¿Es León Rozitchner un filósofo
argentino?[1]
yo me niego a abandonar mi origen,
simplemente porque soy mi origen
como soy mi
piel y mis huesos
León Rozitchner
La pregunta de la que partimos conlleva
la posibilidad de dos respuestas simétricas y absurdas: por un lado, un
insignificante monosílabo que se limite a la corroboración de datos biográficos
(sí: efectivamente León Rozitchner nació en Argentina y era filósofo); por el
otro, una respuesta zigzagueante como un río de llanura, que en la tediosa
expansión de preguntas que no acaban de plantearse (¿existe tal cosa como el
"ser argentino"? ¿Cuándo alguien es un filósofo? ¿Es posible hablar
de una filosofía argentina?) nos haga perder de vista el problema inicial que
nos convoca: León Rozitchner y La
filosofía argentina en cuestión. Pero si en cambio intentamos ver de qué
modo funciona esta cuestión al interior de la obra de Rozitchner, es decir, si
buscamos la articulación concreta entre lo que para León es esa actividad
llamada filosofía y la condición de hacerlo desde este pedazo de tierra que es
la Argentina, quizás logremos una más cabal comprensión de su pensamiento. Para
ello vamos a realizar una visión un poco general de su obra para encontrar las
diferentes instancias del planteo de esta cuestión.
Debemos comprender por lo tanto ese
campo más extenso que se despliega a partir del entrecruzamiento de estas dos
cuestiones: qué implica hacer filosofía, y qué hacerlo situados, en este caso, en
la Argentina. La primera de estas cuestiones, aquella que se refiere a qué es
hacer filosofía, se articula en la confluencia de una teoría del sentido y del
sujeto; en definitiva, del modo en que los cuerpos hacen conscientes sus
interrelaciones (además de esa otra interrelación que los abarca y que llamamos
mundo). La segunda, la de qué papel juega el lugar desde el cual se piensa, se
constituye como correlato necesario de la anterior, pues sólo sobre un
territorio, entendido como cuerpo común (en el que se despliega esa relación
con los otros y con la naturaleza que llamamos historia), puede vivirse algún
sentido.
Intentemos ver ahora en qué consiste
para Rozitchner ese hacer de la filosofía, y de qué modo en el propio
desarrollo de su filosofía podemos encontrar una relación concreta con este
pedazo de tierra e historia que es la Argentina.
¿Qué
es hacer filosofía?
Podríamos
comenzar por esa pregunta fundamental de la filosofía tal como Heidegger la
planteó: ¿por qué hay el ente en general
y no más bien la nada? Desde este punto de vista, la filosofía parte desde
el misterio más general, aquel que incluye dentro de sí la totalidad de la
existencia, y al que por lo tanto nada ni nadie puede ser ajeno. El misterio,
por decirlo así, Absoluto. Pero esta cuestión, cuyo nivel de abstracción nos
resulta también un límite (ir más allá del
ser y la nada sería la imposibilidad misma de caer fuera del entero ámbito del
sentido), es al mismo tiempo lo más distante de nuestra propia experiencia. Porque
si bien es indudable que este misterio universal del ser y la nada nos abarca, también
es cierto que en la universalidad de su planteo vemos perderse lo más específico
e intransferible de nuestra propia existencia, como si esa pregunta nada
tuviese que ver con el vértigo de su formulación. De lo que se trata entonces
para Rozitchner, es de mostrar de qué modo se inscribe en cada uno de nosotros
el tránsito del absoluto vivido que
somos al Absoluto pensado que nos
desborda, y que se nos presenta como siendo el descarnado origen de nuestro pensar.
Y es por esto que para poder dar cuenta de este tránsito el punto de partida de
la filosofía debe transformarse en esta otra cuestión: "¿por qué hay más
bien un ser que soy yo mismo, ese que existe en este cuerpo vivo que late y
siente, que es mi existencia más irreductible, y no la nada?"
