos extremos que el terror ha separado: por un lado lo absoluto y por otro lo relativo, o en otras palabras: lo subjetivo y lo objetivo.
            Hasta aquí hemos visto el papel de la filosofía entendida como la recuperación de ese tránsito subjetivo al sentido y como la superación de la grieta interna con que el terror nos surcó. Debemos buscar ahora en el otro extremo de esa prolongación, que es ese cuerpo común de la tierra, el modo concreto, las "múltiples determinaciones", que este quehacer de la filosofía tiene para Rozitchner.
            El territorio y la filosofía
            Si antes partimos desde el punto de vista del absoluto de nuestro ser absolutos-relativos, ahora debemos hacerlo desde el otro extremo, el de la relatividad. Y entonces encontramos que este cuerpo que somos sólo existe sostenido en ese cuerpo más amplio que es el territorio, y que es el fundamento que tenemos en común con el cuerpo de los otros. Esta existencia en un territorio concreto no se presenta como una exterioridad más o menos indiferente a lo más propio de mi existencia, sino que, por el contrario, es el correlato de la forma misma de mi ser absoluto (pues, como vimos, mi ser absoluto no es otra cosa que la condensación de sus relatividades). De modo que encontramos que hemos tenido que adecuar nuestras respuestas, el modo de vivir este cuerpo que somos, a esa organización más amplia del cuerpo común que es el territorio.
                Dice Rozitchner en Ser judío: "Mi ser argentino reposa en este límite terrestre que delimita mi geografía mental, y el triangulo de esta geografía conjuga y enlaza su forma terrestre con mi biología, se extiende hasta apoyarse definiendo los límites de mi cuerpo, como si esa forma geográfica fuese ya, para mí, forma mía carnal."[4]
            Es decir que percibo la forma de mi propio cuerpo en función de estos límites geográficos, que son tanto territoriales como mentales: anudamientos externos e internos de mi cuerpo. Y es además origen, porque el territorio no es solo el horizonte espacial de mi cuerpo, sino también la referencia más extrema de la elaboración histórica de las relatividades que me constituyeron y constituyen como su absoluto. Por esta razón el territorio, como sostén y origen de mis relatividades, es índice de la verdad de mis propios tránsitos, así como yo (cada uno de nosotros), soy el sitio donde su verdad histórica incansablemente también se elabora. Esta conjunción de cuerpos anudados e historia es entonces lo que Rozitchner entiende por nación, en contraposición a la "Nación abstracta", que es la representación Absoluta de valores cuyo tránsito desde nuestro propio cuerpo el terror ha borrado.
            En este sentido vemos que la filosofía tal y como la hemos presentado aquí según la mirada de Rozitchner debe en todo momento tener en cuenta ambos extremos: el carácter absoluto de mis vivencias, es decir lo irreductible que cada uno es como núcleo de verdad histórica, pero a la vez el campo más amplio de la territorialidad en el que las relatividades que nos conforman se producen y ordenan históricamente. Y estos dos extremos precisamente son los que, creemos, sostienen en toda la obra de Rozitchner el índice de verdad que su pensamiento persigue como modo de señalar el obstáculo para la eficacia de las acciones colectivas. Es por esto que ese "ser argentino" al que refiere Rozitchner como limitando y prolongando su propia "geografía mental" y corporal debe estar presente en todo análisis como una premisa tan insustituible como la propia experiencia subjetiva.
            Ese ejercicio contra el terror que es el pensamiento, no implica entonces sólo el tránsito subjetivo, interno, para recuperar ese espacio propio que el terror expropia, sino también hacerlo desde la articulación de los cuerpo en el territorio. Y es por esto que León señalaba que "cuando el pueblo no se mueve, la filosofía no piensa". Pues este tránsito que la filosofía debe facilitar, que unifica los extremos que el terror separa, no puede darse -como ya lo señalamos- como una mera coherencia entre representaciones, sino que debe inervarse en el cuerpo común, como una coherencia colectiva que rompa la coherencia de la contradicción, es decir que haga visible el obstáculo, ese que el Absoluto que el terror nos impone produce como siendo la única geografía posible.