Esta perspectiva supone entonces como
único medio de acceso al Absoluto del misterio universal del ser y la nada la
vivencia de un misterio anterior: el misterio del absoluto que soy para mí
mismo. Pero aquí no se trata de suplantar un absoluto por otro, y volver
entonces a no sé qué perimida forma de subjetivismo. Porque esa vivencia del
absoluto que somos es en todo momento la vivencia de las relatividades que nos
constituyen: relatividad a la naturaleza, a la cultura, a la historia, a los
otros, etc. Sólo en la interacción con nuestras relatividades, entonces, es que
podemos constituirnos en la vivencia de ser absolutos; de ser, como señaló Rozitchner
en su tesis sobre Scheler, "el nexo creador e integrador de las relaciones
fragmentarias del mundo que verifican en mí su posible unificación", o
para decirlo con una fórmula ya clásica: "el sujeto [cada uno de nosotros]
es núcleo de verdad histórica".
Y aquí podemos acercarnos ya a una
de las tareas que debería tener para Rozitchner ese hacer de la filosofía: dar
cuenta del tránsito que se ha debido hacer, tanto individual como colectivamente,
para alcanzar las significaciones que nos organizan. Y es por esto que toda
filosofía es entendida por Rozitchner como una confrontación que desafía la
coherencia ajena (y por supuesto, también la propia). Pues lo que debería jugarse
en ella es el índice de verdad que las significaciones pueden alcanzar al ser
verificadas en nuestra propia experiencia. Esto es, hacer el tránsito de lo más
abstracto y universal de las significaciones a lo concreto de nuestra vivencia
corporal del mundo, y sostener así su coherencia o incoherencia en nuestro
propio cuerpo. Este tránsito implica entonces que el sentido debe recorrer un
camino doble: por un lado, partir de lo que Rozitchner llama el nivel fundante de la experiencia, el de la vivencia
corporal del mundo previa a toda significación, y pasar luego a formas
convencionales y simbólicas en las que pueda ser comunicado; pero al mismo
tiempo debe realizarse un camino inverso: esas expresiones simbólicas deben ser
verificadas a su vez en el nivel fundante de la propia experiencia, para
que esos símbolos puedan ser entonces sentidos. La posibilidad del sentido no
descansa así en un sistema de codificaciones, sino en el continuo de mundo
común en el que existimos, en ese nivel fundante
desde el cual se constituye todo sentido y al cual debe, para que de verdad lo
sintamos, retornar.
Pero con esto, sin embargo, aún no
hemos accedido plenamente al modo en que Rozitchner entiende la filosofía, pues
la coherencia de la que ésta debe dar cuenta no puede ser meramente la del
Absoluto universal de los conceptos con el absoluto vivido de las
representaciones. La coherencia de la filosofía debe encontrarse en nuestra
relación con el mundo (nuestras relatividades), para poder asumir entonces
coherentemente nuestras incoherencias. O en otros términos: lo que el
pensamiento filosófico debe hacer para Rozitchner es señalar el obstáculo que
nos impide prolongarnos, efectiva y plenamente, en nuestras relatividades, en
el cuerpo común que formamos con los otros y la naturaleza. Es decir: no
proclamar coherencias pensadas, sino transformar las incoherencias vividas en
formas de vida más coherentes. Es por esto que esa coherencia meramente formal
de la filosofía tradicional (tanto de izquierda como de derecha) oculta la
contradicción real (lo que obstaculiza la prolongación); su contradicción es así
superada no ya en el mundo, sino en el salto fantaseado del absoluto-relativo que
somos a un Absoluto-Absoluto. La contradicción es radiada así fuera de nuestra experiencia
vivida (fuera de la realidad) y en su lugar se instaura una coherencia perfecta,
soñada e inmóvil.
Para que la verificación no sea entonces meramente una consolación interna debe
extenderse desde la propia vivencia del absoluto que somos a las relatividades
que lo constituyen como tal, y dar cuenta entonces de los obstáculos que
impiden su prolongación. Es por esto que para Rozitchner "pensar no es
solo enunciar una idea, sino roturar un cuerpo". Pues supone que la tarea
del pensar filosófico es habilitar una prolongación más amplia en el mundo,
abrir por tanto un espacio de vida en medio de un paisaje cerrado por la
amenaza de muerte. Pero para ello será necesario superar en nosotros mismos
aquellos límites que impiden esa prolongación real y nos encapsulan en ese
salto fantaseado del absoluto-relativo que somos al Absoluto sin fisuras que
proclaman la Iglesia, el Estado y el Capital.
Estos límites no son otra cosa que el
efecto del terror (esa coherencia entre la amenaza de muerte afuera y la angustia
de muerte adentro). El terror es la apertura de una distancia infranqueable en nosotros
mismos y en nuestra relación con el mundo. El absoluto-relativo que somos queda
escindido por el terror: de un lado un absoluto vacío de mundo (pura
subjetividad sin objeto); del otro, un mundo puramente relativo (objetividad
sin sujeto o "cosas puramente cosas" como lo llamará después). Y
entonces aparece la solución fantaseada del Absoluto (el de la Iglesia, el
Estado y el Capital) como la única mediación posible con el mundo; nosotros,
mansamente, devenimos sus anexas relatividades. A cambio de no enfrentar los
obstáculos de la amenaza y la angustia de muerte cedemos y negamos la condición
de ser el sitio donde se elaboran las verdades históricas. La verdad será entonces
algo que desciende desde una Razón Absoluta que no se verifica en nosotros, y
en cambio nosotros nos verificamos en ella. Esa solución del Absoluto se
instaura entonces como el nivel convencional
de la experiencia: una solución históricamente constituida, pero que se nos
presenta como natural, pues el terror a borrado las huellas de su tránsito, su
relatividad, en nosotros.
Es por esto que para León el lugar
de la filosofía no debe ser el de la búsqueda de esa Verdad del Absoluto, sino
más bien un ejercicio contra el terror. Roturar el cuerpo no significará
entonces otra cosa que posibilitar que germinen nuevas prolongaciones[2] en
esa grieta que el terror abrió en nosotros.
Ahora
bien, ¿qué significa esta prolongación en nuevas relatividades a la que debería
convocar la filosofía? Es evidente que en primer lugar esto supone abandonar el
aire enrarecido de las representaciones y los conceptos, pues el pensamiento
entendido como ese "roturar el cuerpo" debe superar la distancia
interior que el terror trazó en nosotros y que hace del Absoluto la única
mediación con el mundo. Se trata entonces de que elaboremos desde nosotros
mismos esa apertura al mundo, reponiendo el tránsito que aunque no lo sepamos hemos
recorrido desde nosotros mismos a las representaciones, ese que la instauración
del Absoluto, terror mediante, ha borrado. De modo que esta prolongación, que
es ampliar nuestras capacidades, goces, necesidades, etc., en los otros y en la
naturaleza como nuestro cuerpo inorgánico y común (esto que es, en definitiva,
el modo en que Marx entendía la riqueza "más allá de su limitada forma
burguesa"[3])
debe reponer el tránsito entre esos dos extremos que el terror ha separado: por
un lado lo absoluto y por otro lo relativo, o en otras palabras: lo subjetivo y
lo objetivo.
Hasta aquí hemos visto el papel de
la filosofía entendida como la recuperación de ese tránsito subjetivo al
sentido y como la superación de la grieta interna con que el terror nos surcó. Debemos
buscar ahora en el otro extremo de esa prolongación, que es ese cuerpo común de
la tierra, el modo concreto, las "múltiples determinaciones", que este
quehacer de la filosofía tiene para Rozitchner.