            Podemos encontrar a lo largo de toda la obra de Rozitchner su "ser argentino", no como un compendio de "problemas argentinos", ni siquiera por la confrontación con los autores nacionales, pues en última instancia esto no dejaría de formar parte de ese ámbito de la nación abstracta, aquella definida en función de un Absoluto. Por el contrario, la presencia de lo argentino aparece como el señalamiento de los obstáculos que este territorio concreto, en el que Rozitchner escribe (y del cual surge, y en el cual por lo tanto se dan sus prolongaciones y confrontaciones), posee. Los obstáculos de este territorio, por lo tanto sus luchas colectivas y sus derrotas, son la materia misma con la que Rozitchner produce su pensamiento.
            Y esto más allá de que el obstáculo que señale sea parte del ámbito y los problemas de la subjetividad, y que en ese sentido pueda plantearse en un mayor grado de universalidad. Pues la "subjetividad" no es pensada por León nunca desde las abstracciones de su mera forma, sino desde esa existencia concreta que es el cúmulo de sus relatividades. Y esta existencia concreta solo puede ser comprendida si es animada en la propia subjetividad del autor (así como nosotros mismos, para comprenderlo, debemos animar esos índices de verdad descubiertos desde nuestra propia experiencia vivida). Y es por lo tanto en ese cuerpo común y sus problemas, en esas relatividades, que el íntimo ámbito de la subjetividad se abre a ser pensado. Esas relatividades histórico-territoriales son en este caso concreto lo que llamamos Argentina, y de un modo más amplio América Latina. Es por esto que ese "ser argentino" de Rozitchner lo encontraremos a lo largo de toda su obra, y no sólo cuando la temática es explícitamente argentina, como en los casos más obvios de libros como Malvinas o Perón: entre la sangre y el tiempo.        
            Si por caso buscamos (solo para dar un ejemplo) en libros que, como Simón Rodríguez o La Cosa y la Cruz, en apariencia se mantienen alejados de lo que sería en cuestión la filosofía argentina, podremos sin embargo encontrar que está presente ese "ser argentino" precisamente en el modo de hacer filosofía, es decir en la búsqueda por facilitar nuevos modos de prolongación en este territorio y señalar los obstáculos que lo impiden. No podemos mostrarlo aquí en profundidad, nos basta para esta ocasión señalar la posibilidad de una estrategia de lectura de este tipo. Entonces, como mero señalamiento: podemos ver al libro sobre Simón Rodríguez (y esto ya lo ha señalado Diego Sztulwark) como el reverso del libro sobre Perón. Si en este último se trataba de señalar los obstáculos que habían llevado a la derrota y finalmente a quedar inermes frente al más desnudo terror, aquel era el intento de encontrar nuevos modos de prolongarnos en un territorio arrasado por el terror, buscar desde uno mismo las bases de un nuevo nacimiento colectivo. Del mismo modo, La Cosa y la Cruz puede leerse como el señalamiento de los obstáculos que el callado terror capitalista de fin de siglo abrió en nosotros, prolongándose en las formas más arcaicas de resistencia para ejercer desde allí su dominación. Al señalar el mayor de los obstáculos (el terror cristiano surcando y limitando nuestros cuerpos), nos proponía entonces la búsqueda de una eficacia más radical, es decir que vaya a la raíz de nosotros mismos, para roturar desde allí esta tierra (nuestro cuerpo común) que es la Argentina.


   
Buenos Aires, agosto de 2014          



[1] En: León Rozitchner. Contra la servidumbre voluntaria. Jornadas en la Biblioteca Nacional, Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2015.
[2] Cabe destacar en este sentido que en la etapa ulterior de su obra, luego de La Cosa y la Cruz y especialmente luego de su artículo La Mater del materialismo histórico (podemos sumar a esto muchos de los textos inéditos ya publicados o en preparación), lo que se deberá prolongar son las marcas maternas y su lógica, ese proceso primario que prolongado en la realidad colectiva, en las relatividades, transforma su lógica meramente arcaica e interior en un nuevo espesor del mundo, en el reconocimiento de la ensoñación que nos constituye.
[3] Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Gründrisse), México, Siglo XXI, 2007, p. 447.
[4] León Rozitchner, Ser judío (1968), Buenos Aires, Ed. de la Flor, 3ra ed., 1988, p. 35.

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