El
territorio y la filosofía
Si antes partimos desde el punto de
vista del absoluto de nuestro ser absolutos-relativos, ahora debemos hacerlo
desde el otro extremo, el de la relatividad. Y entonces encontramos que este
cuerpo que somos sólo existe sostenido en ese cuerpo más amplio que es el
territorio, y que es el fundamento que tenemos en común con el cuerpo de los
otros. Esta existencia en un territorio concreto no se presenta como una
exterioridad más o menos indiferente a lo más propio de mi existencia, sino que,
por el contrario, es el correlato de la forma misma de mi ser absoluto (pues,
como vimos, mi ser absoluto no es otra cosa que la condensación de sus
relatividades). De modo que encontramos que hemos tenido que adecuar nuestras
respuestas, el modo de vivir este cuerpo que somos, a esa organización más
amplia del cuerpo común que es el territorio.
Dice
Rozitchner en Ser judío: "Mi ser argentino reposa en este límite
terrestre que delimita mi geografía mental, y el triangulo de esta geografía
conjuga y enlaza su forma terrestre con mi biología, se extiende hasta apoyarse
definiendo los límites de mi cuerpo, como si esa forma geográfica fuese ya,
para mí, forma mía carnal."[4]
Es decir que percibo la forma de mi
propio cuerpo en función de estos límites geográficos, que son tanto
territoriales como mentales: anudamientos externos e internos de mi cuerpo. Y
es además origen, porque el territorio no es solo el horizonte espacial de mi
cuerpo, sino también la referencia más extrema de la elaboración histórica de
las relatividades que me constituyeron y constituyen como su absoluto. Por esta
razón el territorio, como sostén y origen de mis relatividades, es índice de la
verdad de mis propios tránsitos, así como yo (cada uno de nosotros), soy el
sitio donde su verdad histórica incansablemente también se elabora. Esta
conjunción de cuerpos anudados e historia es entonces lo que Rozitchner
entiende por nación, en contraposición a la "Nación abstracta", que
es la representación Absoluta de valores cuyo tránsito desde nuestro propio
cuerpo el terror ha borrado.
En este sentido vemos que la
filosofía tal y como la hemos presentado aquí según la mirada de Rozitchner
debe en todo momento tener en cuenta ambos extremos: el carácter absoluto de
mis vivencias, es decir lo irreductible que cada uno es como núcleo de verdad
histórica, pero a la vez el campo más amplio de la territorialidad en el que
las relatividades que nos conforman se producen y ordenan históricamente. Y
estos dos extremos precisamente son los que, creemos, sostienen en toda la obra
de Rozitchner el índice de verdad que su pensamiento persigue como modo de
señalar el obstáculo para la eficacia de las acciones colectivas. Es por esto
que ese "ser argentino" al que refiere Rozitchner como limitando y
prolongando su propia "geografía mental" y corporal debe estar
presente en todo análisis como una premisa tan insustituible como la propia
experiencia subjetiva.
Ese ejercicio contra el terror que
es el pensamiento, no implica entonces sólo el tránsito subjetivo, interno,
para recuperar ese espacio propio que el terror expropia, sino también hacerlo
desde la articulación de los cuerpo en el territorio. Y es por esto que León
señalaba que "cuando el pueblo no se mueve, la filosofía no piensa".
Pues este tránsito que la filosofía debe facilitar, que unifica los extremos
que el terror separa, no puede darse -como ya lo señalamos- como una mera
coherencia entre representaciones, sino que debe inervarse en el cuerpo común,
como una coherencia colectiva que rompa la coherencia de la contradicción, es
decir que haga visible el obstáculo, ese que el Absoluto que el terror nos
impone produce como siendo la única geografía posible.
Podemos encontrar a lo largo de toda
la obra de Rozitchner su "ser argentino", no como un compendio de
"problemas argentinos", ni siquiera por la confrontación con los
autores nacionales, pues en última instancia esto no dejaría de formar parte de
ese ámbito de la nación abstracta,
aquella definida en función de un Absoluto. Por el contrario, la presencia de
lo argentino aparece como el señalamiento de los obstáculos que este territorio
concreto, en el que Rozitchner escribe (y del cual surge, y en el cual por lo
tanto se dan sus prolongaciones y confrontaciones), posee. Los obstáculos de
este territorio, por lo tanto sus luchas colectivas y sus derrotas, son la
materia misma con la que Rozitchner produce su pensamiento.
Y esto más allá de que el obstáculo
que señale sea parte del ámbito y los problemas de la subjetividad, y que en
ese sentido pueda plantearse en un mayor grado de universalidad. Pues la "subjetividad"
no es pensada por León nunca desde las abstracciones de su mera forma, sino
desde esa existencia concreta que es el cúmulo de sus relatividades. Y esta
existencia concreta solo puede ser comprendida si es animada en la propia
subjetividad del autor (así como nosotros mismos, para comprenderlo, debemos
animar esos índices de verdad descubiertos desde nuestra propia experiencia
vivida). Y es por lo tanto en ese cuerpo común y sus problemas, en esas
relatividades, que el íntimo ámbito de la subjetividad se abre a ser pensado. Esas
relatividades histórico-territoriales son en este caso concreto lo que llamamos
Argentina, y de un modo más amplio América Latina. Es por esto que ese "ser
argentino" de Rozitchner lo encontraremos a lo largo de toda su obra, y no
sólo cuando la temática es explícitamente argentina, como en los casos más
obvios de libros como Malvinas o Perón: entre la sangre y el tiempo.
Si por caso buscamos (solo para dar
un ejemplo) en libros que, como Simón
Rodríguez o La Cosa y la Cruz, en
apariencia se mantienen alejados de lo que sería en cuestión la filosofía
argentina, podremos sin embargo encontrar que está presente ese "ser
argentino" precisamente en el modo de hacer filosofía, es decir en la
búsqueda por facilitar nuevos modos de prolongación en este territorio y señalar
los obstáculos que lo impiden. No podemos mostrarlo aquí en profundidad, nos
basta para esta ocasión señalar la posibilidad de una estrategia de lectura de
este tipo. Entonces, como mero señalamiento: podemos ver al libro sobre Simón
Rodríguez (y esto ya lo ha señalado Diego Sztulwark) como el reverso del libro
sobre Perón. Si en este último se trataba de señalar los obstáculos que habían
llevado a la derrota y finalmente a quedar inermes frente al más desnudo
terror, aquel era el intento de encontrar nuevos modos de prolongarnos en un
territorio arrasado por el terror, buscar desde uno mismo las bases de un nuevo
nacimiento colectivo. Del mismo modo, La
Cosa y la Cruz puede leerse como el señalamiento de los obstáculos que el
callado terror capitalista de fin de siglo abrió en nosotros, prolongándose en las
formas más arcaicas de resistencia para ejercer desde allí su dominación. Al
señalar el mayor de los obstáculos (el terror cristiano surcando y limitando
nuestros cuerpos), nos proponía entonces la búsqueda de una eficacia más
radical, es decir que vaya a la raíz de nosotros mismos, para roturar desde
allí esta tierra (nuestro cuerpo común) que es la Argentina.
Buenos
Aires, agosto de 2014
[1] En:
León Rozitchner. Contra la servidumbre
voluntaria. Jornadas en la Biblioteca Nacional, Biblioteca Nacional, Buenos
Aires, 2015.
[2] Cabe destacar en este sentido
que en la etapa ulterior de su obra, luego de La Cosa y la Cruz y especialmente luego de su artículo La Mater del materialismo histórico (podemos
sumar a esto muchos de los textos inéditos ya publicados o en preparación), lo
que se deberá prolongar son las marcas maternas y su lógica, ese proceso
primario que prolongado en la realidad colectiva, en las relatividades, transforma
su lógica meramente arcaica e interior en un nuevo espesor del mundo, en el
reconocimiento de la ensoñación que nos constituye.
[3] Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Gründrisse), México, Siglo XXI, 2007, p. 447.
[4] León Rozitchner, Ser judío (1968), Buenos Aires, Ed. de
la Flor, 3ra ed., 1988, p. 35.
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